entre los asalariados rurales, y cómo sus condiciones de trabajo y de vida tuvieron que ver, por un lado, con escenarios planteados por los empleadores, pero también por las luchas —con sus avances o derrotas— que emprendieran los propios trabajadores, mediadas por situaciones y correlaciones de fuerzas políticas. Este proceso reconoció etapas, según el tipo de prácticas sociales que configuraron su condición obrera, abonando distintas concepciones sobre sí mismos y sobre el mundo. En otras palabras, los obreros agrícolas no son ni fueron un ente abstracto o inmutable —como un mero factor económico de la producción que sólo actúa adaptándose a contextos exteriores— sino que fueron conformando su fisonomía particular a través de esa dialéctica única con su entorno y entre sí, según quiénes y cómo fueran sus empleadores directos y sus compañeros; el lugar donde residían y el modo de vida que llevaran allí; las distintas ideas políticas de su tiempo; sus referentes y las corrientes sindicales; el contenido y el desenlace de sus luchas; la ausencia de leyes o la legislación que los contenía —la que pudieran conquistar o la que les impusieran—; la relación que mantuvieran con el Estado y sus personificaciones en todos sus niveles; y también, desde ya, el tipo de técnicas productivas que sus patrones lograran implementar, en la mayor parte de los casos, contra ellos. En esta clave, entonces, analizamos cómo y por qué esta masa obrera transitó una fuerte metamorfosis entre la efervescencia político-sindical que la caracterizó a principios del siglo XX, y la cotidianidad despojada de la actividad gremial o política organizada que los distingue en nuestros días.
Esta ausencia de conflictos resonantes se asocia frecuentemente a situaciones de bienestar social. Sin embargo, esto no siempre tiene en cuenta las situaciones esencialmente contradictorias que de todos modos suponen los vínculos salariales —tanto por la explotación económica que implican como por las relaciones de poder que demandan—; las dificultades objetivas y subjetivas para que algunos grupos de trabajadores articulen siempre expresiones abiertas y visibles de descontento; o la posibilidad de que esas luchas transiten —con más o menos éxito— por carriles subterráneos y menos manifiestos que los de las organizaciones sindicales o las instituciones previstas por la ley para las negociaciones entre el capital y el trabajo. Así, el capítulo 4 explora la dinámica formal e informal de las disputas entre asalariados y empleadores alrededor de cómo distribuir la riqueza agrícola en un período en el que, en general, los patrones supieron imponerse a los obreros. Esto no significó necesariamente que los trabajadores atravesaran siempre situaciones de miseria extrema, ni de que no tuvieran espacio para negociaciones y avances circunstanciales o puntuales. De lo que se trató —más exactamente— es que, en general, durante el último ciclo histórico, los obreros tendieran a tributar a sus empleadores una mayor parte de la riqueza producida con su trabajo. Es decir, sufrieron un incremento de su explotación (Marx, 1999), configurando un escenario fuertemente desigual, disimulado y alimentado a la vez por la abundancia del boom sojero.
En este sentido es necesario volver sobre el hecho básico de que los propietarios no pagan a los obreros por todo su trabajo, sino que sólo les abonan el tiempo que les llevó crear las riquezas para pagarse sus salarios, sean altos o bajos, dependiendo del resultado de sus luchas y negociaciones. Si en vez de remunerar sólo eso, el capital pagara a los obreros por todo el producto de su trabajo —y la riqueza no viene de otro lugar—, no existiría apropiación alguna de valor excedente de su parte, ni por lo tanto, capital (Marx, 1999). Es cierto que la producción agraria tiene sus particularidades y que el capitalismo en general asiste a lo que algunos denominan “tercera revolución industrial”. Pero en el último tiempo —y acaso como expresión cultural de la ofensiva del capital sobre el trabajo— estos fenómenos han sido sobreestimados hasta tal punto que terminó por atribuirse la generación de valor a las “tecnologías de conocimiento”, a nuevas formas organizacionales de los empresarios, o a la renta agraria per sé, en vez de explicarse por el trabajo y quienes lo realizan. Por eso, partimos de considerar que, en rigor, las nuevas tecnologías aplicadas al agro no crean nuevo valor una vez tranqueras adentro, sino que sólo constituyen medios que posibilitan crear nuevas riquezas a quienes trabajan allí. Y a su vez, por el lado de la tierra, ella tampoco agrega valor a los productos agrícolas: aunque un mejor terreno haga más productivo el trabajo, no lo hace por sí mismo. Es cierto que se trata de un medio de producción que no se pude reproducir por el hombre, se trata de un medio de producción que no se puede reproducir por el hombre. Y así, el empresario que posee una mejor tierra dispone de una diferencia de competitividad que otro no puede conseguir. Ese plus por la propiedad exclusiva de ese pedazo de planeta que hace más productivo el trabajo humano es lo que se llama renta. Pero eso que se produce allí tanto más provechosamente, es —de nuevo— el fruto del trabajo, y no la obra de la tierra por sí sola, ni mucho menos de sus propietarios (Bartra, 2014).
Por eso dedicamos el capítulo 5 a analizar el rol económico y social de los trabajadores en la producción, y cuál fue el papel que jugó el salto tecnológico en el marco de estas relaciones de explotación. Es decir, en el impulso a la producción de más riquezas, pero también en la puja por quién se las apropiaría. Así, se detallan las consecuencias de estos cambios sobre el empleo, sobre la productividad de los trabajadores, y sobre la distribución del ingreso. Con la misma perspectiva, el capítulo 6 expone cómo y por qué la reducción de los tiempos de trabajo fruto de aquellos adelantos no sólo no acortó la jornada laboral, sino que derivó en su prolongación e intensificación, motivando pujas formales e informales entre patrones y empleados en las que, a su vez, la legislación y el Estado jugaron su rol inclinando la balanza hacia el lado de los empresarios. Asimismo, se explora cómo todo esto contribuyó a delinear no sólo determinadas condiciones de trabajo, sino también un nuevo modo de vida para los operarios de maquinaria agrícola, caracterizado por su aislamiento social durante la mayor parte de sus días. En esta misma dirección, el capítulo 7 aborda las consecuencias de los aumentos en la productividad del trabajo —en términos de un menor tiempo de trabajo por hectárea— y de la prolongación de la jornada laboral, sobre la movilidad territorial de los trabajadores agrícolas, sobre la dinámica de su ciclo ocupacional anual, y —de nuevo— sobre el modo de vida y los conflictos que surgieron a partir de estas transformaciones.
A su vez, la reproducción en el tiempo de los vínculos salariales y el rendimiento de los trabajadores en sus tareas, requiere siempre del ejercicio del poder y su legitimación diaria (Thompson, 1991; Scott, 2004). En una palabra, no alcanza con la economía (Bourdieu, 2007). En este marco, para buena parte de los trabajadores con saberes precisos y escasos, el oficio opera como una herramienta defensiva frente a los empleadores, tanto en lo que hace al ritmo y la autonomía con la que realizan sus quehaceres, como en relación a las remuneraciones exigidas (Coriat, 1990; Womack Jr.). De ahí que este sea un terreno intensamente disputado por patronos y obreros al nivel del ámbito de trabajo, a través del cual se procesa una parte importante de las relaciones de orden y mando entre ellos. Por eso, el capítulo 8 indaga la medida en que las transformaciones del proceso productivo impuestas por los empresarios en los últimos años —sobre todo las de tipo informático— cambiaron la naturaleza de ciertas tareas obrero-rurales, y afectaron la cuota de autonomía relativa que podían disputar en base a su antiguo expertise. Por otro lado, se explora qué consecuencias tuvieron estos cambios en los procesos y ámbitos de aprendizaje de las nuevas calificaciones; hasta dónde los viejos obreros fueron capaces de asimilarlas; quiénes, cómo y para qué difundieron los nuevos saberes; y en qué sentido las labores de índole más intelectual fueron más sencillas de asimilar para una nueva generación de trabajadores agrícolas socializada ya en el marco del dominio de las tecnologías digitales.
En esta misma línea, el capítulo 9 trata sobre los esfuerzos patronales por legitimar su autoridad en el lugar de trabajo y fuera de él. Por un lado, para conseguir la cooperación de trabajadores que siguen conservando márgenes de autonomía en el manejo de su máquina; por otro, para aumentar su rendimiento; y finalmente, para asegurar el abastecimiento y la desvinculación de parte de su fuerza de trabajo de acuerdo a los ciclos de la agricultura cada año. En este marco, indagamos el rol de los compromisos de tipo personal que tejen con sus operarios —bajo modalidades que configuran una especie de “moderno paternalismo”, a decir de Newby (1979)—; las motivaciones que encuentran los obreros para aceptarlos; y los efectos sobre las relaciones con sus empleadores y sus compañeros que genera esa dinámica. Por otro lado, también