igualmente cómico al hacerse pasar por algo que no es, al hacerse pasar por escritor. Al final debe esperar a que algo desde fuera le ilumine y le haga saber dónde está realmente, es decir, qué es lo que realmente quiere en un sentido espiritual. Por el contrario, el escritor genuino sabe con total certeza dónde está y qué es lo que quiere; se preocupa en primer lugar por conocerse a sí mismo partiendo de su propia concepción de la vida; se mantiene escéptico ante la posibilidad de que el mero planteamiento de una discusión pueda dar lugar a un resultado extraordinario; sabe que la seguridad fingida solo sirve para alimentar la duda.
Cuando el escritor genuino siente la necesidad de comunicarse, esta necesidad es puramente inmanente, un deleite del entendimiento elevado a la segunda potencia, que bien puede convertirse en una tarea asumida desde el compromiso ético. En cambio, el escritor de premisas no siente la necesidad de comunicarse pues [100] realmente no tiene nada que comunicar, está falto de esencia, de conclusión, de sentido en relación con sus intenciones. No siente la necesidad de comunicarse, más bien está necesitado*. Del mismo modo que otro tipo de necesitados suponen una carga para el Estado y los servicios sociales16, todos los escritores de premisas están profundamente necesitados y suponen una carga para sus naciones puesto que prefieren ser mantenidos en lugar de trabajar por sí mismos y nutrirse de un entendimiento adquirido por ellos mismos. La vida carece de sentido si las personas no se dotan del [101] suficiente entendimiento para poder trabajar con honradez. Si una persona posee grandes facultades y es capaz de plantear innumerables dudas, también debería poseer las fuerzas suficientes, si es que realmente lo desea, para alcanzar el entendimiento por sí misma. Sin embargo, debería callar si no halla ningún pensamiento que comunicar. Limitarse a lanzar la voz de alarma es una forma de tremenda holgazanería y una perfidia que contribuye a inundar de vagabundos toda una generación. Es muy fácil darse importancia en ese sentido, del mismo modo que es fácil hacerse mendigo, del mismo modo que es fácil gritarle al Estado: «¡Mantenedme!». Todos los escritores de premisas gritan a sus respectivas generaciones: «¡Mantenedme!». Sin embargo, la providencia responde: «Mantente a ti mismo, pues eso es lo que deberían hacer todas las personas tanto en el ámbito material como en el espiritual».
La supuesta modestia de simplemente pretender suscitar una discusión es mera arrogancia disimulada, pues si quien la presupone no está capacitado para convertirse en un escritor genuino, resulta arrogante que quiera darse a conocer como escritor. El escritor genuino también es un maestro genuino, y quien no es o no podría jamás llegar a ser un escritor genuino, no es otra cosa que un aprendiz genuino. Si bien todos los escritores deberían ser (y todos los escritores genuinos lo son, ya que solo se diferencian en el don y en su alcance) nutritivos, todos los escritores de premisas son ciertamente corrosivos. Son corrosivos porque comunican la duda, lo cual resulta una contradictio in adjecto [contradicción en el adjetivo]17, pues es como darle al hambriento sustancias que estimulan el apetito en lugar de alimento y además creer que se le está alimentando. En lugar de callar, porque lo único que hacen es dar la voz de alarma, lanzan el antecedente sin conocer el consecuente. Si bien la formulación de una premisa presupone cierto talento, el carácter corrosivo de los escritores de este tipo se debe a que, en su angustiosa comprensión de la realidad, se aproximan demasiado a la realidad.
El arte de comunicar consiste en acercar la realidad a tus coetáneos lo máximo posible en su calidad de lectores, pero manteniendo una concepción de la vida, es decir, manteniendo una distancia serena e infinita marcada por la idealidad. Ilustraré esto con un ejemplo de una obra reciente. En el experimento psicológico: «¿Culpable? ¿No culpable?» (contenido en la obra Estadios en el camino de la vida18), se describe a alguien en máximo peligro de muerte espiritual sometido a una desesperación extrema y, además, todo se plantea como si pudiera haber sucedido ayer mismo. Cuando una obra se aproxima demasiado a la realidad, aquel que mantiene un combate contra la desesperación religiosa planea, por así decirlo, sobre las cabezas de sus coetáneos. Si el experimento provoca alguna [102] impresión, será porque sucede lo mismo que cuando un ave salvaje sobrevuela un lugar en el que habitan aves de su misma especie domesticadas en el confort y la seguridad de su propia realidad, provocando que estas batan involuntariamente sus alas en un movimiento que les resulta angustioso, pero, al mismo tiempo, atractivo19.
Ahora voy a tranquilizarles: solo se trata de un experimento y está siendo controlado por un investigador. El conejillo de indias es, en sentido espiritual, lo que comúnmente se considera una persona muy peligrosa, y no se suele dejar a este tipo de personas solas, sino que siempre van acompañadas de un par de policías (por el bien de la seguridad ciudadana). Del mismo modo, por el bien de la seguridad ciudadana, en la obra mencionada hay un investigador (que se denomina a sí mismo inspector20) que, con toda tranquilidad, nos revela el sentido general de todo y esboza una teoría acerca de una concepción de la vida que es capaz de completar por sí mismo, y de ese modo nos muestra cómo el conejillo de indias se mueve al compás que se tensan las cuerdas. Si no fuera realmente un experimento, si no hubiera ningún investigador presente, si no se expusiera ninguna concepción de la vida, cualquier obra de esta naturaleza, con independencia del talento que se pudiera manifestar en ella, resultaría corrosiva. Resultaría angustioso entrar en contacto con ella, pues produciría una gran impresión comprobar cómo en un instante una persona puede desembocar en la locura. Una cosa es mostrar a una persona apasionada cuando va acompañada tanto de un guardián como de una concepción de la vida capaces de controlarla (me gustaría comprobar cuántos críticos contemporáneos serían capaces de tener tanto control sobre el conejillo de indias para manejarlo del modo que lo haría un verdadero investigador), y otra cosa es que una persona realmente apasionada se convierta en escritor, pierda el control sobre un libro y nos asalte a los demás con sus dudas y tormentos sin explicación alguna.
Si quisiéramos describir a una persona que afirma haber tenido una revelación (aunque después se hubiera perdido en ella) y lo hubiéramos hecho por seguridad, a modo de experimento, con un investigador al frente que tuviera claras las cosas desde el principio y que expusiera toda una concepción de la vida, y si además el investigador se sirviera del conejillo de indias del mismo modo que el físico realiza sus experimentos, todo estaría dentro de un orden y probablemente habría mucho que aprender de tal procedimiento. Puede que el investigador, en el transcurso de sus observaciones, llegara a la conclusión de que algo así [103] podría suceder realmente en su época y por ese motivo tratara de aproximarse a esta tanto como le fuera posible, pero no por ello dejaría de ser el dueño de la explicación que pretende comunicar. Si, por el contrario, el conejillo de indias en medio de su aturdimiento fuera lanzado al mundo para ser escritor, las consecuencias serían altamente corrosivas. De este modo, lo anormal (que, si se controla y se mantiene dentro del sentido global de una concepción de la vida, puede resultar instructivo) se lanza directamente como enseñanza, sin posibilidad de aportar otra cosa que no sea su propia anormalidad y su sufrimiento. No podemos dejar de sentirnos dolorosamente afectados por la importuna realidad de tal exescritor, quien personalmente está en peligro de muerte y desea despertar nuestro interés en él o (como no conoce otra salida) desea que compartamos su angustia y su miedo. Una cosa es que un médico, que posee los conocimientos necesarios para la curación y la sanación (y los pone en práctica en su clínica), exponga el historial de un paciente; una cosa es que un médico esté postrado en la cama afectado por alguna enfermedad; otra muy distinta, que un enfermo salte de la cama y, por el hecho de convertirse en escritor (describiendo directamente sus síntomas), confunda abiertamente estar enfermo con ser médico. Puede que gracias a su condición de enfermo sea capaz de describir la enfermedad con unas expresiones más vivas y concretas que las que utilizaría un médico (pues ignorar el modo para salvarse deriva en una apasionante elasticidad en comparación con el discurso tranquilizador de quien conoce la salida). Sin embargo, sigue habiendo una diferencia cualitativamente