en los libros que yo leía, del placer que él sentía cuando me regalaba flores y me compraba discos, me asustaba hasta hacerme desfallecer y besaba vorazmente mi cuello mientras yo lavaba los trastes. La Nuca del Arrumaco, la llamábamos.
Young girls, they do get weary, wearing that same old shaggy dress, cantaba Otis Redding en “Try a Little Tenderness”. Looo-ooo-ooove is their only happiness.
Antes de K me hastié en tiempo récord de un matrimonio que debía haberme animado, que quizá pudo haberlo hecho. Me había casado años atrás bajo el débil sol de North Bay en una modesta ceremonia que se realizó en el jardín de la hermana de mi novio, ocasión para la cual, en los bíceps y antebrazos de los invitados, se estamparon tatuajes lavables en forma de un corazón envuelto en una banda con nuestros nombres. Mi madre y mi suegra se retrataron juntas, sonrieron con orgullo, juntaron sus brazos y presumieron sus tatuajes idénticos. No puedo creer que desde hoy seré tu esposa, dije en mis votos, con la vista fija en los grandes ojos aguamarina de mi prometido y tragando saliva para contener las lágrimas. En momentos así no me bastaba con un sollozo recatado; tenía que llorar en toda forma, aun si esto me producía una sensación de abatimiento. Esa noche sopló una brisa fresca. Mi esposo y yo nos dimos de comer en la boca un par de trozos de un pastel blanco de varios pisos adornado con flores, crema y fresas. También nuestro hijo tenía el tamaño de una fresa: crecía bajo mi vestido y una tanga ordinaria de encaje, mi única prenda azul, que decía la palabra novia.
Pese a que aquél fue un inicio tan promisorio como cualquier otro, no pasó mucho tiempo antes de que me sintiera emocionalmente sola y extrañara una variante del amor más desesperada, algo más desenfrenado que me hiciera sentir viva. Poco después de que K volvió a mí, reventé mi joven matrimonio a cambio de la oportunidad de compartir mi existencia con él. Tenía un hijo de dos años y una bebé de dos meses; en otras palabras, estaba loca.
K se mantenía sobrio entonces pero eso no duró. Tuvo una sobredosis y estuvo a punto de morir el mismo día en que empezamos a vivir juntos, en un minúsculo departamento subarrendado que yo había encontrado, apartado y pagado por adelantado. Tras inyectarse speedballs con su amigo Will, un adicto empedernido al que yo terminaría por conocer muy bien, éste tuvo la prudencia de llamar al 911 (proeza no menor para alguien cuya vida entera era ilegal). Los paramédicos llegaron, revivieron al paralizado K con un desfibrilador y me lo entregaron, con los chupones de los electrodos todavía adheridos al pecho. El departamento estaba lleno de cajas por desempacar. Esa noche nos acostamos en silencio; mientras yo amamantaba a la bebé, él le alisaba los pálidos mechones.
Resultó que la sobriedad no era algo que podía esperar de K. Lo que sí podía esperar (quizá lo único, por desgracia) era lo que más me importaba: protección, diversión, risa, sexo extraordinario. Beber juntos Slurpees en una esquina cualquiera dentro de mi auto era regocijo puro. Las embrutecedoras diligencias que antes habían definido mis días —ir de compras al súper, a la tintorería— con él eran extravagantemente divertidas.
Como si nos resistiéramos a la amenaza de su muerte siempre al acecho, creamos un amor de otra época. Él era guapo y yo bonita. Aprendí a preparar las recetas de su madre. Decorábamos el árbol de Navidad, cambiábamos pañales, hacíamos fiestas, teníamos noches para los dos solos y las de los miércoles sacábamos la basura a la calle. Las tradiciones que inventamos o adoptamos nos resguardaban como un bastión contra el caos en que vivíamos. Y por largos periodos nos las arreglamos sin dinero, sin dormir, sin la aprobación de nadie, únicamente con amor. Lo único que existía para nosotros era ese amor inadecuado, estúpido y ciego, un sistema solar con sólo dos planetas que confería un mito y significado a nuestra vida.
“Te amo como se aman ciertas cosas oscuras, secretamente”, escribió Neruda.
Cada vez que podíamos, dedicábamos todo el día a coger, en cada permutación concebible de ese acto, y más tarde en un apacible misionero durante el cual él me cubría con su cuerpo como si fuéramos compañeros de armas y estuviéramos tendidos junto a una granada. Al principio era verano y el sexo con K era sexo de verano, nutrido por el sol, seco y sucio. Olíamos a cadena de bicicleta, a lo industrial, metálico y dulce que pasaba entre nosotros cuando mordíamos nuestros labios, a jugo de piña y heroína. Me encantaba que él fuera rudo, su expresión cuando yo ponía ojos de Bambi y me congelaba de miedo. Me sentía querida y me portaba como un venadito. Luego me dormía bajo su musculoso brazo, como atada por una cuerda muy tensa.
Las noches de entre semana me mostraba complaciente y, cubierta con un fondo vintage color durazno, llegaba una y otra vez de puntitas hasta el congelador, donde refrescaba con hielo nuestras bebidas y servía un par de dedos más. Bailábamos despacio bajo las sombras mientras los niños roncaban en sus camas y la lavadora de trastes se bamboleaba. La lujuria aligeraba el trajín del día. ¿No es éste el sueño de toda madre joven?
En ocasiones nos dopábamos, veíamos retransmisiones de Chopped, el programa de concursos para chefs, y él me hacía reír tanto que me orinaba. Nuestras carcajadas habrían convencido a cualquiera de que no hacíamos otra cosa que travesuras.
Quince años antes de que su sangre salpicara las paredes de nuestro baño, nos conocimos el día de Acción de Gracias de 1997 en el Tower Records de San Francisco, en la esquina de Market y Castro, en cuyo turno de salida yo trabajaba de las cuatro de la tarde a la una de la mañana en compañía de una variopinta cuadrilla de descontentos que ganaban el salario mínimo. Pasábamos el tiempo gastándonos bromas o usando el rotulador o fragmentos de hule espuma del departamento de diseño, con los que hacíamos divertidos letreros y pequeñas obras de arte. Del titular de una de las revistas porno que vendíamos, recorté las palabras Barely Legal y las pegué en lugar de mi nombre en el gafete de plástico amarillo que colgaba de mi cuello, simbólica muestra de rebeldía que lo dice todo acerca de mi adolescencia. Deseaba a los hombres, pero más todavía que ellos me desearan a mí. Me aplicaba cremosos labiales de colores malvas, borgoñas y rojos subidos, peinaba mi negra melena en una alta cola de caballo y practicaba a diario mi manera de andar, el firme y malicioso vaivén de mi trasero en forma de corazón mientras subía las escaleras a la oficina. Lo del gafete era un acto de interpolación, un modo de insistir en que cada desconocido que llegaba me viera de cierta manera. ¡Bienvenido, estoy lista para que me cojas! Pero no todo era promoción. Barely Legal era cierto en un sentido literal: dos semanas antes había cumplido dieciocho años.
Las jornadas de trabajo en Tower se interrumpían con los recesos para fumar, cuando me recargaba en el pasamanos rojo afuera de la tienda a fumar Mediums de Marlboro cuya ceniza arrojaba en una maceta gigante. En ocasiones avanzaba por Market hasta la librería, donde le hacía ojitos al empleado, o hasta Sweet Nothings para comprar un café y una rebanada de pastel de manzana que picaba durante el resto de mi jornada. Aunque en el trabajo era sociable, una vez sola y afuera me sentía tímida, incómoda, desprotegida. Me sentía joven. Hacía frío. En California me helaba siempre. Usaba mallas y botas y bajaba las mangas de mi suéter hasta las manos, de forma que oprimía las teclas de la caja registradora con las puntas expuestas de mis congelados dedos al tiempo que me mecía sobre las puntas de los pies, a causa del frío y la ansiedad. Fue así como me encontró.
K iba peinado con un negro y abundante copete italiano, vuelto hacia atrás con brillantina Tres Flores —tan grasienta como la vaselina— que dejaba a su paso una fastidiosa estela de geranio y petróleo. Alto, delgado, pulcro y bello, tatuado por todas partes con sagrados corazones y la letra de canciones de los Smiths, entró a la tienda y compró el cd Dirt de Alice in Chains. Los ojos se me incendiaron en cuanto lo vi.
Mi ropa o mi actitud, la displicencia clásica de las empleadas de las tiendas de discos, le hizo saber que reprobaría su elección; me esmeraba en proyectar la apariencia de alguien con un visible interés en cosas más profundas. Caminó hasta la caja con la defensa ya lista. Atravesé la ciudad para que nadie me reconociera cuando comprara esto, sonrió mientras le cobraba. Yo también sonreí y lo miré con escepticismo.
Voy a visitar a mi mamá, continuó, y necesitaba algo para oír en el camino, pero ahora siento vergüenza.
No es para menos, le dije. Este disco