Nina Renata Aron

Destructor de almas, te saludo


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esta sensación pasará. También pensaba: ¿Esto es grato? ¿Me divierto? Las cosas tenían entonces una apariencia ilegal, como si te estuviera vedado llamar para pedir ayuda. Había un entusiasmo quimérico y cierto temor en esa expectación, en ese no saber. El tiempo y la oscuridad eran de otra clase, ¿no? Sin teléfonos celulares, mensajes de texto ni mapas, salíamos a la noche con la esperanza de encontrarnos con lo mejor.

      A pesar de todo su afecto, en mi relación con K había también un componente agresivo. El lado opuesto de su caballerosidad —con la que me hacía sentir especial y elevada, una dama de otro tiempo— era su machismo. Mantenía la creencia de que hombres y mujeres pertenecen a equipos contrarios y están condenados a no entenderse nunca y lastimarse entretanto. Esto no era algo inarticulado que yo dedujera de nuestra dinámica; lo proclamaba a los cuatro vientos, era un principio esencial de su visión del mundo. Cuando un amigo le llamó en una ocasión a altas horas de la noche para contarle que su novia lo había engañado, respondió escuetamente: Bueno, eso es lo que sacas por confiar en una mujer, frase que resonó con crueldad en mis adolescentes oídos y que me dejó atónita por más que ya supiera que los hombres hablaban así de nosotras, como si fuéramos agentes dobles o una fuerza invasora por repeler. Estaba acostada en su colchón y veía su espalda en lo que él oía los infortunios de su amigo. Un par de minutos más tarde volteó a verme, me hizo señas de que se aburría y entornó los ojos para indicar que la conversación era fastidiosa, intentaría concluirla y en breve estaría conmigo, una joven que no era de fiar. Veámonos mañana para que te compre un helado, le dijo, e imaginé que, sentados en una banca, ambos reirían y se compadecerían de tener que lidiar con las mujeres y su maquinaciones, mientras cada uno lamía su cuchara y reducía módicamente su contenido a una masa redondeada y tensa, como los hombres acostumbran hacer. Sentí celos de su amigo, que atrajera su atención y oyera su franca cantaleta sobre las relaciones, algo que yo jamás escucharía de él. Sentí igual los celos indefinidos que con frecuencia experimentaba por los hombres por el solo hecho de que lo fueran, que no tuvieran una voz cadenciosa ni plagada de signos de interrogación y vivieran tan quitados de la pena.

      Pero también sentí pena por K: no era culpa suya. Lo habían educado de ese modo. Cargaba las heridas de una niñez en la que su madre lo adoraba y su padre lo alentaba a ser fuerte. Su papá era un italiano de primera generación que creció en Filadelfia durante la Gran Depresión, jugó en las ligas menores de beisbol y tocó el corno francés en la Sinfónica de San Francisco, con lo que logró combinar casi a la perfección el deporte y el refinamiento cultural, aun cuando K fue el primero en recordarme que los músicos sinfónicos son como cualquier otro y no se distinguen precisamente por su finura. Era alto, amable y bien parecido y tenía una marcada vena malévola que su familia hacía lo posible por evitar. Sus estallidos de cólera aterraban a todos. K era su preferido, el hermoso primogénito de católicos italianos —básicamente un semidiós— en quien el padre había puesto todas sus esperanzas. Esto significaba que lo presionó para que adoptara ideas muy estrictas sobre la hombría. Lo animó a que cultivara la fuerza física por medio del deporte. Cuando cursaba la educación primaria, en una ocasión no fue capaz de derrotar a un compañero abusivo; su papá le había advertido que no se molestara en volver a casa a menos que el director llamara para reportar su altercado, pero lo único que consiguió fue golpear al chico con su lonchera de Land of the Lost. Su padre lo llevó a un gimnasio de los bajos fondos y lo lanzó al cuadrilátero para que aprendiera a pelear. Aunque ese día lo molieron a palos, no abandonó su adiestramiento hasta que él fuera quien molía a los demás.

      Al final de una cita en una pastelería italiana, me contó que sus padres se quedaron perplejos cuando descubrió el heavy metal y el punk rock en los años ochenta. Rio mientras describía el horror en el rostro de su padre cuando vio la huella de una bota en su espalda después de un concierto. Su papá ya rebasaba los sesenta cuando K era un adolescente, así que ignoraba los rituales de un mosh pit. “¿Qué clase de películas ves?”, le gritó. La brecha generacional entre ambos se intensificó a medida que K se hacía hombre y su padre perdía el control sobre él.

      Al cabo llegué a ese momento que todos los chicos tienen cuando creen que pueden darle una paliza a su papá, sonrió mientras se zampaba nuestros cannoli y lamía el azúcar en las puntas de sus dedos.

      ¿Todos pasan por ese momento?, inquirí incrédula. Asintió y masticó.

      Sí, ¿cuando estás harto de que abusen de ti y piensas que por fin eres lo bastante grande para enfrentar a tu viejo? Todos lo tienen.

      ¡Ah!, dije. ¿Yo qué podía saber? Era una joven aficionada al estudio que no tenía hermanos varones. ¿Y qué ocurrió cuando hiciste eso?, pregunté.

      Me le eché encima y me rompió la nariz de un puñetazo, se tocó el tabique por instinto y pasó el índice y pulgar sobre el punto donde se le había torcido.

      Retrocedí indignada. ¿Tu padre te rompió la nariz? Perdóname pero eso es abuso de menores, sacudí la cabeza. ¡Qué horror!

      No, se encogió de hombros. Yo me lo busqué.

      Siguió con sus prácticas de box y después encontró empleos como portero de discotecas en los que continuó peleando, aunque sólo como último recurso, me dijo, cuando las palabras no eran suficientes. Más que pelear le gustaba la estrategia implicada en evaluar a los otros, establecer la gravedad de su amenaza y controlar sus arrebatos, y únicamente les asestaba un golpe en casos extremos. Era muy bueno para eso. Aplicaba esa evaluación dondequiera que íbamos y hacía que me sintiera segura, como si tendiese ante mí una alfombra roja de protección. Tras una adolescencia en la que, en medio de un gran embrollo, había sorteado las turbias aguas de la atención masculina, esto era como tener mi propio servicio secreto.

      Me enamoré de K debido en parte a la leyenda sobre su origen, el cuento de un chico sensible a quien, a fuerza de golpes, se le inculcó cierta predilección por la violencia. No había nacido así, continuaba este relato, lo que me permitía creer que muy en el fondo había un alma buena. El cuento del bribón cariñoso encandila a muchas mujeres. Él había cultivado una estilizada masculinidad de Raging Bull (Toro Salvaje) que juzgaba romántico el estallido de un temperamento explosivo y la apasionada disculpa subsecuente. Todo esto, sin embargo, estaba reservado para alguien especial, aunque lo cierto es que él se la pasaba de flor en flor. Las mujeres eran para K trofeos de colección. Y debía saber cómo librarse de las demasiado pedigüeñas, empalagosas, locas o regaladas: era una mentalidad de “Péscalas antes de que ellas te pesquen a ti”. Insistía en que buscaba a la “elegida”, pero creo que ésta era su forma de no dar tregua a las mujeres, para que compitieran por ocupar ese puesto.

      Aun así, la abrumadora sensación que yo tenía de K era que me comprendía, que lo entendía todo. Parecía muy experimentado. Quizás esto se debía a que era mayor, o a que se mostraba más seguro que yo o cualquiera de los chicos que trataba, aunque también a que él era en cierto modo terreno conocido para mí. Percibía cierta continuidad en su naturaleza: había muchas semejanzas entre su sociabilidad, su humor de “Haría cualquier cosa por conseguir una carcajada”, y la actitud bulliciosa del lado materno de mi familia, lo cual me agradaba. En mis lluviosos años noventa de descontenta música grunge, él había aparecido con sus pantalones caquis y una radiante camiseta blanca, como salido de la costa este en la época de A Bronx Tale. Yo pensaba en cómo hacerlo reír, cómo referirle los sucesos del día. Cada canción tenía que ver con él. En un disco que compré a precio rebajado escribí Fifteen minutes with you / oh I wouldn’t say no, cita de una canción de los Smiths, y se lo regalé como tarjeta de cumpleaños.

      Justo en ese periodo de nuestra relación llegó de visita mi hermana Anya. Con sus largas trenzas rubias y su cara de niña, se veía demasiado joven para que la dejaran entrar a los bares, así que bebíamos alcohol y fumábamos marihuana en casa y salíamos a pasear y comer burritos. Nos echábamos en la sala a platicar y llorar por el divorcio de nuestros padres y los dramas de la adicción de Lucia, y le confié que estaba muy enamorada. También lloramos por eso: por el amor, la sola idea de él, que yo hubiera crecido tanto para encontrarlo. ¿Había algo más preciado en