Nina Renata Aron

Destructor de almas, te saludo


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en que me llamaba, y a pesar de que era una palabra fea para un embutido indigerible, no sonaba mal. Íbamos a tomar café a North Beach y a comer sushi al Sunset y él me hacía reír a carcajadas, con un sonido alegre, chirriante y jovial que yo apenas reconocía. Un día me dijo que me acompañaría a Nueva York cuando iniciaran mis cursos universitarios en otoño, e inventamos una historia de cómo sería nuestra vida allá. Tendríamos plantas en el alféizar de un departamento en East Village y un perrito.

      Una ocasión en que veíamos el modo en que las secadoras de la lavandería hacían girar mi ropa, me dijo que había tenido cáncer, y un buen día lo llevé a St. Mary’s y aguardé a que lo examinaran para que supiéramos si había recaído. En una silla de plástico de la sala de espera me puse a hojear nerviosamente un libro y percibí de pronto la conocida carga de la responsabilidad. Sentir que sufría y se me necesitaba, que debía cumplir algo, tuvo en mí un efecto narcótico. Si estaba enfermo, lo cuidaría para que recuperara la salud. Disfruté la idea. Al final resultó que el cáncer no había regresado pero lo haría en poco tiempo; K experimentaría entonces su primera dosis de opiáceos, que alterarían el curso de su vida.

      Ansiaba dejar mi hogar y marcharme a California. Mis padres se estaban divorciando y ya habían iniciado nuevas relaciones, él —en un pequeño y avejentado departamento que tenía un colchón en el suelo y un tenedor— con un repertorio rotativo de mamás locales; ella, con Jim, un chico muy joven que conoció en el trabajo y del que sorprendentemente se había enamorado. Mi hermana menor, Anya, envuelta a menudo en el humo de marihuana de su cuarto, se las arreglaba para obtener buenas calificaciones. Iba y venía de las casas de sus amigas y los entrenamientos de hockey sobre césped con una gruesa trenza que le llegaba casi a la cintura y con sus largas piernas e inquietante aptitud para todo; parecía aparte y por encima del drama familiar. Mi hermana mayor, Lucia, había transitado de su afición a los raves de fin de semana, pródigos en drogas, a la cocaína y de ahí a una declarada adicción a la heroína; en tanto que yo, culpable, enfadada y exhausta, cargaba sus secretos como una mochila llena de órganos. Durante mi adolescencia en casa aprendí el detectivesco trabajo de la codependencia, ya que, junto con mis atemorizados padres, alimentaba la ilusión de que si dábamos con las evidencias, detendríamos a mi hermana, la salvaríamos y descubriríamos la verdad. Esto llevaba así varios años. Entra a ver si encuentras algo, murmuraba mi madre en tono de conspiración cada vez que Lucia salía o se distraía, y yo me colaba en su recámara, tan furtiva y sudorosa como un miembro de las fuerzas especiales, y hurgaba sus pertenencias en busca de una prueba de que las cosas eran como las imaginábamos y no estábamos locos. ¡No, sí teníamos razón! Minutos después regresaba con su credencial de intercambio de agujas, frascos de pastillas, pedazos doblados de papel aluminio extraídos del fondo de su bolsa y bolsitas de plástico grabadas con calaveras que contenían el fantasmal residuo del polvo blanco, todo lo cual entregaba como un perro fiel para que mi madre me recompensara con su amor. Por más que eso dejó de agradarme a la larga, me sentía muy viva y apreciada cuando se me pedía que cumpliera esa importante labor, que fuera la socia de mi madre en la resolución del delito. Siempre estuve a la altura del desafío de deducir y controlar la vida de mi hermana, de invadir su privacidad. Era un propósito justificado, una batalla de la luz con la oscuridad, del bien contra el mal. Acorralados por la heroína, sentíamos que no teníamos otra opción. Si no seguíamos la pista de los movimientos de mi hermana, nos arriesgaríamos a perderla. Su supervivencia se volvió una especie de tortuosa victoria, que creímos haber instrumentado con audacia.

      Lucia pareció desde siempre demasiado grande para nuestra ciudad. Aun de niña, estaba llamada al estrellato. Le fascinaba actuar, tanto como la emoción de todos los requisitos: ensayar, desde luego —lo que hacía con una concentración digna de Bob Fosse—, pero también reclutar y coordinar la energía de otros, reunir al público, apagar las luces y correr una sábana por telón. Cabecilla nata, hacía los programas de nuestras representaciones en la sala y los menús para nuestra cafetería en la mesa de la cocina, y una vez iniciado el espectáculo no soltaba al personaje. ¿Les traigo algo más o ya quieren la cuenta?, les preguntó un día a nuestros padres mientras retiraba los platos del “restaurante” y Anya y yo reíamos tras bastidores. ¿Desean conocer a nuestras chefs? Son hermanas, ¿saben?

      Una tarde en que nuestra abuela tomaba una siesta, nos convenció de que nos pusiéramos su ropa e hiciéramos junto a su cama una suerte de ritual fúnebre, consistente en que nos acercáramos una por una y depositáramos joyas y otras ofrendas caseras en su cuerpo dormido. Nos dirigió en silencio; hizo señas para que nos encamináramos a la cama y asintió cuando colocamos un peine y una pulsera en el pecho de mi abuelita, el cual subía y bajaba muy despacio. Se tomaba a orgullo que fuera capaz de imponer solemnidad en una sala y mantenernos como en un hechizo. Montada en la mesa del jardín con un guante de encaje y pulseras de hule que le llegaban hasta el codo, comandaba un ejército de primos y vecinos que realizaban interpretaciones fonomímicas de Madonna y Debbie Gibson. Una vez se hizo pasar por científica y encerró a Anya en la jaula de nuestro perro para estudiarla. Cuando ésta dijo que tenía hambre, le deslizó por los barrotes los pedazos de una rosca. ¡Déjala salir!, protesté. ¡No, me gusta!, repuso Anya desde su jaula.

      En cierto sentido, Anya se adecuaba mejor que yo a la intensidad de Lucia. Una habichuela con una desbordante y enredada melena misteriosamente rubia, desde muy chica reveló poseer una vehemencia desmedida. Emergía a través de un berrinche, por medio de sus besos taladrantes, en momentos en los que me prendía y no me soltaba o bajo la forma de un baile frenético. Durante un tiempo, cuando tenía cinco o seis años, cargaba con una casetera por toda la casa. Una vez, en que una amiga se quedó a dormir, irrumpió en mi cuarto y nos despertó a las seis de la mañana con una versión de “A Tisket, A Tasket”, de Ella Fitzgerald.

      A mis hermanas les fascinaba el espectáculo, y ser su comparsa, aprendiz o suplente resultaba apasionante. Lucia en particular despertaba el deseo de estar a su lado. Yo no era precisamente tímida, pero tampoco sacaba beneficio alguno de ser el centro de la atención. Me apartaba con un libro si sus juegos se complicaban demasiado. Cuando entonaban a voz en cuello canciones de teatro musical, que a sus siete y doce años armonizaban a la perfección, yo no sabía dónde cabía mi débil voz, que a menudo se perdía entre las de ellas. Serás el hombre, decía Lucia. No puedes ser Cosette, así que serás Jean Valjean.

      Naturalmente, cuanto más crecíamos, más peligroso se volvía el espectáculo. Empezamos a asistir a conciertos de punk rock en City Gardens, en Trenton, y yo veía que ella se dejaba llevar por la sudorosa multitud, que la lanzaba de un lado a otro con sus ondulaciones, y que se hundía en el mosh pit. Era el mismo arrojo y abandono que exhibía cuando nadaba en el mar. Una vez se rio mientras me confiaba que ese día había viajado en ácido durante la clase de matemáticas, y el alegre tintineo de su risa me espantó: ¿era una confesión o una provocación? ¿Ignoraba que eso me asustaría? Me di cuenta de que solía estar dopada cuando nos llevaba y traía de la escuela en el viejo Saab plateado de mamá, pero como no quería meterla en problemas le pedí que me enseñara a conducir. La distancia era corta, de apenas un par de kilómetros, y yo estaba cerca de cumplir los quince.

      Lucia era glamorosa. Se hizo muy buena amiga de una chica británica igualmente glamorosa cuyo padre era profesor visitante en Princeton y se divertían más que nadie en la escuela. Veían episodios de Absolutely Fabulous y teñían su cabello con los mismos colores que Patsy y Edina. Compraban cigarros a un metalero que rellenaba de cajetillas el estuche de una guitarra y fumaban donde lo hacían los chicos sofisticados, en el área que llamábamos Varsity Smoking. Lucia contrajo mononucleosis una primavera y permaneció en casa un mes, lapso que aprovechó para broncearse en la azotea y oír a St. Etienne en una radiocasetera enorme.

      En la única ocasión en que nuestros padres nos dejaron solas de noche, dio una fiesta en el jardín. Era verano y mis papás habían ido al norte a recoger a Anya de su primer campamento fuera de casa. Durante esa fiesta improvisada, los asistentes se multiplicaron como una nube de insectos —¿de dónde salieron tantas personas que yo no había visto nunca?—, mi novio y yo pasamos en medio del humo que envolvía a la gente y subimos a contemplar el libertinaje desde la ventana de una de las habitaciones.

      Cuidarán