hacer audibles los rastros
La lectura creativa de la crítica genética
2. Algunas lecturas críticas de ¡Que viva la música!
La institucionalización de Andrés Caicedo y sus buenos amigos
¡Que viva la música! como crónica generacional
El desplazamiento genérico de ¡Que viva la música!
Suicidarse para jamás hacerse adulto
Reinvención del Caribe
Tres flujos conectados en la escritura
De la búsqueda del “original” a los tramos de una caída
El consuelo de escribir
3. Lectura crítica a la luz de las reescrituras observadas en el cuaderno
La literaturización y la música
Oralidad y escritura
Todo se vuelve letra de canción
La historia se hace escribiéndola
Sobre Marx y Azuela se desparrama cocaína
El vislumbre de un trayecto sinuoso
4. Radiografía y literatura: transcripción del cuaderno de Andrés Caicedo
Descripción del material
Entre lo redaccional y prerredaccional
Convenciones utilizadas
Transcripción
Alguna vez, en un poblado muy cercano a
una ciudad, alguien me dijo que uno debía
felicitarse por aquellos que conoció y ya no
respiran como nosotros respiramos. Supe,
tiempo después, que discurro por un bienestar
cuando recuerdo las charlas, los silencios y las
caminatas por los claustros de la Universidad
del Rosario, a Luis Enrique Nieto Arango.
Este libro es un gesto que evoca su presencia.
Y no será el último.
Bogotá, octubre 20 de 2020
Tengo para a mí este libro como un rastro del trabajo para la maestría en Análisis del Discurso en la Universidad de Buenos Aires. Rastro porque lo que ocurrió en esos años apenas puedo delinearlo: mi hoy tiene una mácula que envuelve a aquellos días y precipita una enumeración, caótica pero no azarosa, de lo que ilusoriamente asgo.
En la relectura de mi tesis rememoré los intentos de rehacer el proceso de construcción del germen de ¡Que viva la música!, una novela que cuando era estudiante de secundaria se instalaba en los currículos de algunas clases. Esa ambigüedad, signada desde los cenáculos escolares que reprimían el uso de drogas y utilizaban al sida —primer nombre de las pandemias que suelen amenazar cada década— como herramienta de control del comportamiento sexual y al mismo tiempo colocaban a esta novela en un lugar propio para comprender el ficticio progreso de la literatura colombiana, impactó en mis estados de ánimo, ocasionando un rigor mortis escritural o precipitando a mis intentos a un espacio abierto e ineluctable en donde las palabras se diseminaban sin algún destino y con un origen tan oscuro como el del propio germen de lo que leía.
Esos estados se difuminaron con la asesoría de mi directora de tesis Graciela Goldchluk. Si mi trabajo fue escarbar en los rastros de escritura de una novela, específicamente en el cuaderno donde aparece una versión manuscrita, la manera en la que me acerqué a ese material se debe al seminario de crítica genética que ella impartió en la Universidad de Buenos Aires, justo donde encontramos inquietudes comunes que funcionaron como el origen de una labor materializada gracias a su empeño y paciencia para con mis equívocos, dudas y terquedades.
Este trabajo también se materializó con la codirección de Valeria Añón, que con su experiencia académica me orientó con respecto a las tensiones halladas durante la lectura crítica del manuscrito. Gracias a ella encontré tradiciones que laten en el decurso de la escritura de Andrés y avizoré diálogos con diferentes propuestas estéticas y posturas escriturales.
Durante la labor de desciframiento y transcripción del manuscrito me encontré con la reformulación de un proceso de escritura que no termina ni siquiera con mi interpretación: en la representación de una tachadura o una omisión emerge una hipótesis de lectura del material y, por consiguiente, del trabajo que se investiga. Es decir, en cada enmendadura y decisión se cifra el hiato que pone en evidencia a la dialéctica entre el fuera y dentro del texto.
En ¡Que viva la música!, María del Carmen Huerta —narradora y protagonista de lo que ocurre en la novela—, en las primeras páginas del cuaderno, habla con alguien que la escucha, pero luego de unas páginas y en un giro abrupto ya no se dirige a ese alguien sino a un lector. Con este cambio, aparecen pregones salseros en los márgenes de las páginas, de modo que surgen nuevas opciones en el discurrir de la escritura y, en mi perspectiva, una literaturización: cuando la narradora se convierte en la escritora de su propia historia, destella una conciencia de la oralidad y de unos discursos que hasta ese momento se obviaban, pues eran el ruido de fondo del relato de una jovencita blanca que terminó en el sinuoso centro de Cali, una ciudad aletargada con la resaca de los juegos panamericanos celebrados en 1971.
Este libro propone un comienzo. No busca proclamar el ascenso de una máquina para leer de forma apropiada. Su aspiración se remite a propiciar un espacio en donde tanto el trabajo de Caicedo como de otros autores se lea también desde sus archivos y lo que ellos dejaron guardado bajo llave y no botaron, quemaron o desaparecieron.
Agradezco a quienes me acompañaron en este proceso, ya fuera con recomendaciones preguntas u observaciones; en especial a mis padres, mi hermano, mi pareja y mis amigos. También quiero destacar el apoyo del doctor Luis Enrique Nieto Arango, pues él me impulsó a presentar este escrito a la editorial de la Universidad del Rosario y su compañía ha sido fundamental para regresar a la universidad de la que hace más de una década me fui.
Graciela Goldchluk
Este libro contiene un tesoro; hay un libro dentro de este libro. Sin embargo, como iremos viendo, el tesoro