—Los aprendices nunca son secretos —dijo Tamas—. Los Privilegiados son demasiado desconfiados para permitirlo.
—Su desconfianza suele estar bien fundamentada —dijo Sabon—. Tiene que haber un motivo para que esa joven estuviera aquí.
—Ya lo sé. Nos encargaremos de ella cuando corresponda.
—Si los demás hubieran estado aquí… —dijo Sabon.
—Tendríamos más muertos —dijo Tamas. Volvió a contar los cadáveres, como si ahora pudiera haber menos. Cinco. De sus diecisiete magos—. Nos dividimos en dos grupos justamente por este motivo. —Dio la espalda a los cadáveres—. ¿Hay noticias de Taniel?
—Está en la ciudad —dijo Sabon.
—Perfecto. Lo enviaré a él con el quiebramagos.
—¿Estás seguro? —preguntó Sabon—. Acaba de regresar de Fatrasta. Necesita tiempo para descansar, para ver a su prometida…
—¿Vlora está con él? —Sabon se encogió de hombros—. Esperemos que ella llegue pronto. Nuestro trabajo no está terminado. —Levantó una mano para evitar cualquier protesta—. Y Taniel podrá descansar cuando hayamos completado el golpe de estado.
—Se hará lo que deba hacerse—dijo Sabon en voz baja.
Ambos se quedaron en silencio, observando a sus camaradas caídos. Pasaron unos momentos, y Tamas vio una sonrisa ensancharse en el rostro oscuro y arrugado de Sabon. El deliví estaba exhausto y demacrado, pero con un dejo de alegría contenida.
—Lo hemos logrado.
Tamas volvió a mirar los cuerpos de sus amigos, sus soldados.
—Sí —dijo—. Así es. —Se obligó a apartar la mirada.
En el rincón había una pintura, una monstruosidad de marco dorado y colocada sobre un trípode de plata digno de un heraldo de la camarilla real. Tamas la estudió brevemente. Mostraba a un Zakary en su plenitud, un joven de hombros anchos y expresión severa. Muy diferente del cuerpo viejo y retorcido que yacía en el rincón. La bala le había entrado en el cerebro y lo había matado instantáneamente, y aun así su garganta sin vida había carraspeado las mismas palabras que los demás: “No se debe romper la Promesa de Kresimir”.
Cenka se puso blanco como el rostro de un mimo cuando el primero de los Privilegiados lanzó su grito póstumo. Le exigió a Tamas que ordenara llamar a Adamat hasta el corazón mismo del crimen que estaban cometiendo. Tamas tenía la esperanza de que Cenka estuviera equivocado, de que el investigador no encontrara nada.
Tamas dejó el ala del palacio perteneciente a la camarilla, Sabon lo seguía de cerca.
—Necesitaré un nuevo guardaespaldas —dijo Tamas mientras caminaban. Le dolía tener que hablar de eso con el cuerpo de Lajos todavía enfriándose.
—¿Un Marcado? —preguntó Sabon.
—No puedo prescindir de ninguno. Ahora, no.
—Le he estado echando el ojo a un Dotado —dijo Sabon—. Un hombre llamado Olem.
—¿Es un soldado? —preguntó Tamas. El nombre le resultaba familiar. Sostuvo la mano por debajo de sus ojos—. ¿De esta altura? ¿Rubio?
—Sí.
—¿Cuál es su Don?
—No necesita dormir. Nunca.
—Eso es útil —dijo Tamas.
—Bastante. También tiene un tercer ojo bastante potente, por lo que puede detectar Privilegiados. Lo tendré listo y a tu lado para la ejecución.
Un Dotado no sería tan útil como un mago de la pólvora. Los Dotados eran más frecuentes, y sus habilidades eran más un talento que un poder mágico. Pero si podía usar su tercer ojo para ver hechicería, podría resultar beneficioso.
Tamas se acercó a las puertas de la capilla, que estaban atrancadas. De las sombras que había junto a la pared emergieron un par de soldados de Tamas con los mosquetes listos. Tamas les hizo un gesto con la cabeza y señaló la puerta.
Uno de los soldados extrajo de su cinturón un cuchillo largo y lo insertó entre las puertas de la capilla.
—Ha echado el cerrojo del diocel —dijo el soldado que manipulaba el cuchillo—, pero ni siquiera se ha molestado en amontonar objetos frente a la puerta. No es demasiado emprendedor, en mi opinión.
Levantó el cerrojo con el cuchillo, y él y su compañero abrieron las puertas de un empujón.
La capilla era grande, como todas las estancias del palacio. Sin embargo, a diferencia del resto, se había salvado de las remodelaciones de cada temporada, típicas de los caprichos del rey, y permanecía similar a como debió de ser hacía doscientos años. La bóveda del techo era exageradamente alta; en lo alto, entre columnas anchas como un carro de bueyes, había balcones para la realeza y para los altos nobles. El suelo tenía un intrincado diseño de mosaicos de mármol de distintas formas y tamaños, mientras que el techo estaba decorado con paneles ilustrados en los que se veía a los santos al fundar los Nueve Reinos bajo la mirada paternal del dios Kresimir.
Al frente de la capilla había dos altares, apenas más elevados que los bancos, junto a un púlpito de granadillo. El primer altar, el más pequeño y el más cercano a la gente, estaba dedicado a Adom, el santo fundador de Adro. El segundo altar, que tenía laterales de mármol y estaba recubierto de satén, estaba dedicado a Kresimir. A un lado de ese altar se encontraban acurrucados Manhouch XII, soberano de Adro, y su esposa Natalija, duquesa de Tarony. Natalija miraba hacia atrás, por encima del altar, moviendo los labios en plegaria silenciosa a la Cuerda de Kresimir. Manhouch estaba pálido, tenía los ojos enrojecidos y sus labios formaban una línea delgada. Le dijo algo al diocel susurrando con desesperación. Se detuvo cuando Tamas se acercó.
—Esperad —dijo el diocel levantando una mano a la vez que el rey bajaba los escalones del altar y avanzaba con furia hacia Tamas. El viejo rostro del diocel dejaba ver su angustia, y su sotana estaba arrugada a causa de la precipitada carrera hacia la capilla.
Tamas observó a Manhouch marchar hacia él. Notó la mano que llevaba oculta detrás de la espalda, y la furia de emociones que cruzaban su rostro joven y aristocrático. Gracias a la alta hechicería de su camarilla real, Manhouch aparentaba no tener más de diecisiete años, aunque en realidad ya había pasado los treinta. Se suponía que eso reflejaba la eternidad de la monarquía, pero a Tamas siempre le había resultado difícil tomar en serio a un hombre que parecía tan joven. Tamas se detuvo y observó al rey, y lo vio dudar antes de acercarse.
Cuando estuvo a unos cuatro metros, Manhouch reveló su pistola. La elevó rápidamente. El tiro sería certero a esa distancia; después de todo, el propio Tamas le había enseñado al rey a disparar. Sin embargo, que Manhouch siquiera lo intentase era un desafortunado reflejo de su desconexión con el mundo. El rey apretó el gatillo.
Tamas se estiró mentalmente y absorbió la fuerza de la detonación. Sintió que la energía le recorría el cuerpo y le daba calor como un trago de un buen vino. Redirigió dicha energía hacia el suelo; uno de los mosaicos de mármol que había a los pies del rey se rajó. Manhouch dio un salto hacia atrás. La bala rodó por el cañón de la pistola y cayó al suelo, y se detuvo a los pies de Tamas.
Tamas avanzó y agarró la pistola del rey por el cañón. Apenas sintió que le quemaba la mano.
—¿Cómo te atreves? —dijo Manhouch. Tenía el rostro cubierto de pólvora, las mejillas coloradas. Su ropa de cama de seda estaba arrugada, empapada en sudor—. Confiábamos en ti para que nos protegieras. —Temblaba levemente.
Tamas miró al diocel, que seguía junto al altar. El viejo cura estaba apoyado contra la pared, con su alto solideo bordado haciendo equilibrio a duras penas sobre su cabeza.
—Supongo —dijo Tamas levantando la pistola—que esto se lo habéis dado