cómo se podía compaginar la vida laboral con la personal, especialmente en el mercado actual, tan despiadado y competitivo. El éxito cobraba un nuevo significado para él ahora que tenía una esposa y un hijo en camino.
Gavin le dio una palmada en el hombro.
–¿Qué haces todavía aquí? ¿No deberías estar con tu mujer?
–No vayas a mirar mis informes mientras estoy fuera –respondió Jason, medio en broma, medio en serio.
–Jamás se me ocurriría –le aseguró Gavin, aunque su expresión decía todo lo contrario. Al fin y al cabo, era ese carácter competitivo lo que mantenía a Maddox Communications en la cresta de la ola.
Jason se giró en el sillón para apartarse de la mesa, impaciente por ponerse en marcha. Normalmente ni se le pasaría por la cabeza ausentarse del trabajo, pero tomarse la tarde libre el día después de su boda tampoco le parecía tan descabellado. En realidad, lo extraño sería no hacerlo. No en vano, su objetivo era conseguir que Lauren y el bebé se quedaran en San Francisco y, para ello, tenía que hacer algunos cambios en su vida.
–Hoy me marcho antes –anunció–. Lauren y yo estamos planeando la luna de miel para más adelante. Ella entiende que lo primero es culminar la operación con Prentice, y de hecho está deseando conocerlo en la fiesta.
Brock lo miró con ojos entornados.
–Quizá tengamos ocasión de conocer a tu mujer en un ambiente más informal… en el Rosa Lounge, tal vez, para tomar una copa después del trabajo cualquier día de esta semana.
–Hablaré con Lauren y te lo haré saber.
Brock asintió brevemente.
–Parece que has conseguido una buena joya… y encima es una mujer de negocios.
–Gracias. Lauren es una mujer muy especial, y le estoy muy agradecido por haber venido conmigo a California. No podemos olvidar que tiene su propia empresa en la Costa Este.
Le había prometido a Lauren que podría volver a su vida en Nueva York en dos semanas, pero no estaba dispuesto a renunciar a ella tan fácilmente.
¿A ella?
No se trataba de ella, sino de su hijo. De ser un padre de verdad, algo que su propio padre jamás fue para él ni para su hermana. De… Se sacudió mentalmente. No podía seguir engañándose a sí mismo. Quería que Lauren se quedara en San Francisco. Quería compartir con ella no sólo su cama, sino también su vida. Le parecía la compañía perfecta, y ya habían demostrado que podían ser amigos y compañeros de trabajo.
Y también amantes.
El lugar de Lauren estaba en California. Él podía ayudarla con su trabajo, con su familia y con todo lo que se pusiera por delante. En San Francisco podían tenerlo todo. Lo único que debía hacer era convencerla.
Bien pensado, tampoco debería ser tan difícil. Ella también sentía que había química entre los dos. De manera que él emplearía todos sus esfuerzos en seducirla y en hacerle ver que podían vivir los tres juntos como una familia, en vez de pensar únicamente en acostarse con ella. La pasión tendría que esperar. El sexo debía dejar su lugar al romanticismo.
Lauren se anudó fuertemente la bata mientras salía al pasillo. La cena con Jason la había dejado con los nervios a flor de piel. Habían encargado comida latina, exquisita, y sus piernas se habían rozado junto a la isla de la cocina. Se había dado una ducha con la esperanza de aliviar la tensión, pero no le había servido de mucho. Ella tenía la culpa, por pasarse todo el rato que estuvo bajo el agua imaginándose que Jason se sentaba frente a ella y la invitaba a sentarse en su regazo.
Un hilillo de agua le resbalaba entre los pechos, pesados y doloridos por el deseo. Se detuvo bajo el arco del salón y vio un fuego crepitando alegremente en la chimenea. Jason estaba arrodillado frente a las llamas, avivando el fuego con un atizador. Los vaqueros se ceñían a sus esbeltas caderas y poderosos muslos, acuciando a explorar con los dedos su fuerza viril. El fuego que ardía en la chimenea y entre las piernas de Lauren la hizo avanzar, sintiendo el frío del parqué bajo sus pies descalzos.
Jason se levantó, manteniéndose de espaldas a ella, y sacó un edredón a rayas de una caja. Acto seguido, lo extendió en el suelo frente a la chimenea.
–¿Finalmente has optado por dormir en el suelo en vez de hacerlo en el sillón?
Él le sonrió por encima del hombro.
–Parecías estar muy despejada durante la cena, y pensé que a lo mejor te apetecería charlar un poco.
–¿Charlar? ¿Quieres charlar?
–Claro. ¿Por qué no?
El recuerdo del dibujo del velero que Jason tenía en su despacho le dio el valor necesario para adentrarse en el ambiente romántico que él había preparado. En un rincón estaba la misma bandeja negra en la que le había llevado el desayuno a la cama, pero esa vez contenía algunos utensilios de cocina y vasos de…
–Zumo de uva –dijo él–. No quería que renunciaras a las uvas, ya que aún habrá que esperar unos meses para disfrutar del exquisito vino de California.
Lauren se envolvió las rodillas con la bata y se sentó en el edredón.
–¿Cómo ha ido el trabajo? ¿Te acosaron a preguntas sobre la boda en Las Vegas?
–Es lógico que sintieran curiosidad. Y también he recibido muchas felicitaciones –centró de nuevo su atención en la chimenea–. Todo el mundo quiere conocerte, como es natural. Este fin de semana hay una fiesta para celebrar el acuerdo con Prentice.
–Y yo estaré allí, por supuesto. Para eso nos hemos casado, ¿no?
Jason atizó un poco más el fuego y guardó un largo silencio.
–La gente de la oficina también va de vez en cuando a tomar una copa después del trabajo. No tenemos por qué ir esta semana si no quieres. Sé que te pasas todo el día trabajando y que quizá no te apetezca.
–Lo único que puedo tomar es agua con lima, pero no tengo ningún problema en relacionarme con la gente de Maddox Communications –salvo con Celia. Si lo pensaba bien, podría ser una situación muy incómoda. De repente, se le quitaron todas las ganas de hablar del trabajo–. Parece que te sientes muy cómodo en una casa vacía… Lo único que está amueblado es tu despacho –lo miró por el rabillo del ojo en busca de alguna reacción.
–Me traje algunas cosas de Nueva York –hizo un gesto con la barbilla hacia las cajas–. Mantas, cosas de cocina, ropa y algunos libros.
–¿Y la mesa del ordenador? –preguntó, pensando en el dibujo enmarcado.
–También –hundió una mano en el edredón–. Y éste es el mismo edredón que usaba en Nueva York.
–Y supongo que hasta ahora no lo habías sacado de la caja gracias al suave clima de San Francisco.
–Exacto. Aquí no hace tanto frío como en Nueva York.
–Pero sí lo bastante para encender un fuego esta noche –se giró para aspirar el olor a auténtica leña quemada, muy distinto del de las chimeneas de gas.
–No tanto como para no poder salir al jardín –se arremangó la camisa mientras la habitación se caldeaba–. Me preguntaba si querrías echarles un vistazo a los parterres y dar alguna sugerencia.
Una imagen empezó a formarse rápidamente en su cabeza. Parras colgando de una pérgola que conducía a un jacuzzi al aire libre… Pero aquélla no era su casa. No se quedaría allí, y sería muy doloroso dejarlo todo atrás cuando volviera a Nueva York.
–¿No sería mejor contratar a un jardinero?
–Prefiero que sea mi mujer la que trace el plan con su talento artístico y que un jardinero lo lleve a cabo. Pero sólo si tienes tiempo, claro –se movió para colocarse en su ángulo de visión–. Te lo digo en serio.