Nina Renata Aron

Destructor de almas, te saludo


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santurrón. Ahora la veía en una silla del jardín rodeada de admiradores y encaramada en las piernas de un patinador.

      ¿Eres hermana de Lucia?, me preguntó un chico poco después de esa fiesta con una expresión que resumía todo lo que eso significaba para él. ¿Qué significaba? ¿Que yo era increíble, que era una chica fácil o que al fin había ya una casa para las fiestas?

      , contesté.

      Levantó las cejas y sonrió.

      A pesar de la incertidumbre y el temor que provocaba, Lucia era lista y brillaba con una astucia envidiable, así que cuando se trataba de que hiciera algo o de que obtuviese una buena calificación, lo lograba siempre a última hora. Hacía que las cosas parecieran fáciles. A menudo se sentaba ya tarde a la mesa del comedor, cuando la casa estaba en silencio, para tomarse la molestia de hacer sus tareas, y era tan lista que las terminaba en quince minutos. Una vez despertamos y descubrimos que durante la noche había horneado dos charolas grandes de magdalenas perfectas. ¿Qué es eso?, le pregunté. Es para la clase de francés, respondió con indiferencia. Tengo que hacer una presentación. Cuando llegó el momento de que ingresara a la universidad, puso todo su empeño en que se le admitiera en Tisch, la competitiva escuela de teatro de la New York University. La noche anterior a su audición no durmió, para aprenderse el monólogo de Ofelia en Hamlet —¡Oh, Señor, Señor, era tanto el miedo que sentía!, exclamaba en la cocina mientras yo guardaba mi almuerzo— y fue aceptada, claro está. Cuanto más se sumergía en la adicción, menos comunes eran episodios como éste, a pesar de que nunca perdió del todo su magia. Esto formaba parte de lo que mantenía viva la esperanza en nuestra familia.

      Capítulo tres

      Cuando tenía cinco o seis años, le pregunté a mi madre acerca de la religión. Me intrigaban las iglesias de la ciudad, a cuyo alrededor los fines de semana se aglomeraran adinerados feligreses de cabello rubio vestidos con prendas de lino o de color gris. ¿Qué es la iglesia?, dije y me contestó que era un lugar donde iba la gente a practicar su religión. ¿Y qué es la religión?, insistí, lo que volvió necesario que hiciera una pausa.

      Un montón de hermosas imágenes e historias, respondió por fin. Algunas de ellas son horribles. La gente las ha contemplado desde hace mucho, para darle sentido al mundo.

      ¿Son verdad?, pregunté.

      No, respondió sin pestañear.

      Años más tarde cambió de piel y dejó la vida doméstica para regresar a la escuela y hacer un posgrado en historia del arte. Algo se agitaba en su interior. Meses atrás había arrancado de una revista una reproducción de una piscina de David Hockney —de un azul monocromático, más lavanda que aguamarina—, que fijó con un imán en el refrigerador debajo de un recorte de periódico que decía: “Hay otros mundos”.

      Mientras ella leía o consultaba libros, mis hermanas y yo jugábamos a las escondidas entre los pupitres de la biblioteca de Rutgers, hacíamos excursiones al bebedero en el pasillo y en el trayecto arrastrábamos sobre la alfombra nuestros zapatos deportivos con velcro para producir estática y administrarnos pequeñas descargas eléctricas. Mamá nos lanzaba una mirada severa si hacíamos demasiado ruido, y en respuesta nos callábamos unas a otras. Después de cenar, a veces nos reclutaba para que la interrogáramos para sus exámenes, con base en una enorme pila de tarjetas en las que, con su eficiente y hermosa caligrafía, había escrito nombres de pintores, y al reverso, los de sus cuadros. En mi memoria, ese cúmulo de tarjetas me llegaba a las rodillas, pero es imposible que haya sido tan alto. Algunas imágenes de sus libros —todas esas bellas imágenes e historias de ángeles, pechos y fuego— eran las mismas a las que había aludido aquel día que hablamos de religión.

      Escribió su tesis sobre la forma en que las mujeres fueron representadas durante la expansión al Viejo Oeste, y por un semestre hubo regados por toda la casa o amontonados en la mesa del comedor libros que retrataban a esas almas agobiadas. Las luchas y los sueños de las mujeres eran un tema incesante en nuestra casa. Ahí estábamos las tres hijas —patitos que daban sus primeros pasos en fila— y nuestra madre y sus tarjetas, y todas teníamos un gran anhelo de eso. En su tesis de maestría, rescatada de una caja en una de sus mudanzas posteriores a su divorcio, ella intentó reconocer la profunda vida interior de mujeres que habían sido pintadas sin consideración alguna de su complejidad y humanidad. La valerosa familia pionera fue el principal agente “civilizador” en el centro de la violenta doctrina racista del Destino Manifiesto, pese a lo cual las mujeres al timón fueron retratadas (por hombres) como desprovistas de capacidad para actuar. Muchas de ellas eran pequeñas y periféricas, meras pizcas de feminidad que representaban algo que nunca llegaban a ser. Los pintores de la frontera se valieron de la iconografía cristiana, y mi madre catalogó sus figuras femeninas como “Madonnas fronterizas”, “paridoras felices” y “cautivas”. A continuación usó la información vertida en los diarios de las pioneras para demostrar que sus experiencias habían sido intensas y difíciles. A sus desdibujados rostros y faldas azotadas por el viento añadió los detalles de su cansancio, determinación, esperanza y temor. Afirmó que poseían tanta destreza como sus intrépidos esposos cazadores, a quienes, junto con sus caballos, se les representaba siempre en acción: erguidos, dinámicos, fuertes. La tesis de mamá fue un admirable acto de recuperación.

      Crecí sobre la base de que el león no es como lo pintan. Se me educó para que viera con interés la historia de las mujeres, y en particular los espacios en los que todo indicaba que debía haber una historia de mujeres pero no había ninguna. Supongo que mi madre me preparó para que recordara que hay otros mundos; para que cuando viera a la mujer inmóvil en la ventana, me preguntara sin falta cómo había sido su vida. Crecí embelesada por anécdotas de mujeres, y en todas partes se me aparecían las manifestaciones de su esfuerzo, aun si los hombres fingían que su existencia no dependía de ese andamiaje. Sin embargo, lo que más me impresionaba era su furia.

      A los trece años, mis amigas y yo nos volvimos riot grrrls. Nos movían nuestras hormonas, nos cocinábamos en nuevas vergüenzas corporales, asimilábamos las experiencias de agresión sexual que ya habíamos tenido a montones. Emprendimos un ambicioso régimen de perforarnos, decolorar nuestro cabello y raparnos en casa. Yo leía de noche un viejo ejemplar de Sisterhood Is Powerful que me dejó pasmada. Más tarde hice un pedido del primer LP de Bikini Kill en el sello Kill Rock Stars, que oímos en la tornamesa de mis padres echadas en el futón del cuarto de estar, y nuestra vida cambió para siempre.

      Radicalizadas por correo, nos salieron diminutas garras. Hacíamos revistas electrónicas que intercambiábamos con chicas de todo el país, quienes pasaron a ser nuestras amigas por correspondencia. En relucientes sobres hechos en casa nos enviábamos dulces, juguetes, calcomanías y largas cartas donde compartíamos nuestros secretos y con las que intentábamos formar un movimiento. Pegábamos con engrudo en toda la ciudad volantes con mensajes que asombraban a nuestros padres. (“Hola, sólo quería avisarte que no voy a sonreír, callar, fingir, mentir, ocultar mi cuerpo ni guardar silencio por ti”, decía el que escribió la riot grrrl de Omaha, Ann Carroll, el cual pegamos por doquier. “No permitiré que me ridiculices, acoses, utilices ni violes una vez más. ¡Porque soy mujer y mis amigas y yo no te tememos!”) Íbamos a conciertos de punk rock, y al final armamos nuestra propia banda rebelde de tres. Conseguimos que otras bandas dieran conciertos en el consejo de las artes o en el sótano de la iglesia unitaria. Cuando la primera de nosotras adquirió su licencia para conducir, fuimos en coche a conciertos de house en Nueva York y Filadelfia, y a visitar restaurantes vegetarianos chinos por el solo gusto de salir a dar la vuelta. Dejábamos que nos creciera vello en las piernas. Esto fue antes de que se supiera que el azúcar era tóxica, antes de que cualquier persona pensara en evitar el gluten. Los alimentos chatarra eran una rebelión. Las riot no hacemos dieta, garabateé en el espejo de los vestidores con un marcador color lavanda. Nos quedábamos a dormir en casa de amigas cuyos padres fueran tolerantes, y al tiempo que conversábamos y oíamos música nos atiborrábamos de caramelos, refrescos y papas fritas, agrupábamos las gomitas por colores y hacíamos popotes con los caramelos Twizzlers para tomar un Dr Pepper. Entre las dos y las tres de