Nina Renata Aron

Destructor de almas, te saludo


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y entrevistó consideraban la maternidad como algo decisivo para su identidad, y su papel de madres incompatible con el enfoque en el individualismo de Al-Anon. En el contexto de “idiosincrasias estadunidenses obsesionadas con los derechos individuales”, añadió, “existe poco margen para conceptualizar las necesarias concesiones de autodeterminación que la naturaleza social supone”. Las relaciones que amenazan o comprometen los derechos individuales y la autonomía “se juzgan abusivas o explotadoras”. Sólo “el desprecio a uno mismo, la compulsión incontrolable o un pasado familiar turbulento” podía explicar que un individuo entablara relaciones de ese tipo. Mi madre era una mujer judeo-estadunidense que había pasado casi toda su vida en la costa este de Estados Unidos y tenía mucho en común con esas madres japonesas. Practicaba el arte de la maternidad de un modo que celebraba nuestras profundas dependencias. La idea de que debía reclamar sus derechos y renunciar a la responsabilidad sobre el mal de su hija no era de su agrado y fue una de las razones de que no haya permanecido mucho tiempo en Al-Anon.

      También yo hice la prueba en este grupo. Tenía dieciséis años. Un día después de que mi profesor de matemáticas me devolvió un examen con una sola respuesta correcta y la palabra “¡Despierta!” escrita en tinta roja, un mensaje de la orientadora apareció en mi casillero. No me invitaba a que fuera a verla; me citaba a un encuentro ya programado, ante el que mi única opción era presentarme. Para entonces ya había visitado alguna vez a la enfermera de la escuela, quien exhibía en su oficina un plato lleno de muñequitos de plástico con los que prevenía contra el aborto a las adolescentes. En comparación, la orientadora me pareció muy normal, y a petición suya le describí el “ambiente en casa”. Mis padres se separaban ya en aquellos días, mi hermana era adicta a la heroína y yo estaba en medio. Había sido preciso que escuchara, absorbiera, mediara, ayudara y mitigara las cosas. Según la consejera, yo desempeñaba el papel de la “hija heroína”, alistada para reparar el maltrecho barco de nuestro hogar y resuelta a no quejarse y ser una muchacha aceptable a fin de no llamar la atención de sus padres. Madre de una de mis compañeras, me invitó amablemente a que me refugiara en su oficina cuando fuera necesario y me sugirió que probara un grupo de apoyo.

      Pese a la diversidad de la urbe en que vivía y mi ingenuidad de pensar que la adicción era un problema juvenil, el grupo al que ingresé, reunido en el salón de juegos de la iglesia, con piso de linóleo y paredes de madera, estaba integrado principalmente por señoras de edad avanzada (había muy pocos hombres). Muchas de ellas aparentaban hastío, como si hubieran pasado un siglo de inviernos en el Medio Oeste. Se presentaron una por una para dar inicio a la reunión, con nombres como Doris y Shirley. ¡Desde luego que no puedes suponer que permaneceré aquí, Shirley!, reí para mis adentros mientras estudiaba el panorama. Algunas vestían suéteres de lana y fibras sintéticas evidentemente tejidos a mano, y al menos dos de ellas sacaron de su bolsa voluminosos tejidos de los que se ocuparon durante el resto de la sesión. La sala olía a encerrado y a lubricación reciente con Old English, un aroma a cítricos químicos que permaneció en mi nariz y hacía que la arrugara al tiempo que veía a mi alrededor, con intención de percibirlo todo y una inocente sonrisa de curiosidad por si acaso alguna de esas damas me miraba.

      Tras la lectura de unos textos introductorios estándar, aquellas señoras levantaron la mano —interrumpiendo en ocasiones un incómodo silencio de decenas de segundos durante los cuales sólo se oía el chirrido ocasional de una silla— y se turnaron para hablar unos minutos de cosas que no guardaban ninguna relación con el alcohol y las drogas. Las asistentes, casi todas blancas, se referían a decisiones tan nimias como no devolver una llamada de inmediato, rechazar una invitación a comer o contener la lengua para no ofrecer a un hijo adulto una observación no solicitada sobre su boda. ¿Qué diablos tiene que ver todo esto con el tema de la reunión?, me preguntaba. La orientadora escolar me había dicho que en las juntas de Al-Anon la gente comentaba en qué consiste convivir con un alcohólico o adicto, pero yo no sabía cuál era el hilo conductor en esa sala. Si se podía agrupar en un tema lo que estas señoras señalaban, ¿cabía suponer que era la autoestima? Parecían sentirse a gusto haciendo su voluntad en vidas aparentemente monótonas e informando al grupo de tales sucesos, algo que juzgué muy dulce de su parte. Con la flagrante gerontofobia de una joven, imaginé que no tenían nada más en que ocupar su tiempo. De seguro no tenían otra cosa que hacer, así que les divertía juntarse a conversar. ¿Estaban casadas con un alcohólico? ¿Eran madres, hermanas o hijas de una persona alcohólica? Apenas mencionaban lo que las calificaba para estar ahí, a los sujetos cuya afición a la bebida las había llevado a ese sitio. En cambio, seguían un ciclo inagotable de “participaciones” sobre una inmensa constelación de conductas ordinarias, nada graves. Al final de la sesión, temerosa de que alguna de ellas me abordara, me encaminé directamente a la puerta.

      El “ambiente en casa” era mucho más dramático que cualquier cosa por la que esas damas atravesaran. Era impensable que hubieran pasado por experiencias angustiosas y que gracias a sus esfuerzos habrían terminado así de bien, con esa calma tan peculiar. Casi sin falta, cada vez que una de ellas hablaba decía algo que despertaba una oleada de risas tranquilas, y en ocasiones de genuinas carcajadas y entusiastas inclinaciones de cabeza. Al-Anon me ahuyentó pese a que asistí a algunas juntas más; dada la singularidad de cada una, se sugiere a los aspirantes que participen en al menos seis de ellas antes de que decidan si el programa les convence o no. Yo era demasiado joven, y las cosas en mi hogar muy complicadas. ¿Cómo podía alzar la mano y pronunciar el término heroína o crack? Esas tejedoras de suaves modales se habrían caído de sus sillas.

      Años más tarde, deseé haber sido inspirada por palabras de sabiduría dichas ahí, que hubiese hallado a alguien con quien me identificara o un libro apasionante que leer. En contraste, me aparté porque no creí que tuviera sentido continuar en el grupo y porque me parecía imposible trazar una línea desde la afición de un ser querido a la bebida hasta los disparates en los que esas beatas se entretenían. En esa época me interesaban la literatura, la música y la política. Era una adolescente que afinaba su sensibilidad intelectual y repudiaba el lenguaje simple, los lemas y respuestas fáciles de ese programa. De hecho, cada vez que entré en contacto con lo que entonces consideraba el complejo industrial de la autoayuda, me sentí atraída y repelida a un tiempo. Siempre había algo con lo cual identificarse en los materiales impresos, por lo común descripciones del caos emocional que acaba por normalizarse en la familia de un alcohólico, pero gran parte de ese material era tan general que al final carecía de sentido. En esos días, además, no era difícil que algo me decepcionara. En las noches leía sobre levantamientos anarquistas e instalaciones feministas, así como las letras de los iracundos discos punk que adoraba, opuestos a la guerra, el capitalismo y la televisión. En plena adolescencia, era escéptica de todo lo que se dirigía al público de masas, y en especial de algo tan ligero como la autoayuda.

      Capítulo cuatro

      A causa del derrumbe de su matrimonio, de las ocupaciones, indiferencia o depresión de mi padre, o de que yo había dependido desde niña del alud de emociones que experimentaba cuando me preocupaba y entrometía junto con mi madre, solía desempeñar el papel de un padre más en nuestra saga familiar en curso. Aún acudía a la preparatoria cuando ya me sentaba con mamá en las dos sillas acojinadas frente a la terapeuta de mi hermana para que habláramos de su caso y su plan de recuperación. Por terrible que haya sido ese periodo, río siempre que recuerdo aquella sucedánea unidad parental que aparecía sin explicación en lugares como ése. Aunque es indudable que yo parecía una niña disfrazada de adulta, eso tenía sentido en mi mundo familiar. La terapeuta, una especie de Marisa Tomei de mirada comprensiva y con la actitud pragmática de Nueva Jersey, nos miró de reojo en lo que me preguntaba: “¿No te parece raro que estés aquí en reemplazo de tu padre?”. No lo creía.

      “La codependencia tiene su origen en la inclinación, muy frecuente entre hijas de familias ‘disfuncionales’, a compensar en exceso las insuficiencias de los padres mediante la adopción de su papel y el desarrollo de una sensibilidad desmedida a las necesidades ajenas”, escribió la psicóloga clínica Janice Haaken en un artículo de 1990 titulado “A Critical Analysis of the Co-Dependent Construct”. Lo que esta autora no explicitó es que las hijas de familias disfuncionales suelen compensar en exceso las insuficiencias de uno