papá abandona (aún más) el cuadro y una hija ocupa su lugar. Los cuidados requeridos por la adicción tienen un componente de género, y en consecuencia no están debidamente reconocidos.
Asumí el papel de mi padre. Esto semejaba una extensión natural de algo que yo ya era, una sensible hija intermedia a la que le entusiasmaba invariablemente que se le diera acceso a las complejidades de los dramas humanos y se le invitara a explayarse en estrategias de pacificación. Al parecer, esto era útil —de hecho crucial— para mi familia. La incesante repetición del ciclo dramático de la adicción me concedió suficiente experiencia para que viese mi conducta de otro modo y percibiera que podía ser dañina o autodestructiva. En ocasiones reparaba al instante en que hacía algo sin sentido; sabía, por ejemplo, que era vano y hasta cruel que acusara a mi hermana de drogarse o que le dijera que causaba un dolor enorme a nuestros padres, pero ignoraba cómo corregirme.
La depresión anidó en mi mente. Creía que esto les sucedía a todos —¿acaso no todas las adolescentes lloran a diario?— cuando obviamente no era así. El intenso temor de que mi hermana muriera pronto, parte de una caótica serie de ansiedades entrelazadas, empezó a prevalecer en mi vida emocional. Describía como un nido de serpientes una sensación que ahora reconozco como el principio de un ataque de pánico. Era una espantosa combinación de náusea, envidia, furia y miedo, la fusión de todo lo malo que había visto y lo que únicamente podía imaginar. Ese nido de serpientes era trauma y hormigueo: drogas, sexo y muerte, un espacio mental en el que veía las cosas en patrones para notar después que el patrón se movía y se develaba como una celosía de abejas, gusanos o anguilas que se arrastran en la oscuridad.
Años más tarde, cuando mi primogénito entró al jardín de niños, confié a mi madre que me dolía imaginarlo en el mundo, donde experimentaría el tedio y las humillaciones de la vida. No es grato amar tanto a alguien, le dije. Aunque ella conocía el sentimiento que describí, me alentó a disfrutar esta inocente reiteración de ese fenómeno. Verlos crecer es doloroso, pero también estupendo. Éste es el momento más bello de su vida; gózalo mientras es chico.
Tienes razón, le dije.
Cuando los hijos son pequeños, sus problemas lo son por igual. Crecen juntos, agregó, en un modo entre despreocupado y ominoso que utiliza cada vez que imparte sabiduría imperecedera.
Para el momento en que concluí la preparatoria, nuestros problemas eran enormes, de adultos. Aún veía a mis padres como un par de jóvenes enamorados —en ellos había habido siempre algo apacible y desenvuelto— y el final de su historia de amor cayó sobre mí con un peso aplastante. La casa se vendió. La pobre de Anya tuvo que vivir sola durante el resto de la preparatoria, a salto de mata entre los departamentos de nuestros padres. Perdida en las drogas, Lucia vivía en Brooklyn con Lorenzo, su novio, un joven encantador y apuesto que era también lo peor que puede haber: un drogadicto con dinero. Quizá la adolescencia es así y punto. La fantasía de nuestra infancia había sido una quimera, y la denuncia de su artificio, de las numerosas falsificaciones que entrañó, constituía un desengaño, el estallar de una burbuja, un alfiler en un cúmulo de globos de helio que flotaban absurdamente en el aire y que contenían las convicciones de mi niñez sobre la bondad esencial del mundo. Pum. Pum. Pum.
Quería correr. Lo hacía en la cancha de futbol hasta que las piernas me temblaban y me sentía desfallecer, y bajo el fresco crepúsculo posterior al entrenamiento una compañera de último año con licencia para conducir me llevaba a casa, donde devoraba todo lo que se me ponía enfrente. Si deseas sentirte bien, haz ejercicio, me decía mi depresivo padre, quien había practicado ese deporte en su juventud. Me animaba desde un costado de la cancha y le satisfacía visiblemente que jugara bien. En mi último año fui la capitana del equipo. Aunque era sociable y cordial, la tristeza me embargaba muy a menudo. Quería mucho a mi familia —era mi hogar, mi corazón—, pero la casi perversa cercanía de nuestra tribu, uno de los factores de nuestro optimista encanto durante mi infancia, había acabado por sofocarme. Cuando terminé la preparatoria, soñaba con espacios reducidos y menos radiantes que me pertenecieran por completo, cuanto más llenos de libros y semejantes a búnkeres, mejor. No me gustaba que me vieran. Lo único que quería era un silencio acogedor: una fantasía de distancia de las redes de responsabilidad en las que ya me sentía perturbadoramente atrapada. Me repetía que si lograba huir y echaba a andar mi propia vida, me sentiría bien. Así, enrollé una docena de camisetas, las metí en la vieja maleta azul pastel de la tienda de descuento de la Route 73 y me marché.
La oscuridad de San Francisco era muy distinta a la de la costa este que yo conocía, quizá porque mi costa este siempre había estado muy circunscrita, conforme al designio de mis padres. Era una jovencita de los suburbios que viajaba periódicamente a la ciudad con propósitos edificantes. Cuando íbamos a Nueva York o Filadelfia, atravesábamos los barrios bajos, aunque sólo de camino a las colonias elegantes, donde comíamos, visitábamos a la familia o veíamos obras de arte. O bien mi padre, quien era periodista y conocía cada centímetro cuadrado de Nueva Jersey, nos llevaba a viajes de ida y vuelta al Ironbound de Newark para que comiéramos paella, o a las bodegas del mercado oriental en Paterson donde se conseguía el mejor hummus. En la costa este te enteras, si es el caso, de que estás en una mala situación o en un barrio terrible. En un sitio así, las cosas son diferentes, se sienten de otro modo. La gente te mira distinto. Alguien podría preguntarte sin rodeos qué haces ahí, si te perdiste. En California, en cambio, todo era demasiado bello, el cielo más grande. Los parques industriales proyectaban un aspecto funcional, no echado al olvido como en Elizabeth, Linden o los muelles de Brooklyn. Aun el deterioro poseía una belleza matizada, y el sol del atardecer derramaba una luz caramelo sobre las casas azul pastel y rosa malteada. El peligro era entonces indiscernible para mí, no podía descifrar las calles. Y la amenaza que moraba en ellas se sentía menos criminal, más psicótica. En la década de 1990, San Francisco tenía una vibración estilo Manson peculiarmente siniestra, la prolongada resaca de los distantes y asquerosos hippies, quienes se habían metido demasiado ácido y estaban reducidos ahora a un ejército desaliñado con prendas de apagados tonos del arcoíris, ojos desvaídos y caras curtidas. La paz y el amor se habían avinagrado. San Francisco, Oakland, Berkeley y hasta Marin eran lugares en los que podías conocer a alguien, sumergirte en una conversación y no darte cuenta durante veinte minutos de que estaba más loco que una cabra. La completa demencia de una persona era una revelación que emergía de manera lenta e informal, lo que la volvía más estremecedora aún.
La ciudad parecía asimismo recién devastada por el sida, el terror que agitaría mi juventud. Por todos lados había rostros con la sombra del dolor y la enfermedad, y en muchos sitios prevalecía una sensación de trauma. La calle Castro, donde yo pasaba casi todo el tiempo, era una suerte de cementerio, asediada como estaba por vidas que se habían extinguido rápida, dolorosa y absurdamente. Yo trabajaba entre jóvenes que habían perdido a su grupo de amigos.
Cuando Rachel, Kat y yo llegamos a San Francisco, fuimos recibidas por una querida amiga de mis padres, quien nos instaló en la sala de su casa, en las neblinosas Avenidas. En una calle donde predominaban las residencias pintorescas estilo Doelger de colores pasteles, la suya —pintada de negro con molduras rojas— era un oasis gótico, el lugar perfecto en el cual caer. En las mañanas estudiábamos los anuncios clasificados en la cocina, de un vivo color salmón, hacíamos llamadas telefónicas y después viajábamos por la ciudad en busca de un departamento, y nos volvíamos fugazmente presentables para brillar y sonreír en entrevistas de trabajo de veinte minutos en pos de un empleo en servicios o ventas. Desdoblábamos y volvíamos a doblar nuestro mapa hasta una docena de veces al día. Al final hallamos un departamento de tres recámaras en Fourteenth Street, entre Guerrero y Valencia, que nos costaría al mes cuatrocientos dólares por persona, y cada una consiguió aparte dos empleos.
En ese tiempo no había aplicaciones para meditar ni aguas de carbón activado. Para que nos sintiéramos sanas y llenas de vida, comíamos ensaladas repletas de germinados, alubias y aguacate, bebíamos smoothies de frutas dulces y hacíamos largas caminatas, durante las que examinábamos las diferencias culturales entre este espacio y nuestro lugar de origen, algunas de ellas menudas y discutibles y otras lo bastante llamativas para ser explicadas en detalle a lo largo de varias manzanas. La música punk