digresión en esta línea). Pero, aunque fuera el escritor más ingenioso que jamás haya existido, sería una estupidez imperdonable por mi parte que yo no me centrara incansablemente en la revelación en lugar de en el ingenio del profesor Adler, tanto si es de su conveniencia como si no.
Un crítico debe conocerse a sí mismo, debe saber controlar sus fuerzas y, del mismo modo, también ha de saber cuándo no debe usarlas. El crítico más eminente que jamás haya existido no se encuentra en su terreno ante una persona que insiste en remitirse a una revelación. Tal hecho lo cambia todo. El crítico deberá (siempre y cuando la persona no sea un demente, pues en tal caso ya no sería tarea de la crítica) o bien convertirse en fiel seguidor de quien ha sido tocado por la gracia de Dios e inclinarse ante su autoridad divina, o bien permanecer en silencio, porque no existe relación alguna entre la crítica humana y la revelación. Aunque al crítico le resulte sumamente extraño lo que cuenta tal persona, será lo suficientemente lúcido para saber que la verdad tiene un componente tradicional, es decir, que lo que en otro momento podría parecerle algo sumamente extraño a un excelente crítico, sin embargo, con el paso del tiempo se acaba imponiendo como una verdad incuestionable. Ante una revelación, el crítico hábil adivinará, precisamente gracias a su habilidad, que o bien asume desde el principio una nueva forma de crítica ante aquel que ha sido tocado por la gracia de Dios, o bien calla (a menos que pueda acceder a tal persona y, con la ayuda de alguna pregunta socrática, logre esclarecer que ciertamente se desconoce a sí misma). Pues el crítico también puede ser ingenioso, y tiene derecho a serlo, tiene derecho a preguntar y preguntar, incluso [108] a lanzar preguntas capciosas. Está claro que la persona que ha tenido una revelación está en su derecho a no contestar, derecho a permanecer en silencio. Pero en el caso de que no lo haga, en el caso de que cometa la imprudencia de hablar, en el caso de que, en lugar de permanecer en silencio, trate de insistir en su revelación mediante mera charlatanería y comience a soltar frivolidades, entonces sería posible que quien supuestamente ha sido tocado por la gracia de Dios se enredara en una fatal situación. Esto mismo puede suceder de otro modo. Un crítico puede haber estado observando en silencio hasta que quien supuestamente ha sido tocado por la gracia de Dios imprudentemente comience a resultar excesivo y quede atrapado en su propia palabrería.
Si no encontramos anormalidades respecto a lo que deberíamos comprender sobre la revelación de Adler, pero sí sobre lo que él ha comprendido, sobre cuál entiende él que es su papel en ella, entonces estaremos ante un escritor de premisas, corrosivo, y el crítico podrá atraparle para su desgracia. Todo el ingenio (si es que realmente es un escritor ingenioso) que pueda haber en sus obras, no compensa como alimento si lo comparamos con lo corrosivo que resultan debido al déficit mediante el que como escritor enreda al público por su falta de claridad con respecto a lo cualitativamente determinante. Exponer abiertamente una revelación sin dilucidar qué es cada cosa, qué es lo que se quiere decir, es presentarse como un escritor de premisas, es como vociferar en un tono sumamente desagradable y esperar que los demás acudan a rescatarte con una explicación sobre si realmente has tenido o no una revelación. Un fenómeno de este tipo puede contener un significado profundo como epigrama amargo sobre una época. Una época tambaleante, vacilante, inestable, en la que el individuo tiene por costumbre buscar de tantos modos fuera de él (en los comentarios de su entorno, en la opinión pública, en los chismes de ciudad) lo que en el fondo solo puede hallar en su interior: la decisión. En una época así aparece una persona y se remite a una revelación, más bien se lanza a la calle aterrorizado, con el pánico dibujado en el rostro, aún tembloroso por la conmoción del instante, y proclama que le ha tocado una revelación. «¡Oh, dioses inmortales, aquí llega la ayuda, aquí llega la firmeza!». Pero, ay, se parece demasiado a su época y al instante siguiente ya no sabe con seguridad qué es cada cosa, lo deja todo conforme está y se dedica a escribir [109] libros voluminosos y (probablemente) también ingeniosos.
En otros tiempos ya lejanos, cuando una persona era agraciada con una revelación suprema, dedicaba mucho tiempo a tratar de entenderse a sí misma en esa magnífica experiencia antes de pretender guiar a los demás. De ningún modo se puede exigir a nadie que, desde el entendimiento humano, comprenda el sentido de una revelación, pero al menos debe ser capaz de entenderse a sí mismo y comprender lo que le ha sucedido, que es lo más elevado que le ha ocurrido nunca, y que, lejos de todos los comentarios posteriores, lejos de todos los giros y vueltas, lo que ha tenido es y siempre será una revelación. En cambio, ahora cualquiera proclama en los periódicos del día siguiente que la noche anterior tuvo una revelación. Quizá por el temor a que la silenciosa reflexión solitaria (sobre algo que en el sentido más radical debería transformar toda la existencia de una persona que ha tenido una revelación, aunque nunca se lo contara a nadie) pudiera llevarle a comprender (de un modo humillante aunque liberador) que todo había sido una ilusión y que lo mejor sería dejar las cosas como están y reconciliarse con Dios para convertirse en maestro desde una posición inferior con respecto a la verdad, pero capaz de enseñar a los demás y de preservar el honor de lo infinitamente más elevado.
Puede que esto sea lo que teme, y por ello seguramente prefiera confiar en que la publicidad provoque una discusión cuya conclusión final podría ser que había tenido una revelación y que eso era lo que exigía su época. En tal caso podría seguir manteniendo que había tenido una revelación, confiando en la desmedida sensación suscitada por la publicidad, confiando en las ovaciones que le dedicaran, por no hablar de la tranquilidad que produce saber que varios de los «realmente excepcionales periódicos que tenemos» den por bueno el asunto, es decir, sancionen ante la opinión pública elevada a la enésima potencia* lo que estrictamente en el sentido más aislado pertenece al individuo en cuestión, quien de manera incondicional debería hallar la certeza en sí mismo con respecto al asunto en la más absoluta soledad. ¡Cuán epigramática se tornaría la situación si se llevara a un terreno puramente estético, sin tomar en consideración si realmente ha sucedido algo concreto! Una persona aterrorizada se presenta y afirma: «He recibido [110] la llamada de Dios», y luego añade con la boca pequeña: «En realidad no estoy completamente seguro, pero quiero saber qué impresión produce tal afirmación entre mis coetáneos y, si así se acaba determinando, entonces será cierto que he recibido la llamada de Dios y no lo desmentiré»*. Igual alberga la esperanza de que, al pronunciar esas palabras, las circunstancias se apoderen de él y, de algún modo, le metan en el personaje hasta convertirlo en lo que afirma que es, aunque no tenga la completa seguridad de si realmente lo es o no lo es. Haber recibido la llamada de Dios es sin duda lo máximo que le puede suceder a una persona. Alguien que ha recibido la llamada de Dios está por encima de cualquier otro, incluso de los reyes y los emperadores, de la opinión pública o de la tropa periodística. Todos los demás no podemos hacer otra cosa que admirarle, y él debe exigírnoslo con autoridad divina, pues se le debería reconocer por la autoridad a la que se remite*. Quien se muestre vacilante en tal situación estará sirviendo a dos señores24, querrá ser llamado por Dios en un sentido extraordinario y, al mismo tiempo, querrá ser llamado por su época para mostrarse como una exigencia de la misma. Se valdrá de la proclama «¡He recibido la llamada de Dios!» para hacerse escuchar entre la bulliciosa muchedumbre y, de ese modo, transformará la llamada de Dios en una llamada a la opinión pública.
Esto bien podría suceder en una época en la que se han suprimido las categorías religiosas decisivas y todo ha quedado sometido a la categoría de la generación (para que todo esté en orden). Si tal cosa sucediera, estaría [111] bien que algún crítico fiel, alguna persona insignificante que no se atreva a remitirse a ninguna revelación, que sea capaz de mantenerse firme en la palabra del elegido y, de ese modo, pueda contribuir con seriedad al esclarecimiento de lo que hay de cierto (pues la seriedad está en la reflexión silenciosa desde la responsabilidad), entendiera que su cometido es abordar lo extraordinario. Por el contrario, lo que no es serio es lo que a menudo se considera como tal: armar escándalo, encolerizarse, preocuparse, utilizar las expresiones más histriónicas y, sin embargo, sentir una inseguridad interior sobre lo que se es y lo que no se es.