Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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unas figuras revoloteando sobre el césped. ¿Qué era…? Ah, solo una escultura. Volvió a acomodarse en el asiento, respiró hondo. Oía el latido de su corazón golpeando asustado mientras se le encogía el estómago. Quizá deberían encender los faroles del jardín…

      Una pequeña parte de él, la que en otra época había sido inspector de policía y que durante noches como esa había rondado los callejones en busca de ladrones y carteristas, se rio desde su interior. “Cálmate, viejo —se dijo a sí mismo—. En otra época tú fuiste los ojos que observaban desde la oscuridad”.

      El carruaje se detuvo. Adamat esperó a que el cochero le abriera la puerta. Podría haber esperado toda la noche. El cochero golpeó el techo.

      —Hemos llegado —dijo una voz tosca.

      Qué grosero.

      Adamat se bajó del carruaje apenas con el tiempo suficiente para coger su sombrero y su bastón antes de que el cochero agitara las riendas y saliera traqueteando hacia la noche. Le lanzó un insulto en voz baja, se volvió y miró el edificio.

      La nobleza llamaba al Palacio del Horizonte la “Joya de Adro”. Había sido construido sobre una alta colina que había al este de Adopest, para que todas las mañanas el sol se elevara por encima de él. Un periódico particularmente audaz lo había comparado con un indigente hambriento que llevara en el dedo un anillo de diamantes. Era una comparación acertada en estos tiempos tan difíciles. El orgullo de un rey no le llena el estómago a la gente.

      Estaba en la entrada principal. Durante el día era una gran avenida de senderos y fuentes de mármol que llevaba hasta una puerta doble plateada, de gran tamaño, que de por sí parecía una miniatura en el imponente frontispicio de la construcción más grande de todo Adro. Adamat intentó oír las suaves pisadas de los Hielman que estaban de patrulla. Se decía que había miembros de la guardia personal del rey por todo el jardín, vigilando cada rincón, con los mosquetes siempre cargados, con las bayonetas colocadas, con sus fajas blancas y grises, sombrías en comparación con el esplendor de los verdes y los dorados. Pero no se oían pisadas, y las fuentes no estaban en funcionamiento. Una vez había oído decir que el agua de las fuentes solo dejaba de correr ante la muerte del rey. Seguramente no lo habrían mandado llamar si Manhouch estuviera muerto. Se alisó la pechera de la chaqueta. Allí, junto al edificio, algunos de los faroles estaban encendidos.

      Alguien emergió de la oscuridad. Adamat apretó la mano que agarraba el bastón, listo para desenvainar la espada oculta en su interior ante la menor señal de peligro.

      Se trataba de un hombre de uniforme, pero no se podía distinguir demasiado con tan poca luz. Tenía un fusil o un mosquete apuntando en dirección a Adamat, y llevaba un quepis plano con visera rígida. Lo único de lo que Adamat podía estar seguro era que no se trataba de un Hielman. Sus sombreros altos y con plumas eran fáciles de reconocer, y no iban a ningún lado sin ellos.

      —¿Estáis solo? —preguntó una voz.

      —Sí —dijo Adamat. Levantó ambas manos y giró sobre sí mismo.

      —Muy bien. Pasad. —El soldado avanzó y tiró de una de las inmensas puertas de plata. Fue abriéndose hacia fuera despacio, pesadamente, a pesar de que el hombre hacía fuerza con todo su peso. Adamat se acercó y observó la casaca del soldado. Era azul oscuro y con trenzados plateados. El ejército adrano. En teoría, dicho ejército estaba bajo las órdenes del rey. En la práctica, había un hombre que sostenía la correa: el mariscal de campo Tamas—. Retroceded, amigo —dijo el soldado. Había un dejo de impaciencia en su voz, algo que lo tenía tenso, pero podría deberse al peso de la puerta. Adamat obedeció, y solo volvió a avanzar para pasar por la entrada cuando el soldado le hizo un gesto—. Continuad —instruyó el soldado—. Doblad a la derecha en la diadema y cruzad la Sala de Diamantes. Seguid caminando hasta que os encontréis en el Salón de las Respuestas.

      La puerta fue moviéndose poco a poco detrás de él, y se cerró con un golpe sordo.

      Adamat se quedó solo en el vestíbulo del palacio. El ejército adrano, meditó. ¿Por qué habría un soldado allí, sin ninguna señal de los Hielman? La primera respuesta que le vino a la mente fue la más aterradora. Una lucha de poder. ¿Habían llamado al ejército para sofocar una rebelión? En Adro había varias facciones: los mercenarios de las Alas de Adom, la camarilla real, la Guardia de la Montaña y las grandes familias de la nobleza. Cualquiera podría haber estado dándole problemas a Manhouch. Pero no tenía sentido. Si hubiera habido una lucha de poder, el recinto del palacio sería un campo de batalla, o habría sido completamente destruido por la camarilla real.

      Adamat pasó por delante de la diadema, una copia gigante de la corona adrana, y notó que era de tan mal gusto como afirmaban los rumores. Entró en la Sala de Diamantes, donde el suelo y las paredes eran color escarlata con detalles chapados en oro; miles de gemas diminutas, que le daban el nombre a la estancia, brillaban en el techo a la luz del único candelabro encendido. Las pequeñas llamas del candelabro titilaban como movidas por el viento, y hacía frío.

      La sensación de incomodidad de Adamat se fue intensificando a medida que se acercó al final de la galería. No había señales de vida, y lo único que se oía eran sus propias pisadas sobre el suelo de mármol. Había una ventana rota, lo que explicaba el frío. ¿El resultado de uno de los famosos berrinches del rey? ¿O alguna otra cosa? En los oídos le resonaron los latidos de su corazón. Allí. Detrás de la cortina, ¿un par de botas? Adamat se pasó una mano por los ojos. Una ilusión óptica. Se acercó para tranquilizarse y descorrió la cortina.

      Había un cuerpo en las sombras, en el suelo. Adamat se inclinó sobre él y le tocó la piel. Estaba tibia, pero el hombre estaba muerto, sin lugar a dudas. Vestía pantalones grises con una franja blanca en los laterales y una casaca a juego. Un poco más allá había un sombrero alto con plumas blancas. Un Hielman. Las sombras bailaron sobre un rostro joven, perfectamente afeitado. Parecía estar en paz, excepto por el agujero que tenía en un lado del cráneo y la mancha oscura y húmeda que se distinguía en el suelo.

      No se equivocaba. Hubo un conflicto. ¿Se sublevaron los Hielman y se había llamado al ejército para que lidiara con ellos? De nuevo, no tenía sentido. Los Hielman eran fanáticos leales al rey, y cualquier problema dentro del Palacio del Horizonte habría sido resuelto por la camarilla real.

      Adamat maldijo en silencio. Cada pregunta generaba más preguntas. Seguramente, pronto encontraría algunas respuestas.

      Dejó atrás el cadáver. Levantó el bastón y lo giró, desenvainó algunos centímetros de acero y se acercó a una puerta alta flanqueada por dos esculturas encapuchadas que blandían cetros. Hizo una pausa entre las antiguas estatuas y respiró hondo; sus ojos se posaron sobre una escritura arcana garabateada sobre el portal. Entró.

      El Salón de las Respuestas hacía que la Sala de Diamantes pareciera pequeña. Había dos escaleras, una a cada lado. Cada una de ellas tenía el ancho de tres carruajes y daba a una galería alta que se extendía todo a lo largo de la estancia. Excepto por el rey y su camarilla de hechiceros Privilegiados, eran pocos los que entraban en ese lugar.

      En el centro había una única silla, colocada sobre un estrado elevado unos centímetros, frente a una colección de cojines que estaban en el suelo, donde la camarilla, de rodillas, rendía pleitesía a su líder. Había buena iluminación, aunque no se podía distinguir de dónde provenía la luz.

      A la derecha de Adamat, había un hombre sentado en la escalera. Era un poco mayor que él, apenas pasados los sesenta años, con cabello plateado y un bigote pulcramente recortado que aún dejaba entrever un rastro de negro. Tenía la mandíbula fuerte pero no de tamaño excesivo, y los pómulos bien definidos. Lucía una piel bronceada por el sol, y tenía unas arrugas profundas en la comisura de los labios y en el rabillo de los ojos. Llevaba el uniforme azul oscuro de los soldados, con un prendedor plateado con forma de barril de pólvora abrochado sobre el corazón, y nueve tiras de oro cosidas a la derecha del pecho, una por cada cinco años de servicio en el ejército adrano. Al uniforme le faltaban las hombreras de oficial, pero la experiencia agobiante que dejaban entrever los ojos marrones del hombre dejaba claro que había