lo tomaré como un halago.
Ella se puso colorada y le dio un ligero manotazo en el pecho.
–Sabes muy bien lo que me estabas haciendo…
–Te ha gustado el beso –afirmó él.
–Eso es evidente –se contoneó contra él–. Mi cuerpo te responde por sí solo. Así que dime, ¿intentas seducirme?
Lo que resultaba evidente, por desgracia, era que no podía seguir así. Necesitaba un acercamiento más sutil y romántico.
–¿Quién ha dicho que un beso tenga que llevar necesariamente a la cama? –ella parpadeó con asombro–. ¿Qué? –la sacó de la pista de baile, lejos de los altavoces–. ¿No estás de acuerdo?
–No he dicho eso –se apresuró a aclarar ella–. Simplemente, esperaba otra cosa de ti. Al fin y al cabo, eres un hombre.
–De eso puedes estar segura.
–Ya lo sé –movió ligeramente las caderas contra su erección.
–Me gusta besarte –murmuró él, rozándole provocativamente los labios. Además de placer también le provocaba un sufrimiento casi insoportable, pero eso no iba a decírselo.
El gerente de la empresa, Ash, pasó junto a ellos para bailar con su novia, una estudiante de Derecho. ¿Había olvidado Ash que tan sólo tres semanas antes, allí mismo, en el Rosa Lounge, él y Jason se habían declarado solteros consumados? Aunque en el caso de Ash ya tenía un matrimonio fallido a sus espaldas.
Jason se tocó la alianza y se recordó la importancia de tener paciencia. Si quería que Lauren se quedara en San Francisco tenía que actuar con delicadeza. Ya habían probado el sexo sin más y la cosa no acabó muy bien para él.
No cometería el mismo fallo dos veces.
–¿Quieres que subamos a Twin Peaks para disfrutar de una romántica vista de la ciudad? –le susurró a Lauren al oído–. Te prometo que no intentaré sobrepasarme en nuestra primera cita.
Ella respondió con una carcajada.
–Puede que no te hayas dado cuenta, pero tú y yo ya nos sobrepasamos una vez.
–Te aseguro que no lo he olvidado –esa vez quería mucho más, y para ello debía ceñirse a su plan–. Supongo que eso descarta que podamos enrollarnos esta noche. Qué lástima…
Lauren lo miró con el ceño fruncido.
–Estás muy raro esta noche, Jason. No sé qué quieres ni qué…
–Shhh –la hizo callar con un dedo en los labios–. No te he pedido que nos acostemos. Soy publicista, ¿recuerdas? Tienes que prestar atención a mis palabras.
Se apartó y la besó en la mano, antes de soltarla.
–Gracias por un baile tan agradable, señora Reagert. Pensaré en ti toda la noche… en mi sillón reclinable.
Dos noches después, Lauren intentaba mezclarse con el resto de invitados en la fiesta de Maddox Communications. Por muy confusa que estuviera con su situación personal, aquella fiesta le recordaba todo lo que le gustaba de su trabajo, y disfrutaba mucho charlando e intercambiando opiniones con los pesos pesados del mundo de la publicidad.
Pero también aumentaba su frustración, pues le recordaba los motivos por los que quería y necesitaba volver a su trabajo en Nueva York. Entre ellos, el creciente deseo que sentía por Jason, quien no hacía más que volverla loca con sus caricias ocasionales y besos por sorpresa.
El grupo de música había estado tocando swing durante la cena, pero ahora interpretaba temas de rock clásico y las parejas empezaban a bailar. Lauren no estaba segura de poder resistir otro baile con Jason. El problema era que no sólo se compenetraban en la pista de baile. Con todo el revuelo de los últimos meses casi había olvidado el formidable equipo que formaban Jason y ella. La fiesta de esa noche se lo había recordado.
La cena había acabado y las parejas empezaban a bailar. Moviéndose al ritmo de la música, se dirigió hacia la barra para pedir otro vaso de agua con lima mientras respondía a las felicitaciones que le llegaban por todos lados. Por primera vez aquella noche, Jason y ella estaban uno a cada lado de la sala, pero en todo momento sentía cómo la seguía con la mirada. El vestido de satén cobrizo crujía suavemente alrededor de sus piernas. Cada roce era una tortura para sus agudizados sentidos, y el corpiño bordado le resultaba repentinamente incómodo. Y todo lo provocaba Jason con su mirada.
La fiesta se celebraba en un lujoso club náutico con vistas a la bahía de San Francisco, y a través de los grandes ventanales se podía ver el Golden Gate entre la neblina. La cena había sido servida por el restaurante Postrio, propiedad del afamado chef Wolfgang Puck, y gracias a la eficiente secretaria de Brock la organización había sido impecable hasta el último detalle.
Al crecer en Connecticut, Lauren había conocido a muchos políticos y familias influyentes, pero aun así estaba impresionada. Maddox no había escatimado en recursos.
Tenía más hambre que nunca y podía comer lo que quisiera, desde mero de Alaska rebozado a tarta de ciruelas. Lamentó no tener a mano una bolsa bien grande para llevarse algunas de esas exquisiteces a casa. La idea de repetir el picnic frente al fuego era sumamente tentadora, pero apartó rápidamente el recuerdo de su mente.
Tomó un sorbo de agua con lima. Aún no podía beber alcohol, pero el salón estaba impregnado con el aroma de los mejores vinos de California.
–Señora Reagert –la llamó alguien por detrás–, ¿puedo servirle otra copa?
Lauren miró por encima del hombro y descubrió con sorpresa que la oferta no venía de un camarero, sino del mismísimo Walter Prentice. Al parecer, hasta el ultraconservador cliente de Jason disfrutaba del buen vino de vez en cuando.
–Gracias, señor Prentice. Me disponía a pedir otra.
–Deje que yo me encargue de eso –chasqueó con los dedos y un camarero apareció como por arte de magia para recibir la orden y servirle otra copa a la esposa de Prentice. La pobre mujer parecía necesitar un trago para levantar el ánimo. Su marido la colmaba de atenciones, pero las arrugas de la frente y el ceño fruncido insinuaban que Angela Prentice no estaba tan satisfecha como él.
Lauren aceptó la copa de burbujeante agua con lima que le ofrecía el camarero y sonrió, agradecida.
–Brock Maddox parece tener un buen equipo a sus órdenes. Me costó decidirme entre ellos y Golden Gate Promotions, pero me alegra trabajar con un grupo de jóvenes ambiciosos.
Lauren miró a su alrededor.
–Aún estoy intentando conocerlos a todos, pero la verdad es que han sido muy cordiales.
Asher Williams, el gerente, dejó su copa vacía en una bandeja y llevó a su novia a la pista de baile. Gavin Spencer cambiaba el peso de su enorme masa muscular de un pie a otro, tirándose del cuello del esmoquin mientras escuchaba a una ejecutiva de una compañía de móviles.
Angela Prentice tocó ligeramente el brazo de Lauren.
–¿Puedes repetirme tu nombre, querida?
–Lauren Presley… quiero decir, Lauren Reagert –sonrió–. No crea que soy familia de Elvis.
Walter se echó a reír.
–Supongo que se lo preguntarán a menudo.
–No se imagina cuánto –pensó en lo que sabía de Walter Prentice y recordó lo más importante: para aquel hombre, la familia lo era todo–. Mi familia es de Connecticut, bastante lejos de Graceland.
–Me encanta Connecticut. De hecho, tengo una casa en la costa –seguramente tenía casas por todo el mundo–. ¿Conoció a Jason en Nueva York?
–Tengo una empresa de diseño gráfico. Jason y yo colaboramos en algunos proyectos y a partir de ahí se forjó nuestra relación