Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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busca de más cargas de pólvora, pero no había ninguna.

      —Solo habéis traído una pistola, con una bala —dijo Tamas—. Habría sido más bondadoso traer dos. —Dirigió la mirada hacia la reina, que aún seguía rezándole a la Cuerda de Kresimir.

      —No os atreveréis —dijo el diocel.

      —¡No lo hará! —lo interrumpió Manhouch—. No nos matará. No puede. Somos los elegidos de Dios. —Respiró hondo, temblando.

      Tamas sintió un poco de pena por el rey. Sabía que Manhouch era más viejo de lo que parecía, pero en realidad no era más que un niño. No tenía la culpa de todo. Consejeros ambiciosos, tutores idiotas, hechiceros indulgentes. Había una gran cantidad de motivos por los que había resultado ser un mal (no, un terrible) rey. Sin embargo, era el rey. Tamas aplastó su pena. Manhouch se enfrentaría a las consecuencias.

      —Manhouch XII —dijo Tamas—, quedáis arrestado por vuestra completa negligencia hacia vuestro pueblo. Seréis llevado a juicio por traición, fraude y asesinato por inanición.

      —¿Un juicio? —susurró Manhouch.

      —El juicio se celebrará ahora mismo —dijo Tamas—, y yo seré el juez y el jurado. Habéis sido encontrado culpable ante el pueblo y ante Kresimir.

      —¡No pretendáis hablar en nombre de Dios! —exclamó el diocel—. ¡Manhouch es nuestro rey! ¡Autorizado por Kresimir!

      Tamas rio sin alegría.

      —Sois rápido para invocar a Kresimir cuando os conviene. ¿Pensáis en él cuando tenéis una concubina entre vuestras sábanas de seda o cuando coméis un plato de manjares con el que se podría haber alimentado a cincuenta campesinos? Vuestro lugar no es a la derecha de Dios, diocel. La Iglesia ha autorizado este golpe de estado.

      El diocel abrió unos ojos como platos.

      —Yo lo habría sabido.

      —¿Los archidioceles os lo cuentan todo? Ya me imaginaba que no lo hacen...

      Manhouch juntó fuerzas y sostuvo la mirada de Tamas.

      —¡No tienes pruebas! ¡Ni testigos! ¡Esto no es un juicio!

      Tamas extendió la mano hacia un lado.

      —¡Mis pruebas están ahí fuera! ¡La gente no tiene trabajo y está muriendo de hambre! Vuestros nobles pasan el tiempo putañeando y cazando, y tienen carne en sus platos y vino en sus copas mientras el ciudadano común muere de hambre en las alcantarillas. ¿Testigos? Planeáis entregarle toda la nación a Kez con los Acuerdos de la semana que viene. Preferís convertirnos a todos en vasallos de un poder extranjero con tal de que condonen vuestra deuda.

      —Afirmaciones sin fundamento, dichas por un traidor —murmuró Manhouch sin convicción.

      Tamas meneó la cabeza.

      —Seréis ejecutado al mediodía, junto con vuestros consejeros, vuestra reina y cientos de vuestros parientes.

      —¡Mi camarilla te destruirá!

      —Ellos ya han sido ejecutados.

      El rey palideció aún más, comenzó a temblar violentamente y cayó al suelo. El diocel avanzó lentamente. Tamas observó a Manhouch por un momento y descartó la imagen espontánea de un joven príncipe de unos seis o siete años saltando en su regazo.

      El diocel llegó hasta donde estaba Manhouch y se arrodilló. Levantó la mirada hacia Tamas.

      —¿Esto es por lo de vuestra esposa?

      “Sí”. Tamas respondió en voz alta:

      —No. Es porque Manhouch es la prueba de que las vidas de toda una nación no deberían estar sujetas a los caprichos de un idiota innato.

      —Sois capaz de destronar a un gobernante nombrado por Dios y de convertiros en un tirano, ¿y aun así afirmáis que amáis Adro? —dijo el diocel.

      Tamas miró a Manhouch.

      —Dios ya no autoriza todo esto. Si vos no estuvierais tan cegado por vuestras sotanas forradas de oro y vuestras jóvenes concubinas, veríais que es así. Manhouch se merece el infierno por su negligencia para con Adro.

      —Seguramente vos os lo encontraréis allí —dijo el diocel.

      —No lo dudo, diocel. Estoy seguro de que la compañía será de todo menos aburrida. —Tamas arrojó la pistola vacía a los pies de Manhouch—. Tenéis hasta el mediodía para hacer las paces con Dios.

      Taniel se detuvo un momento en el último escalón de la entrada de la Casa de los Nobles. A esa hora de la mañana, el edificio estaba oscuro y silencioso como un cementerio. Había soldados apostados a intervalos en los escalones, en la calle y en cada puerta. Reconoció a los hombres del mariscal Tamas, con sus casacas azul oscuro. Muchos de ellos lo conocían de vista. Los que no lo conocían, veían el barril de pólvora de plata prendido en su casaca de gamuza. Uno de ellos lo saludó con la mano. Taniel devolvió el gesto, luego extrajo una tabaquera y se echó una raya de pólvora negra sobre el dorso de la mano. La aspiró.

      La pólvora lo hacía sentirse vibrante, animado. Le agudizaba los sentidos y la mente. Hacía que le latiera más rápido el corazón y le calmaba los nervios. Para un Marcado, la pólvora era vida.

      Taniel sintió una palmada en el hombro y se volvió. Su compañera era una cabeza más baja que él, y su cuerpo era menudo como el de un niño. Llevaba un sombrero de ala ancha que le cubría casi todas las facciones y un abrigo de viaje que le llegaba a los pies; no parecía muy grueso, pero la mantenía abrigada. Estaba comenzando la primavera y hacía fresco, y Ka-poel provenía de un lugar mucho más cálido.

      Ka-poel señaló con curiosidad el edificio que tenían delante de ellos, revelando una mano pequeña y cubierta de pecas. Taniel tuvo que recordarse a sí mismo que ella nunca había visto un edificio como la Casa de los Nobles. Con sus seis pisos y el ancho de un campo de batalla, la sede del gobierno adrano era lo suficientemente amplia para albergar los despachos de cada uno de los nobles y a su personal.

      —Ya hemos llegado. —La voz de Taniel sonó inusualmente dura en el silencio matutino—. Aquí nos han dicho sus soldados que viniéramos. Él no tiene un despacho aquí. ¿Ha sucedido esta noche? Yo podría haber elegido un mejor momento… —Se quedó callado.

      Le estaba parloteando a una muda, lo que hacía evidente su nerviosismo. Tamas se pondría furioso cuando se enterase de lo de Vlora. Por supuesto, la culpa sería de Taniel. Se dio cuenta de que aún sostenía la tabaquera. Le temblaban las manos. Se echó otra línea sobre el pulgar. Aspiró la pólvora y echó la cabeza hacia atrás con el corazón latiéndole más deprisa. Las siluetas en la oscuridad se volvieron más precisas; los sonidos, más fuertes; y suspiró ante el alivio que le brindaba el trance de pólvora. Sostuvo una mano en alto, a la luz de la farola de la calle. Ya no le temblaba.

      —Pole —le dijo a la chica—, llevo bastante tiempo sin ver a Tamas. Es un hombre duro con todo el mundo, salvo con unos pocos. Sabon. Lajos. Esos son sus amigos. Yo soy solo otro soldado. —Unos ojos verdes lo observaron por debajo del sombrero—. ¿Entiendes? —preguntó.

      Ka-poel asintió levemente con la cabeza.

      —Ten —dijo Taniel. Metió la mano en el frente de su casaca y extrajo su cuaderno de bocetos. Se trataba de un libro viejo, desgastado por el uso y los viajes, encuadernado con piel de becerro. Pasó algunas páginas hasta que encontró un retrato del mariscal Tamas y se lo entregó a Ka-poel. El boceto estaba hecho en carboncillo y estaba borroso por el desgaste, pero el rostro severo del mariscal de campo era difícil de confundir. Ka-poel estudió el dibujo un momento y luego le devolvió el cuaderno.

      Taniel empujó una de las enormes puertas y se dirigió al gran salón. Este se hallaba completamente a oscuras excepto por una luz que había cerca de una escalera, a la izquierda de Taniel. Una lámpara colgaba de la pared, y