Andrés Felipe Escovar

El cuaderno de Andrés Caicedo


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las definiciones anteriores resulta obvia la preponderancia del término autor. Sin embargo, consultando la Wikipedia (2010) el panorama terminológico toma un giro importante. De acuerdo con esta fuente de información, un autor es “toda persona que crea una obra susceptible de ser protegida mediante derechos de autor”, esta acepción se refiere a los creadores de novelas, obras dramáticas y tratados, así como a quienes desarrollan programas de computación, elaboran coreografías de danza, e incluye también a los fotógrafos, escultores, pintores, cantautores, entre otros. Se observa una dimensión jurídica que institucionaliza a la persona como autor; es decir, el autor surge a partir de la norma que da vigencia a sus derechos. Por su parte, el escritor es definido como “quien escribe o es autor de cualquier obra escrita o impresa” pero en un sentido estricto se aclara que el término designa “a los profesionales del arte literario”. […] Sopesando las definiciones anteriores y teniendo en cuenta la percepción manifestada por los investigadores literarios encuestados y la concepción social que posee el término escritor —aquel que escribe obras literarias—, es que se propone para la tipología de archivo en estudio la denominación de archivo de escritor, por tratarse de un término que articula de manera adecuada la significación de este tipo de archivo. (Pené 2013, 28-29)8

      La relación entre las dimensiones del escritor como escribiente de su literatura y como autor que firma y autoriza públicamente lo que se vende en las librerías es tan estrecha que en ocasiones deja huellas de una autoconsciencia respecto a la posición en un campo literario concreto e impacta en el propio proceso escritural.

      Los documentos de Caicedo reposan en el archivo que la familia donó a la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá; así, el cuaderno se constituye como “material de archivo” pues corresponde a

      esos textos escritos que no han sido obtenidos a partir de experiencias diseñadas por el investigador o propuestos al analista por otro profesional o por un particular con objetivos ya determinados, sino que se seleccionan entre aquellos que han sido o son susceptibles de ser conservados gracias a variados mecanismos sociales e institucionales que los constituyen en “documentos”. (Narvaja 2006, 9)

      La ubicación topográfica es un elemento primordial para distinguir a un archivo de la memoria, como lo observa Derrida en “Archivo y borrador”, junto a la exterioridad con que debe contar. A todo el material que, en un momento dado, repose en las manos del geneticista o esté en los cajones de un archivo, cualquiera sea su denominación y origen, lo precede unas operaciones de selección y represión. El acto de considerar qué se guarda y qué no es el inicio de la archivación:

      Comprendemos mejor el archivo en el sentido convencional al último momento de la archivación oficial, con la interpretación de las autoridades competentes. Pero la condición de posibilidad del archivo comenzó mucho antes, desde que hay un depósito aparentemente no calculado en un lugar de exterioridad. Ya hay allí una condición de posibilidad del archivo y hay ya un acto de poder y de selección. Pero no es necesario replegar el último nivel sobre el primero. (Derrida 1995, 4)

      El archivo también contiene olvidos y exclusiones que, como lo advierte Fernando Colla, constituyen un “autorretrato fechado de cada sociedad” (2011, 4), descifrable a partir de la indagación de las “leyes de consignación”. De ese modo puede plantearse un hipotético estudio de la génesis del archivo en donde se reconstruya su proceso de construcción a partir del paradigma indiciario, pues gracias a su exterioridad el archivo material es una huella de un proceso de archivación que lo antecedió para así instituirlo.

      En el caso concreto de Andrés Caicedo, un estudio del archivo supondría contestar a preguntas relacionadas con la inclusión de su correspondencia, si fue donada completa o si la familia solo entregó el material que consideró pertinente para posteriores estudios literarios, biográficos e incluso ficcionales, como ocurrió con Mi cuerpo es una celda de Alberto Fuguet, donde el escritor chileno hizo un “montaje” con las distintas cartas que encontró en el archivo y que le sirvieron para forjar una historia de ese “personaje” que fue Andrés Caicedo.

      Otro aspecto del archivo que advierte Derrida es la iterabilidad, la cual consiste en que este debe tener una identidad objetiva identificable para todos los investigadores, que además sea susceptible de fotocopiarse o repetirse y, por lo tanto, sea propenso a descontextualizarse.9 Esta condición iterativa obliga al crítico a buscar una contextualización máxima que lo lleve a una interpretación responsable. Y aunque la relación de inclusión o identidad la puede realizar el escritor o el crítico, esta tarea no detiene la relación entre los documentos ni zanja las dudas: existe la posibilidad de posteriores lecturas que las reorganicen. Aquí surge un aspecto que distancia a la crítica genética del estudio de fuentes, pues la voluntad del escritor no es la última palabra:10

      La huella del archivo es tal que un texto puede ser solamente estabilizable. Hay estabilización, naturalización, eso quiere decir que no hay estabilidad natural. Un texto, cualquiera sea, puede haber estado autorizado, confirmado de la forma más indiscutible y es todavía desestabilizable. La inestabilidad habita, irreductible, forma parte del texto. Y no sería legible si fuera naturalmente estable. Un texto no es natural, por lo tanto, no es estable. Suponiendo incluso que la naturaleza sea estable (nos referimos a un concepto artificial de naturaleza). (Derrida 1995, 17)

      Objetos como los pretextos, entendidos por Graciela Goldchluk como el “conjunto de textos, documentos que preceden a la fase de redacción de una obra, y están en relación de inclusión o de identidad con el texto” (1996, 452), son susceptibles de trasladarse con una nueva lectura geneticista; además, pese a que el intento sea el de estabilización, persiste la posibilidad de un cambio.

      Entonces, ¿es la iterabilidad una característica que va a contracorriente del “rescate de lo único” del paradigma indiciario? En lo planteado por Derrida aparece la respuesta cuando se refiere al archivo como un “acontecimiento de escritura” y, por lo tanto, se lo considera único. La iterabilidad de los materiales de archivo es la misma de las huellas digitales (reproducidas en un documento de identidad que puede fotocopiarse), de modo tal que las halladas en la escena de un crimen son reproducibles por distintos mecanismos tecnológicos, pero ello no significa que se reproduzca el crimen mismo. La iterabilidad no es una característica de la memoria, pues esta no es iterable. Además, no todo lo que queda en la memoria pasa al archivo; el “mapa mental” (Marín 2013, 1) del escritor solo puede vislumbrarlo el geneticista a través de las huellas dejadas en los papeles que conforman el archivo: los papeles en los cuales aparece la escritura son un vestigio.11

      Carlo Ginzburg escribe:

      Si las pretensiones de conocimiento sistemático parecen cada vez más veleidosas, no por ello la idea de totalidad debe ser abandonada. Por el contrario: la existencia de una conexión profunda que explica los fenómenos superficiales es reafirmada en el momento mismo en que se sostiene que un conocimiento directo de tal conexión no es posible. Si la realidad es opaca, existen zonas privilegiadas —señales, indicios— que permiten descifrarla. (1995, 110)

      La labor de un geneticista que ausculta esa realidad de la escritura, diseminada en hojas y pantallas, no se limita a explicitar y reproducir lo hallado mediante un dosier; también forja hipótesis de lectura que dialogan con los análisis hechos sobre el material editado.

      Los documentos que conforman un archivo pierden su cariz monumental y se tornan en “el backstage de los conflictos enunciativos […], [en] objetos culturales donde se ve hacia atrás la productividad textual” (Páez 1996, 437). Así como Marín encuentra en estos papeles el lugar perfecto para apreciar la metamorfosis de scripteur en autor —uno de los objetivos de su investigación geneticista—, otros críticos como Amícola, al referirse a los documentos del archivo de Puig, expresa que el cometido de ese trabajo ha sido “enfocar la labor germinal […] como una paulatina toma de conciencia de la ocupación de un lugar como escritor en la Argentina, al mismo tiempo que documenta su lenta maduración de un cometido de ruptura en ese campo” (1996, 21). Un elemento que tanto Amícola como Marín encuentran