Nina Renata Aron

Destructor de almas, te saludo


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descubríamos que, gracias a nuestra fuerza numérica, nuestra figura se había vuelto repentinamente alta e imponente. Éramos una auténtica pandilla femenil.

      Nos volvimos combatientes de un feminismo que, como el de mi madre, comenzó con el impulso de reinsertar en nuestra visión del mundo la realidad de las mujeres, específicamente su dolor. Las riot grrrls eran blancas y suburbanas —no sin razón se les criticaba que fueran una caja de resonancia de mujeres como nosotras—, pero yo apreciaba ese ambiente porque me ofrecía un nuevo lenguaje y un propósito. Las riot grrrls prosiguieron con la labor de concientización de la Segunda Ola feminista y pusieron en el candelero la narración en primera persona, que creíamos dotada de un potencial enorme, y reformularon la historia humana como un transcurso atravesado por el incesto, la violación y otros abusos de poder. Este movimiento reconocía continuamente sus propias complicaciones y las de la condición femenina —en particular la sexualidad— y daba validez a nuestra creciente impresión de que el patriarcado era no sólo algo que nos habían impuesto, sino también un sistema vivo y supurante del que paradójicamente éramos cómplices.

      Mientras abrazaba el feminismo radical, sin embargo, mis relaciones con mi familia, mis amigas y los chicos se volvían cada vez más enredadas. La amistad y el noviazgo eran absorbentes y obsesivos. Me sentía perseguida y atrapada por la intensidad de lo que los hombres sentían por mí. Y aunque aprendía de experimentos políticos colectivos, sabía que el principal proyecto feminista consistía en cultivar la autonomía, lo cual parecía inimaginable. Mi responsabilidad con mi familia excluía toda posibilidad de independencia. Había un desfase entre mi feminismo naciente y las exigencias de mis relaciones. Me descubrí totalmente incapaz de poner en práctica mis nuevos principios en mi vida personal.

      En mi adolescencia pasé horas enteras entre los altos y sobrepoblados libreros de pino de la librería de viejo de nuestra ciudad, en persecución de un título escrito por alguien que se pareciera a mí. Alguien que hubiera buscado drogas en el bolso de su hermana, en el grado de abertura de sus pupilas. Alguien cuyos padres se hubiesen visto gravemente aquejados por la preocupación. En otros siglos habían vivido muchas mujeres como nosotras, junto al azote de la adicción, atormentadas tanto por sus predecibles aflicciones como por el espectro de la muerte, su fin imprevisible y amenazante. Pensaba que debía haber una mujer madura que hubiera escrito algo sabio y conmovedor, una mujer que se hubiera sentido así en el pasado y aprendido a manejar sus circunstancias. Tropecé con un par de pésimos libros de autoayuda y compendios de una página diaria de supuesta “sabiduría”. Los muy gastados ejemplares que mencionaban la codependencia eran demasiado simples y complacientes, colecciones de quejas cuyos capítulos tenían títulos como “Cindy” o “Jessica”. ¿Esta jerga terapéutica era el motivo de que mi padre se hubiese mostrado tan escéptico de las reuniones de Al-Anon? Quizá yo no era mejor que él.

      Encontré sobre todo el yo, yo, yo del adicto, un librero tras otro de sus exuberantes, preciosos y narcisistas volúmenes. El canon de la reflexión personal y cultural sobre este mal producido por alcohólicos y adictos es enorme, variado y a menudo brillante. Me volví fanática de la bibliografía sobre la adicción. Leí Junky; The Basketball Diaries (Diario de un rebelde); Jesus’ Son (El hijo de Jesús); Bright Lights, Big City; Confessions of an English Opium-Eater (Confesiones de un opiómano inglés); Drinking: A Love Story; Postcards from the Edge (Recuerdos de Hollywood); Trainspotting, y más tarde Lit, Tweak, Cherry (Lit, Tweak, Cherry: la primera vez), Blackout, Permanent Midnight (Medianoche permanente), The Night of the Gun, Running with Scissors (Recortes de mi vida), A Million Little Pieces (En mil pedazos), How to Murder Your Life, Portrait of an Addict as a Young Man, Drunk Mom y muchos títulos más. Al final me enfadó que hubiera tantos libros y películas para “ellos” (los adictos) y ninguno para “nosotras” (las codependientes).

      No hallé lo que buscaba. Había mujeres alcohólicas, en efecto, pero ¿dónde estaban las que vivían con alcohólicos? ¿Las que cocinaban y aseaban para ellos, las que criaban a sus hijos? ¿Dónde se encontraban las madres que veían crecer a sus hijos sólo para asistir más tarde a su caída en las drogas, como le había sucedido a la mía? ¿Estaban demasiado agotadas para escribir nada, demasiado ocupadas en la comisión de sus propios errores?

      Las particulares tormentas emocionales de este cuadro fueron reunidas y llamadas codependencia, pero quienes las bautizaron así no respondieron satisfactoriamente a las únicas preguntas que a mí me importaban: ¿por qué era tan grato y tan doloroso cuidar a otras personas? ¿Por qué yo era capaz de adoptar una firme política feminista pero incapaz de vivir de acuerdo con su mensaje básico, el de que yo era una persona como cualquier otra?

      Mis padres calaron con renuencia las aguas de Al-Anon a fines de la década de 1990, cuando la adicción de mi hermana se agudizaba. La sugerencia que recibieron ahí fue en todo momento la de que “se apartaran con amor”, mostraran por Lucia un “amor exigente” y no la libraran de las consecuencias de su adicción. Después de todo, exentarla del precio de sus acciones era una forma de permisividad.

      Ninguna de estas ideas fue de su agrado. Mi padre ni siquiera ponía interés en las reuniones. Se resistía a escuchar los testimonios de personas tan diferentes con distintas maneras de entender un problema común. Deseaba un recurso de eficacia comprobada. Me gustaría un grupo para padres con educación universitaria de hijas adictas a la heroína, me dijo cuando le pedí su opinión sobre Al-Anon.

      Tal vez tú deberías iniciar uno, le dije secamente, pero era poco probable que lo hiciera. Para comenzar, la recuperación de los Doce Pasos no opera de esa forma. Se basa en la idea de resolver los desacuerdos, escuchar las experiencias de los demás y creer que, como en una iglesia, el apoyo y la salvación están al alcance de todos, sean cuales fueran su pasado o los detalles de su situación. Mis padres, además, sentían vergüenza. Si el grupo de apoyo perfecto hubiera llegado hasta ellos, llamado a su puerta y prometido no alertar a la comunidad sobre la adicción de mi hermana, quizás habrían cobrado interés. Pero no estaban preparados para presentarse como padres de una drogadicta frente a una sala repleta de desconocidos, en especial si resultaba que uno de ellos no lo era en absoluto. Vivíamos en los suburbios, ellos eran normales y respetados y nos habían educado bien. De conformidad con esta lógica —que ha estigmatizado tanto tiempo a la adicción—, el problema de Lucia nunca debió ocurrir. Su salida a la luz pública habría condenado en particular a mi madre, o al menos se habría sentido de ese modo, porque la discordia en el hogar suele interpretarse como reflejo de la incompetencia de la esposa/madre. Dado que mis padres preferían no hablar de esto fuera de la familia, decírselo a mis amigos o incluso a la orientadora escolar habría semejado una impertinencia, una pequeña traición que infligiría un grave daño a nuestro clan aun si éste no se enteraba de ella.

      Al-Anon mereció el rechazo de mis padres debido también a que su mensaje, sobre todo en esa época, era que los parientes de alcohólicos y adictos debían concentrarse en ellos mismos e impedir que su vida dependiera de los altibajos de la adicción de su familiar. Debían abandonar todo intento de manejar las decisiones y enfermedad de este último y dejar de protegerse de las repercusiones de sus actos. No obstante, era imposible que mi madre se convenciera de que debía cambiar la forma en que nos trataba y dejara de prestarle apoyo, tiempo o dinero a mi hermana. En ocasiones me irritaba que ella se agotara tanto y quería que dejara de pensar en Lucia, decirle por una vez que ya bastaba. En ciertos casos, este impulso era bienintencionado: por un tiempo creí ingenuamente que la indigencia o la cárcel harían que mi hermana reconociera la severidad de su problema y la persuadirían de desintoxicarse y mantenerse así. En otros, me movía el resentimiento: si mis padres la marginaban, yo recibiría un poco más de atención. En cualquier caso, mi madre no estuvo de acuerdo.

      En su libro The Too-Good Wife: Alcohol, Codependency, and the Politics of Nurturance in Postwar Japan (2005), la antropóloga Amy Borovoy, quien estudió a grupos de apoyo de mujeres codependientes, escribió que el “amor exigente” ejerce escasa influencia en ese contexto. “El discurso estadunidense del abuso de sustancias se basa en el lenguaje de los derechos y la autonomía”, apuntó. “Los discursos