libro enterrado sino en su búsqueda y es ahí donde Andrés Felipe Escovar, el investigador, nos ofrece un don apoyado en la crítica genética.
La crítica genética es una disciplina nacida en la academia francesa, de un alto grado de especialización en procesos de escritura modernos y contemporáneos. Su aporte es innegable, también lo es la necesidad de reinventarla para la realidad de América Latina, dado que se nutre de archivos de escritores que tienen diferentes grados de institucionalización a uno y otro lado del Atlántico. En la primera parte del libro el investigador enseña su oficio, porque no se limita a mostrar las lecturas teóricas que sostienen su análisis, sino que hace una propuesta metodológica que puede ser perfectamente pensada como un manual de crítica genética latinoamericana, que a la vez que remite a otros manuales funciona como un pequeño curso de cómo apropiarse de una metodología. Sherlock Holmes y el psicoanálisis vuelven a surgir como una vía paralela que estorba el pensamiento homogeneizante de Occidente, y la lectura de Carlo Ginzburg (minimizada en la tradición francesa) aparece como un camino para llevarnos adonde no sabíamos que queríamos llegar. Primera lección: no buscamos detalles que nos confirmen lo que pensábamos, sino que miramos con atención y suspendemos todas las creencias previas, comenzando por la soledad creativa del autor. Todavía no vimos los manuscritos de Caicedo y ya estamos desconfiando de ellos; qué podemos ir a buscar y cómo leerlos se convierte en la verdadera pasión de este curso de crítica genética contenido en la primera parte del libro: un curso detallado que provee herramientas para leer procesos de escritura, un enfoque que va más allá incluso de los manuscritos por cuanto ofrece una mirada nueva para estudiar la relación entre el afuera y el adentro de un texto literario. Esta primera parte concluye con un llamado a la lectura creativa como uso responsable del poder que otorga al crítico la frecuentación de archivos, no para fijar un sentido sino para resguardar una indeterminación que muchas veces las lecturas canónicas obturan.
Una vez veladas las armas, Escovar —que conoce muy bien la ciudad, la cultura y el cielo gris de Cali— arremete con, junto a, incluso a veces contra, la leyenda urbana de la literatura latinoamericana, el Kurt Cobain de los escritores, su tocayo Andrés Caicedo y su novela fetiche, nacida en apariencia de la nada, hija más de la cultura popular que de la letrada a la que parece engañosamente ignorar. Lo primero que hará el investigador será en este caso atacar la dimensión de fetiche y la museificación de la figura de Caicedo a quien quiere libre y responsable de su legado. Escovar repasa las principales líneas de lectura que suscitó no solo esta novela, sino toda la obra de Caicedo; las agrupa y las acompaña dialogando o discutiendo con ellas, nunca descartando. Cada lectura encontró algo; por lo tanto, la intención que guía este libro es aportar algo nuevo, con la idea de armar nuevas constelaciones, de unir puntos que fueron desatendidos y de dejar un mapa en el que hay algunas posiciones bien consolidadas, como la conciencia literaria y profesional de Caicedo, y otras que quedan en suspenso como sugerencia de nuevas relecturas. En este camino se destaca la hipótesis central del libro: la tensión genérica entre la crónica y la novela, tanto en el devenir de la escritura como en la realización textual. Es acá donde el libro despliega su potencia: la presencia de la crónica corroe la novela totalizante, pero a su vez la novela se hace presente para sacar a la crónica de su contexto inmediato, de su función periodística, y la coloca en una temporalidad que tiene que ver con el proyecto escritural de Caicedo y con el campo literario del que este caleño, como comprueba la investigación, estaba muy atento. Ni crónica disfrazada de novela ni novela que acude a la crónica, lo que resulta de esta convivencia tensa es definido por Escovar como un movimiento de derrape. Pruebas a la vista, pero hay que verlas.
La tercera parte es la que anuncia el cuaderno a través de su lectura crítica. Sin duda, quienes lean este estudio conocerán a Caicedo y tendrán sumo interés en ¡Que viva la música!, pero justamente, y por eso mismo, corremos el peligro de una lectura que busque confirmar lo que ya se sabía antes de encontrar la reliquia. Hasta el momento, el investigador nos ha enseñado lo que no debe hacerse con manuscritos, pero es en la lectura minuciosa de las huellas dejadas durante la creación donde puede verse la productividad del enfoque. No hay casi novedades, pero en el casi se juega una diferencia que se mide en su singularidad inconmensurable, es decir, imposible de medir. Lo que esperábamos está, pero es un poco más complejo de lo que se ha dicho hasta el momento. Y las sorpresas aparecen, acaso algún o alguna lectora encuentren la confirmación de una sospecha, acaso la desmentida, o lo que no se esperaban.
Y finalmente el cuaderno. Solo diré que también hay acá una suerte de guía sobre qué hacer con un hallazgo tal, a fin de comunicarlo en su complejidad para permitir una lectura fluida que deje ver las capas superpuestas de su escritura. No hay una solución única, pero la que encontró Andrés Felipe Escovar, sin ninguna duda, funciona como una llave al mundo de Caicedo, como la posibilidad de acercarnos al cuaderno en su realidad textual, dejando otras dimensiones para las imágenes y para quien pueda acudir a la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá.
Para terminar, una referencia personal, ya que mi nombre aparece con generosidad en el libro. Recuerdo al estudiante colombiano que me planteó su inquietud en un aula de la Universidad de Buenos Aires, recuerdo muchas reuniones virtuales y visitas reales siempre acompañadas del esperado auténtico café, y me encuentro en las páginas del libro con un colega que ya forma parte de la nueva crítica genética latinoamericana.
En una carta del 26 de octubre de 1973, Andrés Caicedo escribió a su destinatario: “No vayas a creer, cielos, que Cali es una especie de Macondo. En primer lugar mi ciudad queda hacia la costa occidental, y el tal Macondo es la costa norte: el mar de allá es azul, el mío es negro”.1 La salsa, al enclavarse en una ciudad que no pertenece al Caribe, lo enrarece y desplaza la imagen límpida que buscó caracterizar García Márquez en sus trabajos ficcionales; el gris del Pacífico prolonga la sombra de lo citadino y, más exactamente, de una ciudad que crece como un tumor al compás del percutir de los taladros y las grúas que levantan nuevos edificios.
La autoconciencia de Caicedo sobre la posición de su escritura en el panorama literario de Colombia se consolidó a través de las lecturas críticas que se ocuparon de su obra. Estas lo ubicaron como un escritor a contracorriente de la atmósfera que por aquel entonces se escribió, luego del éxito que tuvo Cien años de soledad en ámbitos comerciales y críticos.
La relación que Andrés entabló con el cine también fue diferente a la de los escritores que ya publicaban en grandes proyectos editoriales;2 fue un cinéfilo que escribió una novela después de haber sido el director de Ojo al cine y escribir tanto artículos como crónicas en diferentes periódicos de Cali, además de en la revista peruana Hablemos de cine.
En lo que se puede llamar “carrera literaria”, Caicedo publicó el relato El atravesado, con el apoyo económico de su madre, luego de que una editorial mexicana incumpliera el contrato que suscribió con él. Esto ocurrió en 1975, dos años antes de su muerte.
¡Que viva la música!, la novela que nació poco después de fracasar la venta de sus guiones en Estados Unidos en 1973, fue editada por Colcultura, con lo que se concluye que si bien no quería ser el heredero de García Márquez, tampoco buscaba erigirse como un escritor marginal que publicaba con pequeñas editoriales, sino más bien matizar el escenario establecido en las letras colombianas.
Después de su muerte, Sandro Romero Rey y Luis Ospina se encargaron del cuidado y la selección de textos que se incorporaron a los diferentes volúmenes publicados. Poco a poco se consolidó un grupo de entusiastas lectores, e incluso los libros firmados por Caicedo formaron parte de los programas de estudio de distintas instituciones educativas a nivel secundario.
Esto condujo a un contagio final de lectores formados en las aulas de universidades colombianas; habían crecido con la diseminación de la obra y esto se materializó en un aparato crítico más apegado a las preceptivas académicas y andamiajes conceptuales propios de los estudios literarios hasta el punto de que, al cumplirse treinta años del suicidio del escritor caleño, apareció un volumen dedicado a su trabajo editado por la Universidad de Pittsburgh, con intervenciones de académicos de, entre otras,