Nina Renata Aron

Destructor de almas, te saludo


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del deseo repentino. Supe que él notaba mi torpeza. Metí el disco y la nota en una bolsita amarilla de plástico que casi le arrojé y levanté las cejas en un anticipado gesto de despedida.

      ¿Trabajaste el día de Acción de Gracias?, preguntó en tanto se abría el chaquetón de marinero y guardaba el disco en un enorme bolsillo interior. ¡Qué mal!

      Afuera, el gris se cernía sobre la avenida. Por Market pasaban autos a toda velocidad. La puerta tintineó cuando llegó otro cliente. Sentí ganas de enroscarme en ese cálido bolsillo y que él me cargara por toda esa ciudad que aún no conocía.

      No, está bien, repliqué. No tengo dónde más estar.

      Di vueltas una y otra vez a ese intercambio por el resto del día, hasta que relumbró como un tesoro, con la ilusión de que significara más de la cuenta. Compartí un cigarro de clavo de olor con Winter, la compañera gótica que siempre olía a esencia de vainilla y peinaba sus rastas en altas colitas de un rojo llameante, y le conté del hombre guapo al que había atendido. ¡Ay, por favor!, dijo sin inmutarse. No era inusual que un señor apuesto llegara a la tienda.

      Tampoco era cierto que yo no haya tenido dónde pasar la velada. Al día siguiente, de asueto para todas, embadurné de mantequilla el relleno de Stove Top con ejotes y lo compartí, junto con un salteado de tofu a la teriyaki y un six pack, con Rachel y Kat, mis mejores amigas. Llenas a reventar, más tarde nos echamos sobre la alfombra fucsia de nuestro departamento en la Fourteenth Street, drogadas, eufóricas y risueñas bajo el parpadeo de unos rosados foquitos navideños y a casi cinco mil kilómetros del hogar, lo que hacía que nos sintiéramos en el otro lado del mundo. Tres meses antes habíamos viajado en coche desde Nueva Jersey, después de que la preparatoria afortunadamente llegó a su fin. A bordo de un moribundo Honda hatchback, recorrimos la I-80 en línea recta, con algunas desviaciones zigzagueantes, para iniciar un autoimpuesto exilio de los suburbios. Habíamos trazado nuestra ruta en un atlas del tamaño de una laptop: de Nueva Jersey a Michigan, Illinois, Colorado, Utah, Nevada y California, trayecto durante el cual pusimos con insistencia el mismo surtido de casetes mezclados. Con diecisiete años y el cabello azotado por el viento de la autopista, lo único que quería era sentir la libertad del asiento del pasajero, mirarme en el espejo lateral y verme viéndome. ¿Todas las jóvenes son iguales? Contemplaba el cuadrante inferior de mi rostro, un objeto en el espejo, más cercano de lo que parecía, y que era todo piel rechoncha, brillo de labios y popotes de refresco. El palo de una paleta —Lo. Lee. Ta.— sobresalía entre mis dientes. Escribíamos postales a casa desde cafeterías que abrían toda la noche y el auto se descompuso a las afueras de Chicago, así que tuvimos que rodar en punto muerto hasta una salida que nos condujo a un taller donde Rachel coqueteó con el mecánico. La llevó a dar una vuelta en su motocicleta mientras sus ayudantes se ocupaban del coche y yo sentí una viva y extraña combinación de celos y pánico, porque ya había oscurecido. Tenía la sensación de que había hombres en cada esquina que querían hacernos cumplidos, regalarnos cosas, permitirnos la entrada pese a que fuéramos menores de edad, a lo que restaban importancia como si se tratara de una molestia, una insignificancia, nada. Nuevos mundos salían a la luz, nuevas constelaciones titilaban ya en los cielos nocturnos de nuestra mente.

      Cuando cuatro meses después volví a ver a K, me hallaba en mi otro empleo, en una tienda de regalos en el distrito de Mission. ¡La chica de Tower Records!, soltó en cuanto me vio. Lo acompañaban dos amigos, igual de guapos, arreglados y tatuados, aunque de aspecto más hosco. No brillaban como él, K me parecía luminoso. Corretearon por la tienda al tiempo que hacían bromas, llamaban la atención discretamente y flirteaban conmigo sin que voltearan a mirarme. En ese momento se escuchaba en la radio “Sitting On the Dock of the Bay”, y en la sección donde Otis se pone a silbar, K alzó un dedo en señal de advertencia, miró a su alrededor y dijo: Nadie mejor para hacer la trillada parte del silbido, lo que me hizo reír. Se marcharon unos minutos después, aunque un poco más tarde él regresó y caminó hasta el mostrador.

      ¿Es cierto entonces?, preguntó.

      ¿Qué cosa?, sonreí.

      Que no sales con quienes compran ese disco de Alice in Chains.

      Lamenté informarle que eso era totalmente cierto, pero que en este caso haría una excepción. Sólo por esta vez, le dije y anoté mi número telefónico en una de las tarjetas doradas de la tienda.

      Adoptó la costumbre de llamarme cuando salía de trabajar, a media noche. En la mesa de madera clara de la cocina, yo esperaba despierta el agudo y sonoro timbrazo del teléfono empotrado en la pared. Después hacía rodar la ceniza del cigarro por el perímetro de un cenicero de Las Vegas, donde formaba un cono gris y reluciente en el extremo encendido. Luego de fumar un poco, me acostaba junto al calefactor en el pasillo, estirando al máximo el cable del teléfono, y hablábamos dos, tres, cuatro horas. Mis gatitos subían y bajaban por mi espalda mientras yo hacía todo lo que podía para hechizarlo.

      Nuestra relación fue breve e intensa. K era apuesto, inescrutable y divertido, extremadamente divertido y algo perverso. Su cabellera parecía de los años cincuenta, ¿o era de los cuarenta? A veces era de los veinte, cuando no la había lustrado aún ni convertido en una mata oscura, revuelta y radiante digna de un poeta libertino de la margen izquierda del Sena. ¿Es posible enamorarse de un perfil del cuero cabelludo? Algunos son irregulares o poco halagüeños, pero el suyo se tendía a la perfección y se curvaba con tal exactitud de un extremo a otro de la frente que semejaba un cable que contuviera su voluminoso cabello graso y lacio. Yo quería con desesperación que me amara y sabía que no podía ser la única. Algunas personas poseen un magnetismo así. Percibía una corriente dirigida a él, casi sentía los cuerpos que se retorcían en la ciudad, la energía de tantas otras mujeres en otros departamentos que alimentaban la esperanza de que les llamara. Las imaginaba y ardía en celos, con la mandíbula tensa, aunque sabía que le gustaba. K era difícil de atrapar, pero cuando me plantaba frente a él, me miraba como a una copa de helado.

      Desaparecía unos días y llamaba, todo desenfado y determinación.

      ¿Qué haces?, preguntaba.

      ¿Qué le iba a decir? ¿Que horneaba un pastel, escribía una canción, me preparaba para salir? Cualquier cosa menos “nada”.

      Nada, respondía. ¿Y tú?, nunca se me ocurría algo más ingenioso.

      Voy a salir contigo, contestaba. Pasaré a recogerte en veinte minutos.

      La suya era el tipo de atención que sentía que debía tomar como viniera, porque era demasiado tímida y joven o porque él era intimidante, mayor y más experimentado, ¿o no? Jamás tuve el valor de preguntarle dónde había estado, por qué no me llamaba, qué quería de mí, cuántas como yo había. Ese día lo esperé afuera del departamento con una falda color vino. También me puse una sudadera negra desteñida, que decía jenn con letras de fieltro blanco en el pecho, y la chamarra de mezclilla de Rachel, con broches negros en las bolsas y que olía al humo del departamento. En la calle había trozos de aguacates caídos de un árbol, que componían manchones de un verde lima y amarillo mate en el suelo. El sol brillaba y los pájaros cantaban como símbolos de ingenuidad y felicidad en una caricatura. Viajé Potrero arriba en el asiento trasero de su motocicleta a la par que la ciudad se difuminaba junto a mí, y cuando nos detuvimos en una señal de alto en la cumbre de la colina, nos imaginé desde arriba, una vista panorámica de ambos desde un poste de teléfono. Éramos el cartel de una película tendido contra el cielo.

      K operaba con calma. En el piso de su cuarto en Oak Street, nos manoseábamos bajo la luz de cintas vhs, películas japonesas ultraviolentas, videos musicales de Morrissey, El padrino. En mi trayecto colina abajo desde Tower, una vez que terminaba mi turno, iba a coquetear con él en el bar cuya puerta controlaba, y en una ocasión resolvió un altercado frente a mí con el recurso de subir a un taxi a un universitario ebrio y agresivo. ¡Tranquilo, muchacho!, le dijo mientras le torcía el brazo en la espalda y llamaba al taxi. ¡Vete a la mierda!, le gritó el chico al otro lado de la ventanilla. K sonrió, sereno como un gángster de garito clandestino, le dijo: Te pondrás bien, amigo,