texto y lectura son tres componentes interdependientes —se presuponen mutuamente— y, en consecuencia, ningún emprendimiento interpretativo puede eludir esa permanente interacción. Escritura y lectura son dos caras de un mismo fenómeno, y en el caso de la escritura en proceso, el ejecutor no solo escribe y se lee a la vez, también se plantea —explícita o implícitamente— las posibles derivaciones textuales de la recepción presumible. (Lois 2001, 1)
Una nueva lectura de los manuscritos
Al concentrarse en el proceso de producción, la crítica genética se ocupa de aspectos que solo se advierten de manera implícita, dejando un gran espacio para que el investigador plantee hipótesis de lectura. En el caso del cuaderno de Andrés Caicedo, surgen inscripciones al margen de las páginas y tachaduras cuya explicación la plantea el geneticista6 a partir de dichos indicios trazados en los papeles. Estos horizontes, avizorados por el crítico, surgen de las particularidades del escrito analizado: es diferente un manuscrito de Caicedo a uno de Flaubert; cada cual cuenta con unas dinámicas propias que el investigador debe advertir.
En la imposibilidad de una generalización o elaboración de reglas destinadas a convertirse en una máquina hacedora de hipótesis de lectura de procesos de escritura, y en la búsqueda de reconstrucciones del proceso creativo a partir de las huellas dejadas por las tachaduras, comentarios marginales u omisiones, la crítica genética se sustenta con el paradigma indiciario que Carlo Ginzburg precisó hace casi tres décadas y que se contrapone al galileano, pues este último busca establecer leyes universales. Las disciplinas indiciales
se trata[n], en efecto, de disciplinas eminentemente cualitativas, que tienen por objeto situaciones y documentos individuales, en cuanto individuales, y precisamente por ello alcanzan resultados que tienen un margen ineliminable de aleatoriedad: basta pensar en el peso de las conjeturas… (Ginzburg 1995, 88)
Esta individualidad es el rasgo distintivo del material sobre el que recae la mirada geneticista. Ginzburg encuentra en el devenir de la crítica textual un desplazamiento, similar al advertido con respecto a la medicina, pues también busca acercarse al conocimiento científico de las orillas galileanas. Lo que ha propiciado este corrimiento es la “noción profundamente abstracta del texto” (Ginzburg 1995, 90) que, como ya se precisó, tiene una estrecha relación con las implicancias jurídicas de la noción de autor. Ya Roger Chartier (2008) había recordado que Kant, uno de los paladines del encumbramiento de la razón, asume el libro como un objeto material, a la vez que espiritual, donde lo segundo corresponde al texto y, por lo tanto, siempre es idéntico e independiente de toda realización tangible, mientras que el lector, entendido como comprador del libro, se adueña de él como material tangible y adquiere el derecho a leer el enunciado, aunque no es dueño de este. Por ello, Ginzburg afirma que la crítica textual
[h]abía tomado en consideración únicamente los rasgos reproducibles (primero manualmente, luego, después de Gutenberg, mecánicamente) del texto. De ese modo, aun asumiendo como objeto casos individuales, había terminado evitando el escollo principal de las ciencias humanas: la cualidad. (1995, 90)
Ahora bien, la crítica genética no centra su mirada en el material que ilumina un proceso de escritura por un afán monumentalizador, sino que entiende la producción como una instancia única, particular de la comunicación artística y los rasgos reproducibles no son suficientes para la construcción de conclusiones.
Ginzburg advierte el robustecimiento del paradigma indiciario en un momento concreto: el trabajo del crítico de arte Morelli. El objetivo de este investigador era encontrar una técnica que sirviera para distinguir entre cuadros originales y copias. A partir de esta meta, logró trazar un método basado en concentrar la atención en los rasgos del cuadro menos asimilables a las instrucciones de la escuela a la que pertenecía su presunto autor. Los detalles marginales, como los lobulillos de las orejas de las figuras humanas, le sirvieron a Morelli para lograr su cometido. A partir de las omisiones o distracciones, se evidenciaba la mano individual del artista. Según Ginzburg, este método fue precursor del psicoanálisis:
Pero ¿qué pudo representar para Freud —para el joven Freud, todavía muy lejos del psicoanálisis— la lectura de los ensayos de Morelli? Es Freud mismo quien lo indica: la propuesta de un método interpretativo enclavado sobre los descartes, sobre los datos marginales, considerados como reveladores. De ese modo, detalles considerados habitualmente sin importancia, o directamente triviales, “vulgares”, suministraban la clave para acceder a los productos más elevados del espíritu humano. (1995, 81)
Esos trazos involuntarios son asimilables a los materiales analizados por los geneticistas; los escritores construyen esos documentos para ellos mismos, para sus lecturas en el proceso de escritura y, por lo tanto, posibilita advertir gestos, tensiones y hechos no evidenciables en el texto editado. La perspectiva geneticista también tiene en cuenta el tipo de papel, la fuerza de un trazo o la recurrencia de algún formato de tachadura, convirtiendo todos esos aspectos en indicios interpretables; de modo que el material que se estudia, además de ser un documento y un monumento (un testimonio del texto para el filólogo y un objeto museográfico para el coleccionista), es un evento “que hace surgir el movimiento de un pensamiento de un trazo de la mano” (Hay 1993, 6).
Al paradigma indiciario también se le ha incorporado un elemento de resistencia frente al modelo hegemónico de conocimiento; en el pensamiento indicial se incluyen saberes como los de un campesino que mira al cielo nocturno, vislumbra la posibilidad de una helada al amanecer y enciende hogueras cuyo hálito protegerá del hielo a su cultivo.
Lo que Ginzburg reivindica, en realidad, es el origen del método indiciario —del huelleo, del rastreo— en la sabiduría y la destreza de las clases subalternas y en su larga y ardua experiencia de vida, como contrapuesto al conocimiento formalizado de las clases dominantes que, mientras niega o devalúa esos saberes, los expropia para nunca declararlos fines de clase, de dominación, de opresión nacional y represión social, que en cambio son presentados como el “interés nacional” o el “interés de la sociedad”. (Gilly 1995, 54-55)
En el paradigma indiciario circula la búsqueda y ampliación de voces que antes fueron ignoradas. Con los lentes de la crítica genética es posible ver las huellas de un proceso de escritura, mudas cuando todo se remitía a centrar la atención en los aspectos reproducibles del texto, pues a partir de ellos era posible generar leyes universales necesarias para que la crítica textual se tomara como una ciencia galileana de la literatura.
En el proceso de escritura recae la mirada crítico-genética. El geneticista no presencia la escena en la que discurre la escritura, pero cuenta con documentos escritos “que, agrupados en conjuntos coherentes, constituyen la huella visible del proceso creativo” (Lois 2001, 2): su trabajo consiste en hallar indicios de dicho proceso de producción.
José Amícola afirma que un documento de esta naturaleza permite vislumbrar una
paulatina separación, cada vez mayor, entre el creador y su producto; un producto que, aunque cargado de intencionalidad autoral, termina independizándose, dotado de vida propia gracias a las fuerzas energéticas de sus valores estéticos y extraestéticos en lucha dentro del texto. (1996, 14)
Estos documentos, que vistos desde otras perspectivas son papeles íntimos cuya utilidad se remite a ser piezas de una exposición de museo o casa cultural con el nombre de un autor, obtienen el estatus de públicos y, por lo tanto, salen de ese cerco privado que el propio escritor quiso instaurar; esto sacude en sus cimientos a la noción de que el autor es dueño de lo que dice y escribe, se fisura la efigie romántica del creador y surgen litigios judiciales que pueden ser el corpus de un estudio sobre la transformación de la figura del autor en el siglo XXI.7
Para que estos documentos puedan ser públicos precisan una ubicación. Todos ellos reposan en los archivos, ya sean los organizados por el propio autor, sus herederos o alguna institución. Mónica Pené ha establecido una distinción entre el archivo de autor