Nina Renata Aron

Destructor de almas, te saludo


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tranquila y estaba bajo mi mando. Tener a mi cargo un pequeño y oscuro establecimiento, semejante a lo que mis padres llamaban una “tienda formal”, era divino. Leía, escribía cartas a mis amigos de la costa este y entradas de mi diario y me recargaba largas horas en la vitrina, que contenía la burda y pesada joyería de plata que no atraía a góticos ni a hippies. Lo importante era que controlaba el estéreo y ponía música acorde con mi estado de ánimo. En la preparatoria había cultivado una presunción musical de alarde casi machista que se acentuó cuando entré a trabajar a Tower, de donde robaba un montón de álbumes de soul, blues y rock alternativo para ponerlos al día siguiente en el reproductor de cd de la tienda de regalos. Encendía incienso y dejaba que los sonidos me envolvieran mientras satisfacía mis humores pasajeros. Jamás supe si el hombre pálido de cabello teñido de negro al que veía conseguir droga en la esquina de la Sixteenth y Guerrero era Elliott Smith o si yo quería que lo fuera porque ponía su disco Either/Or casi a diario y sentía que mi corazón se contorsionaba de acuerdo con las profundidades de la angustia y el tormento que oía en él. Pensar que compraba drogas a unos metros de mí cuando fumaba un Parliament en la puerta, protegida de la sesgada y estrepitosa lluvia, era demasiado. Tomé esto como tomaba todo: como una confirmación de la tristeza del mundo, una señal de que estaba hecha más que nada para la melancolía.

      Ese año El Niño asoló la zona de la bahía de San Francisco y llevó consigo inesperados torrentes, avalanchas de lodo y largos, sombríos y monocromáticos días de lluvia. Cuando pienso en ese año, recuerdo la losa gris oscuro del cielo como el techo demasiado bajo de un departamento horrible. Llovía a cántaros, con gotas enormes que alternaban con una interminable llovizna ambiental, así que la neblina enredaba mi cabello hasta que lo rizaba y exponía la verdad de mi condición judía y mis caireles. Detestaba ese clima por eso. La penumbra se adaptaba perfecto a mi infelicidad. Era apropiadamente agotador que tuviera que arrastrarme de un empleo a otro con pantalones negros ajustados bajo la lluvia fría y tintineante que amenazaba a mi delineador de ojos y mi peinado fijo con pasadores. Durante cuarenta y tres días no paró de llover. Como no salíamos a la calle, nos aburríamos. Miriam, hermana de Rachel, llegó de visita, y con ella hacíamos tarjetas de san Valentín en el piso de la cocina. Otra de nuestras mejores amigas, Miranda, vino de la costa este y, atrapadas en casa, jugábamos con el maquillaje, nos probábamos los vestidos de gala que Kat había hurtado de la tienda de ropa antigua en la que trabajaba —rígidos cilindros de crinolina similares a tubos, de un lavanda pálido, verde pistache y azul celeste— y nos tomábamos fotos con una Polaroid. En eso consistía el ocio para nosotras: en que nos recostáramos sobre el sillón, lleno de pelos de gato, con elegantes vestidos robados de segunda mano y bebiéramos con labios de rubí de altas latas de cerveza o, mejor todavía, de envases de más de un litro. Miranda ofrecía el aspecto de una muñeca regordeta de mejillas sonrosadas. Tenía sangre griega e irlandesa pero parecía asiática y angelical y se peinaba con dos chongos altos al estilo de Björk. Nos dejó pasmadas cuando se probó el vestido strapless blanco con una aplicación de flores azul turquesa que semejaban puntos de merengue. En tanto la lluvia torrencial perforaba el tejado, la fotografié al teléfono mientras ordenaba chow mein para comer en casa.

      Pero entonces, como la gran revelación luego de un cambio de escena en una película, llegó un día soleado. Fue así como nos enteramos de que lo increíble de San Francisco está en esas ocasiones de brillo redentor, los días en que la niebla “se quema”, como dicen, y da paso a un sol penetrante, casi perversamente jubiloso. Los neoyorquinos afirman en broma que sostienen una relación abusiva con su ciudad. En San Francisco entendí eso. Golpeadas sin cesar por las nubes y la lluvia, un sol fulgurante se disculpaba de súbito con nosotras. Esto es lo que esa ciudad hace mejor: tras una borrascosa serie de días helados y de un gris plomizo, te convences de que la vida es un desastre, y cuando menos te lo esperas y más lo necesitas, el cielo se abre de golpe y revela un fulgor cristalino con una luz casi sonora, que se refleja en todo y seca al aire los pálidos edificios empapados. Este truco de magia me maravillaba siempre. El gris no cedía su lugar al sol hasta mediodía, y en el distrito de Mission la ciudad —las partes que nos importaban, donde estaban los jóvenes— volvía a la vida. Los punks de las cafeterías salían de sus hogares y los cantineros exprimían limones en jarras de bloody mary. En nuestros días libres nos enroscábamos en los preciosos tramos de luz que entraban a raudales por las ventanas del cuarto de Rachel, sobre la colcha que aún olía a su casa de Nueva Jersey. Pese a que nunca hacía verdadero calor, cuando el sol salía poníamos hielo en nuestro café y fumábamos cigarros en la ventana, y después íbamos a Dolores Park a patear una pelota.

      K era un maestro del arte de la seducción por medio de cintas mezcladas, y un par de semanas después de que iniciamos nuestro noviazgo me hizo una que permaneció en constante rotación hasta que la perdí. Pero conservé el estuche, adornado con fotos adhesivas en las que un diminuto K aparecía suspendido en una galaxia lustrosa y oscura. Una tarde gris hizo sonar las campanas de la tienda cuando llegó a visitarme y su repentina presencia cambió de inmediato la energía del pequeño lugar, e incluso la estructura de las células de mi cuerpo. Todo adoptó la posición de firmes. Faltaba una hora para que mi turno terminara y a continuación haría un largo receso antes de entrar a Tower. Si él me esperaba, quizá saldría el sol y, doblando la esquina, podríamos ir a comprar un vaso de agua fresca de sandía. Muy bien, dijo, rodeó la vitrina, invadió mi pequeño espacio exclusivo para empleados y me besó con resolución. ¿Qué debíamos hacer hasta entonces?, me besó de nuevo, esta vez con más firmeza aún. Esto era lo que se entiende por “mariposas”, como una película de John Hughes. Muy despacio, consciente de mi dorso, mi trasero y mi falda, caminé hasta la puerta, la cerré con llave, di la vuelta al letrerito de abierto y guie a K a la bodega del fondo, donde tuvimos un rápido y jadeante encuentro sexual sobre una pila de cajas llenas de sujetalibros de cerámica envueltos en papel de seda y que, en forma de manos unidas en oración, yo desempacaría sonriendo al día siguiente.

      Tal como deben hacerlo los jóvenes, yo coleccionaba experiencias, las examinaba de revés, las superponía unas con otras, las comparaba. Y entonces llegó esto. La sensación de mi cuerpo al tensarse mientras la inmensa mano tatuada de un hombre (¡una mano tatuada!, eso no era muy común en los años noventa), su calor animal, se posaba en mi cintura y con un suave movimiento de dedos me empujaba para besarme. Mi vida empezaba al fin.

      Es difícil recordar la clase de placer que sentía durante un episodio sexual. Cuando era joven, siempre se me complicaba saber si disfrutaba de la experiencia o nada más me sentía deseada, lo que en ese tiempo era casi todo. Como las demás actividades atrevidas de mi existencia, el sexo producía una intensificación vaga, una excitación que era puro nerviosismo, el escalofrío del miedo y la incertidumbre. Era la misma estremecedora sensación de riesgo que me procuraba el punk rock, cuando veía tocar en vivo a ciertas bandas o cuando, en octavo grado, compré un casete de la banda Dayglo Abortions titulado Feed Us a Fetus y en cuya portada Nancy y Ronald Reagan sonreían frente a un platón con un bebé ensangrentado. Me gustaba que mi corazón se acelerara, esos simbólicos y privados actos de romper moldes, momentos en los que pensaba: ¿Tengo autorización para hacer esto? Me sentía levemente enferma cuando, sorprendida, me daba cuenta de que sí podía hacerlo, de que en realidad podía hacer lo que quisiera. Estar con K tuvo siempre esta cualidad salvaje. La ciudad la tenía. Quizá mis amigas y yo sólo teníamos dieciocho años y tiempo de sobra, y cuando salíamos de trabajar no había nada que nos reclamara, ni tareas ni entrenamientos de futbol ni padres. Esas horas de libertad eran como dinero extra que nos quemaba las manos. Ansiábamos tener dificultades, nuestra inminente edad adulta era un resfriado que deberíamos cuidar. Ahí vertíamos caramelos, cocteles, chicos, viajes a la playa y recorridos cortos en los que rogábamos que el pequeño Honda subiera las pendientes empinadas y sin barras de contención. Nos encariñamos con los sabores peculiares del mal arte del área de la bahía que se exhibían por doquier con aires de seriedad e íbamos a los grandes museos y veíamos buen arte, y al cine Roxie cuando salió Kurt & Courtney, y a las drag queens que serpenteaban por los acordonados accesos enfundadas en baby dolls y lápiz labial de ponche de frutas. Fumábamos hierba de la costa oeste, ofrecida en frescos y húmedos racimos de los que podías arrancar una pieza como si desprendieras un trozo de un pan. Igual que la flora y los productos del campo de California,