Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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—dijo Adamat—. ¿Por dónde comienzo? ¿Puedo hablar con Cenka?

      Tamas se detuvo cerca de lo alto de la escalera y se volvió.

      —Si podéis hablar con los muertos, no hay ningún problema.

      Adamat apretó los dientes.

      —¿Cómo dijeron esas palabras? —preguntó—. ¿Fue a modo de orden, de declaración, o…?

      Tamas frunció el ceño.

      —Una súplica. Como si la sangre que estaban perdiendo no fuera su preocupación principal. Debo irme.

      —Una cosa más —dijo Adamat.

      Tamas parecía estar llegando al límite de su paciencia.

      —Si he de ayudaros, decidme el porqué de todo esto —dijo señalando la sangre de la escalera.

      —Hay cosas que requieren mi atención —advirtió Tamas.

      Adamat sintió que se le tensaba la mandíbula.

      —¿Habéis hecho esto por poder?

      —Lo he hecho por mí —dijo Tamas—. Y por Adro. Para evitar que Manhouch firmara los Acuerdos y nos convirtiera a todos en esclavos de Kez. Lo he hecho porque, para esos estudiantes de filosofía que se quejan en la universidad, la rebelión es solo un juego. La era de los reyes ha muerto, Adamat, y la he matado yo.

      Adamat observó el rostro de Tamas. Los Acuerdos eran un tratado que iba a firmarse con el rey keseño; condonaría toda deuda adrana, pero impondría a Adro impuestos severos y regulación, lo que convertiría a Adro en poco más que un estado vasallo de Kez. El mariscal de campo había hablado abiertamente contra los Acuerdos. Pero, claro, era lo esperado. Los keseños habían ejecutado a la esposa de Tamas.

      —Así es —dijo Adamat.

      —Pues entonces conseguidme algunas condenadas respuestas.

      El mariscal de campo se volvió y desapareció por el pasillo superior.

      Adamat recordaba los cadáveres de esa banda al ser retirados del agua y del lodo de las alcantarillas, recordaba el horror grabado en aquellos rostros muertos. “Las respuestas quizá nos terminen condenando a todos”.

      —Lajos está muriendo —dijo Sabon.

      Tamas entró en los apartamentos del Privilegiado que había sido Zakary el sacristán. Atravesó el salón y entró en el dormitorio, un lugar más grande que la casa de la mayoría de los comerciantes. Las paredes eran de un color índigo y estaban cubiertas de coloridos cuadros que mostraban a varios de los sacristanes que habían pertenecido a la camarilla real de Adro. Había puertas que daban a estancias auxiliares, como el baño o la cocina. La puerta del burdel privado del sacristán había sido destrozada, la habitación estaba repleta de astillas; las más grandes no llegaban al tamaño de un pulgar.

      Habían quitado las sábanas de la cama y habían arrojado el cuerpo del sacristán a un lado para hacer sitio a un mago de la pólvora herido.

      —¿Cómo te sientes? —preguntó Tamas.

      Lajos apenas pudo toser un poco. Los Marcados eran más resistentes que la mayoría de las personas; con la pólvora que Lajos había ingerido, y que ahora le corría por las venas, casi no sentiría dolor. No fue un gran consuelo para Tamas cuando miró a su amigo. Lajos había perdido medio brazo (a lo largo) y en el abdomen tenía un agujero del tamaño de un melón. Era un milagro que hubiera vivido tanto tiempo. Le habían dado medio cuerno de pólvora. Solo eso debería haberlo matado.

      —He estado mejor —dijo Lajos. Volvió a toser y le salió sangre de la comisura de la boca.

      Tamas extrajo su pañuelo y le limpió la sangre.

      —Ya no tardará mucho —dijo.

      —Lo sé —respondió Lajos.

      Tamas apretó la mano de su amigo.

      Lajos formó la palabra “gracias” con los labios.

      Tamas respiró hondo. De pronto le costó ver. Parpadeó para limpiarse los ojos. La respiración de Lajos sonó áspera, y luego se detuvo. Tamas comenzó a retirar la mano, pero de pronto Lajos la apretó. Los ojos se le abrieron.

      —Está bien, amigo —dijo Lajos—. Has hecho lo que debía hacerse. Ten paz. —Sus ojos se enfocaron en otro lado y luego se quedaron quietos. Había muerto.

      Tamas cerró los ojos de su amigo con las yemas de los dedos y se volvió hacia Sabon. El deliví estaba en el otro lado del dormitorio, examinando lo que quedaba de la puerta que daba al harén, que todavía colgaba de una de las bisagras. Tamas se le acercó y miró hacia dentro. Los soldados habían juntado a las mujeres hacía una hora y se las habían llevado a alguna otra parte del palacio con el resto de las putas de los Privilegiados.

      —La furia de una mujer —murmuró Sabon.

      —En efecto —dijo Tamas.

      —No había forma de que estuviéramos preparados para esto.

      —Díselo a ellos —dijo Tamas. Hizo un gesto con la cabeza hacia los cuatro cuerpos que había en hilera en el suelo, y al quinto que pronto se les uniría. Cinco magos de la pólvora. Cinco amigos. Todo por una Privilegiada con la que nadie había contado. Tamas acababa de meter una bala en la cabeza del sacristán, un hombre a quien le había estrechado la mano y con quien había hablado regularmente. Los Marcados de Tamas lo rodeaban, listos por si al viejo le quedaba algo de pelea. No estaban listos para la otra Privilegiada, la que se ocultaba en el burdel. Había partido la puerta como una guillotina que hiende un melón, con los guantes de los Privilegiados puestos y los dedos danzando mientras su hechicería despedazaba a los magos de la pólvora de Tamas.

      Un mago de la pólvora era capaz de mantener una bala suspendida en el aire durante casi dos kilómetros y dar siempre en el blanco. Podía hacer que una bala doblara una esquina con el poder de la mente, e ingerir pólvora negra para hacerse más fuerte y rápido que otros hombres. Pero había poco que podía hacer contra la hechicería de un Privilegiado a corta distancia.

      Tamas, Sabon y Lajos habían sido los únicos que tuvieron tiempo para reaccionar, y apenas la rechazaron. Ella huyó, seguida por los ecos de la destrucción causada por su hechicería a medida que avanzaba por el palacio; probablemente nada más que una farsa para evitar que la siguieran.

      Su hechizo de despedida fue la herida mortal de Lajos, pero había sido lanzado al azar. Tranquilamente podría haber sido Sabon, o el mismo Tamas, quien hubiera muerto en la cama hacía un momento. Pensar en eso le heló la sangre.

      Tamas desvió la mirada de la puerta.

      —Tendremos que seguirla. Encontrarla y matarla. Es peligroso que ande suelta.

      —¿Un trabajo para el quiebramagos? —dijo Sabon—. Ya me preguntaba por qué lo conservabas.

      —Es una herramienta que no quería usar —dijo Tamas—. Ojalá tuviera un mago que enviar con él.

      —Su compañera es una Privilegiada —dijo Sabon—. Un quiebramagos y una Privilegiada deberían ser más que suficientes contra una única Privilegiada de la camarilla. —Hizo un gesto señalando la puerta destrozada.

      —No me gusta pelear limpio cuando se trata de la camarilla real —dijo Tamas—. Y recuerda: hay diferencia entre un miembro de la camarilla real y un matón contratado.

      —¿Quién era ella? —preguntó Sabon. Había un tono en su voz, quizá de reproche.

      —No tengo idea —replicó Tamas—. Yo conocía a cada uno de los magos del rey. Hasta cené con ellos. Ella era una desconocida.

      Sabon toleró la irritación de Tamas sin hacer comentarios.

      —¿Una espía de otra camarilla?

      —Es