se cometen todas estas prostituciones, usted, a quien Dios le pedirá cuentas de esto, permanece tranquila y despreocupada; dejando que los hombres hagan como mejor les parece. Debido a que todas esas cosas no afectan su propia comodidad, usted está contenta dejándolos hacer lo que quieren.71
Lo que Dering lamentó no fue la falta de ecos de Ginebra en la Iglesia de Inglaterra, sino la situación pastoral terriblemente estéril junto con el hecho de que Isabel se negara a hacer algo al respecto. En 1571, Cox escribió el siguiente testimonio de ella: «Tiene la costumbre de escuchar con la mayor paciencia los discursos amargos e hirientes;»72 y ella ciertamente se negó a dejar que las denuncias de Dering sacudieran su pasividad. La única reacción que el sermón logró en ella fue que a él se le suspendiera el permiso para predicar.
No es fácil visualizar lo que Isabel pudo haber hecho para mejorar esa situación, incluso si hubiera tenido la disposición de hacer algo; pero la realidad es que ella no quería hacer nada. Por razones políticas, ella deseaba que el clero estuviera constituido por hombres poco distinguidos, sin iniciativa, que se limitaran a seguir la corriente. Sin embargo, aquellos que estaban en busca de la conversión de Inglaterra y de la gloria de Dios en la Iglesia inglesa, no pudieron quedarse quietos igual que ella. Pero, ¿qué se requería de ellos para que alcanzaran ese avivamiento espiritual que estaban buscando? ¿Qué era lo que tenían que hacer? ¿Cuál debía ser su estrategia? Ante esas preguntas podríamos dar diferentes respuestas.
Algunos de ellos, guiados por los veteranos que habían sido exiliados por María, ya estaban haciendo campañas para remover cuatro ceremonias del Libro de oración: el sobrepelliz de los clérigos, el anillo de bodas, la práctica de marcar una cruz en la frente antes del bautismo, y la obligación de arrodillarse en la santa comunión. La objeción que ellos presentaron era que, además de la falta de aprobación de las Escrituras, esas prácticas parecían apoyar las supersticiones medievales que afirmaban que los clérigos eran sacerdotes mediadores, que el matrimonio era un sacramento, que el bautismo era mágico, y que la transubstanciación era real. Se pensaba que, si estas cosas eran quitadas, Dios sería honrado y el cristianismo básico sería apreciado mucho más.
Más adelante, en 1570, tras la destitución de Thomas Cartwright, quien tenía el título «Lady Margaret Professor of Divinity» por parte de Cambridge University, el cual fue destituido por abogar a favor del presbiterianismo en sus enseñanzas acerca del libro de los Hechos, se despertó una inquietud por «presbiterianizar» radicalmente a toda la Iglesia isabelina de Inglaterra por medio de las promulgaciones parlamentarias. Entonces, los hombres jóvenes comenzaron a liderar, y se hicieron muy evidentes la rigidez teórica y la arrogancia argumentativa, que generalmente aparecen cuando los revolucionarios juveniles están determinados a realizar algo. La famosa «Admonición al Parlamento» de John Field y Thomas Wilcocks, (que hizo que sus autores se ganaran un año en prisión) era el manifiesto de este movimiento. Ya que, también en ese escrito se insinuaba la idea de que, a través de algunos cambios, el honor de Dios y la piedad de los ingleses serían favorecidos. Edwin Sandys, arzobispo de York, había sido uno de los exiliados del reinado de María, y siempre fue un protestante valeroso, sin embargo, él veía a los agitadores presbiterianos con cierto escepticismo. En 1573, le escribió a Bullinger en Zúrich:
«Se han levantado nuevos oradores entre nosotros, jóvenes necios, quienes, al mismo tiempo que menosprecian la autoridad y no reconocen a sus superiores, están buscando derrocar y desarraigar por completo nuestra política eclesiástica (…) y se están esforzando por darnos una especie de «nueva plataforma» para la iglesia, que todavía no entiendo cómo funciona (…) para que puedas estar más familiarizado con todo el tema, recibe este resumen del asunto en cuestión, condensado en ciertos encabezados:
1. El magistrado civil no tiene autoridad en materia eclesiástica. Él es solo un miembro de la iglesia, cuyo gobierno debe estar comprometido con el clero.
2. La iglesia de Cristo no admite otro gobierno que el del presbiterio; es decir, el pastor, los ancianos y los diáconos.
3. Los nombres y la autoridad de los arzobispos, archidiáconos, cancilleres, comisarios y otros títulos y dignidades similares deben eliminarse por completo de la iglesia de Cristo.
4. Cada parroquia debería tener su propio presbiterio.
5. La elección de ministros debe estar en las manos del pueblo.
6. Los bienes, posesiones, tierras, ingresos, títulos, honores, autoridades y todas las demás cosas que les pertenecen a los obispos y a las catedrales, deberían serles quitadas desde ahora y para siempre.
7. No se le debería permitir predicar a ninguno que no sea pastor de una congregación; y éste debería predicar para su rebaño exclusivamente, y en ningún otro lugar…
Y de acuerdo con lo que Sandys declaró, nada de eso «podrá obrar para el beneficio y la paz de la iglesia, sino para su ruina y confusión. Si eliminamos la autoridad, la gente se precipitará de cabeza hacia todo lo que sea malo. Si eliminamos el patrimonio de la iglesia, al mismo tiempo estaríamos eliminando no sólo la sana enseñanza, sino la religión misma».73
Sin duda alguna, Sandys tenía razón al declarar que en la Inglaterra que el conoció, en donde la mayoría de las personas eran analfabetas y seguían estando entregadas a la ignorancia y la superstición, ese programa de reforma presbiteriana, sin importar cuales fueran sus motivos y sus justificaciones, era un programa doctrinalmente impracticable y contrario a la causa de la piedad. Lo que Inglaterra necesitaba no era el presbiterianismo sino lo que en realidad era necesario era un cuidado pastoral, es decir, que los pastores se preocuparan por atender a sus rebaños. Estos «presbiterianizadores» farfullaron intermitentemente durante los siguientes 20 años, pero no crearon una corriente de opinión sólida, y no pudieron comprobar que sus ideas eran la manera correcta para completar la búsqueda de la santificación de Inglaterra; sino todo lo contrario, y finalmente, los tratados injuriosos de Marprelate (1588–89) destruyeron la credibilidad moral de ese movimiento. ¡Burlarse de los dignatarios de la manera en la que lo hacían esos tratados, no era la fórmula para ganar almas! Fue otro evento de 1570 el que mostró un camino a seguir más fructífero.
El 24 de noviembre de ese año, el Abraham de la escuela de pastores y escritores «prácticos y afectuosos» abandonó su Mesopotamia y se dirigió hacia la tierra prometida. Su nombre era Richard Greenham y había renunciado a su beca en el Pembroke Hall de Cambridge para convertirse en ministro de Dry Drayton, a unos 12 kilómetros de la ciudad. Él fue el pastor renovado pionero (con las características que Baxter esperaría), ya que, fue el primer hombre genuinamente capaz (hasta donde podemos decir) de abordar, de una manera auténticamente apostólica, la tarea de enraizar el evangelio en la Inglaterra rural. Ya hemos hablado un poco de su trabajo.74 Él se ganó una gran reputación como consejero pastoral o (como él mismo lo concibió) médico espiritual; y para sus amigos fue algo muy lamentable que él no «dejara para la posteridad un Manual en el que comentara acerca de las enfermedades tan particulares que Dios le permitió sanar, junto con los medios que utilizó para realizar sus curaciones». La cita anterior proviene de Henry Holland, el biógrafo de Greenham, quien expandió un poco más ese tema, diciendo:
La dieta y la cura necesarias para restaurar a las almas afligidas, es un misterio muy grande, y en ese sentido, muy pocas personas han logrado trabajar para comprender y desempeñar el buen arte de la medicina espiritual, o para enseñarnos algún buen método para practicar este (…) preciado arte, y transmitirnos gran experiencia; de tal manera que el peligro es grande, pues si no conocemos las reglas y los fundamentos prácticos de este arte, podemos cometer el error de adivinar con incertidumbre cuales son los mejores remedios y discursos que se deben aplicar sobre el alma enferma. Y si un médico natural, en lo que respecta a su oficio y sus facultades, puede decir efectivamente «ars longa, vita brevis [el arte es largo, la vida es corta], cuánto más el médico espiritual puede aplicar este aforismo a ese misterio del que estamos hablando. Los sabios piadosos saben que, es mucho más difícil discernir las causas secretas que producen las mucosidades ocultas del alma; y en esa área, es mucho más peligroso proceder confiando en la mera experiencia, sin conocer este arte ni tener las habilidades necesarias (…)
Pero,