Søren Kierkegaard

El libro sobre Adler


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igualmente cómico al hacerse pasar por algo que no es, al hacerse pasar por escritor. Al final debe esperar a que algo desde fuera le ilumine y le haga saber dónde está realmente, es decir, qué es lo que realmente quiere en un sentido espiritual. Por el contrario, el escritor genuino sabe con total certeza dónde está y qué es lo que quiere; se preocupa en primer lugar por conocerse a sí mismo partiendo de su propia concepción de la vida; se mantiene escéptico ante la posibilidad de que el mero planteamiento de una discusión pueda dar lugar a un resultado extraordinario; sabe que la seguridad fingida solo sirve para alimentar la duda.

      Si quisiéramos describir a una persona que afirma haber tenido una revelación (aunque después se hubiera perdido en ella) y lo hubiéramos hecho por seguridad, a modo de experimento, con un investigador al frente que tuviera claras las cosas desde el principio y que expusiera toda una concepción de la vida, y si además el investigador se sirviera del conejillo de indias del mismo modo que el físico realiza sus experimentos, todo estaría dentro de un orden y probablemente habría mucho que aprender de tal procedimiento. Puede que el investigador, en el transcurso de sus observaciones, llegara a la conclusión de que algo así [103] podría suceder realmente en su época y por ese motivo tratara de aproximarse a esta tanto como le fuera posible, pero no por ello dejaría de ser el dueño de la explicación que pretende comunicar. Si, por el contrario, el conejillo de indias en medio de su aturdimiento fuera lanzado al mundo para ser escritor, las consecuencias serían altamente corrosivas. De este modo, lo anormal (que, si se controla y se mantiene dentro del sentido global de una concepción de la vida, puede resultar instructivo) se lanza directamente como enseñanza, sin posibilidad de aportar otra cosa que no sea su propia anormalidad y su sufrimiento. No podemos dejar de sentirnos dolorosamente afectados por la importuna realidad de tal exescritor, quien personalmente está en peligro de muerte y desea despertar nuestro interés en él o (como no conoce otra salida) desea que compartamos su angustia y su miedo. Una cosa es que un médico, que posee los conocimientos necesarios para la curación y la sanación (y los pone en práctica en su clínica), exponga el historial de un paciente; una cosa es que un médico esté postrado en la cama afectado por alguna enfermedad; otra muy distinta, que un enfermo salte de la cama y, por el hecho de convertirse en escritor (describiendo directamente sus síntomas), confunda abiertamente estar enfermo con ser médico. Puede que gracias a su condición de enfermo sea capaz de describir la enfermedad con unas expresiones más vivas y concretas que las que utilizaría un médico (pues ignorar el modo para salvarse deriva en una apasionante elasticidad en comparación con el discurso tranquilizador de quien conoce la salida). Sin embargo, sigue habiendo una diferencia cualitativamente