Tamas —dijo Adamat. Envainó la espada en el bastón y la giró. La espada chasqueó al cerrarse.
El otro levantó la mirada.
—Creo que no nos conocemos.
—Sí nos conocemos —dijo Adamat—. Fue hace catorce años. Un baile de caridad organizado por lord Aumen.
—Tengo una memoria terrible para los rostros —dijo el mariscal—. Os pido disculpas.
Adamat no podía despegar la mirada del pequeño río de sangre.
—Señor, me han mandado llamar. No se me ha informado quién ni por qué motivo.
—Sí —dijo Tamas—. He sido yo. Por recomendación de uno de mis Marcados. Cenka. Me ha dicho que ambos trabajasteis juntos en el cuerpo de policía del distrito doce.
Adamat visualizó a Cenka en su mente. Era un hombre bajo, con una barba rebelde y una predilección por los vinos y la buena comida. Lo había visto por última vez hacía siete años.
—No sabía que Cenka era un mago de la pólvora.
—Tratamos de encontrar a todo el que muestre tener afinidad lo antes posible —dijo Tamas—, pero él tardó en desarrollarla. En todo caso —hizo un gesto con la mano—, nos hemos topado con un problema.
Adamat se lo quedó mirando, perplejo.
—Vos… ¿queréis mi ayuda?
El mariscal de campo levantó una ceja.
—¿Es una petición tan inusual? Fuisteis un investigador policial competente, un buen servidor de Adro y, según Cenka, gozáis de una memoria perfecta.
—Aun así, señor.
—¿Qué?
—Yo solo soy un investigador. No estoy en la policía, señor, aunque sí sigo aceptando trabajos.
—Excelente. Entonces no es tan extraño que yo quiera contratar vuestros servicios, ¿verdad?
—Bueno, no —dijo Adamat—, pero señor, este es el Palacio del Horizonte. Hay un Hielman muerto en la Sala de Diamantes y… —Señaló la sangre que caía por las escaleras—. ¿Dónde está el rey?
Tamas inclinó la cabeza hacia un lado.
—Se ha encerrado en la capilla.
—Habéis dado un golpe de estado —dijo Adamat.
Con el rabillo del ojo detectó algo de movimiento, y vio aparecer a un soldado en lo alto de la escalera. Se trataba de un deliví, un hombre de piel oscura proveniente del norte. Llevaba el mismo uniforme que Tamas, con ocho tiras doradas a la derecha del pecho. A la izquierda llevaba un barril de pólvora de plata, el símbolo de los Marcados. Otro mago de la pólvora.
—Hay muchos cadáveres que retirar —dijo el deliví.
Tamas miró de soslayo a su subordinado.
—Ya lo sé, Sabon.
—¿Quién es este? —preguntó Sabon.
—El inspector que ha solicitado Cenka.
—No me gusta que esté aquí —dijo Sabon—. Podría ser un peligro.
—Cenka confiaba en él.
—Habéis dado un golpe de estado —repitió Adamat con certeza.
—Ayudaré con los cadáveres dentro de un momento —dijo Tamas—. Estoy viejo, necesito descansar de vez en cuando.
El deliví asintió con la cabeza y desapareció.
—¡Señor! —dijo Adamat—. ¿Qué habéis hecho? —Aferró con más fuerza la espada del bastón.
Tamas apretó los labios.
—Algunos dicen que la camarilla real adrana tenía los Privilegiados más poderosos de los Nueve Reinos, superados solo por los de Kez —dijo en voz baja—. Y aun así, acabo de masacrarlos a todos. ¿Creéis que me darían problemas un viejo inspector y la espada de su bastón-estoque?
Adamat aflojó la mano. Empezó a sentirse mal.
—Supongo que no.
—Cenka me ha dado a entender que sois un hombre pragmático. Si eso es correcto, quisiera contratar vuestros servicios. Si no lo sois, os mataré ahora mismo y buscaré la solución en otro lado.
—Habéis dado un golpe de estado —volvió a decir Adamat.
Tamas suspiró.
—¿Debemos volver a eso? ¿Tan sorprendente es? Decid, si nos pusiéramos a contar las facciones de Adro que tienen razones para destronar al rey, ¿os parece que terminaríamos antes de llegar a la docena?
—No creía que ninguna de ellas tuviera la capacidad necesaria —dijo Adamat—. Ni el valor—. Sus ojos volvieron a posarse en la sangre de las escaleras, y su mente lo llevó hasta su esposa y sus hijos, que aún estaban durmiendo en sus camas. Miró al mariscal de campo. Tenía el cabello desaliñado; había gotas de sangre en su casaca; unas cuantas, ahora que le prestaba atención. Era como si lo hubiesen rociado. Tenía ojeras marcadas y un cansancio que hablaba de algo más que solo la edad—. No pienso aceptar un trabajo a ciegas. Decidme qué queréis.
—Los hemos asesinado mientras dormían —dijo Tamas sin preámbulos—. No hay una forma sencilla de matar a un Privilegiado, pero esa es la mejor. Alguien cometió un error y de pronto nos encontramos en medio de una batalla. —Tamas pareció afligido por un momento, y Adamat sospechó que la lucha no había ido tan bien como a Tamas le habría gustado—. Hemos triunfado. Pero de los labios de los moribundos se oyó una frase.
Adamat esperó.
—“No se debe romper la Promesa de Kresimir” —dijo Tamas—. Eso es lo que me dijeron los hechiceros antes de morir. ¿Significa algo para vos?
Adamat se alisó la pechera de la chaqueta y trató de rememorar viejos recuerdos.
—No. “La Promesa de Kresimir”… “Romper”… “Rota”… Un momento; “La Promesa Rota de Kresimir”. —Levantó la mirada—. Era el nombre de una banda callejera. Hace veinte… veintidós años. ¿Cenka no los recordaba?
—A Cenka le pareció que le sonaba familiar. Estaba seguro de que vos lo recordaríais.
—Yo no me olvido de nada —replicó Adamat—. La Promesa Rota de Kresimir era una banda callejera que contaba con cuarenta y tres miembros. Eran todos jóvenes, algunos tan solo niños, el más viejo no llegaba a los veinte. Nosotros estábamos intentando capturar a algunos de los líderes para poner fin a una serie de robos. Eran un grupo extraño; se metían en las iglesias y robaban a los sacerdotes.
—¿Qué les sucedió?
Adamat no pudo evitar mirar la sangre de la escalera.
—Un día desaparecieron, todos y cada uno de ellos, incluidos nuestros informantes. Los encontramos a todos juntos unos días después, cuarenta y tres cadáveres metidos en una alcantarilla como si fueran patas de cerdo en escabeche. Los habían masacrado con potentes hechizos, con una brutalidad excesiva. La marca de la camarilla real de Manhouch. La investigación terminó allí.
Adamat reprimió un escalofrío. Nunca había visto algo así, ni antes ni después. Había sido testigo de ejecuciones, disturbios y escenas de asesinato que le habían parecido menos espantosos.
El soldado deliví volvió a aparecer en lo alto de la escalera.
—Te necesitamos —le dijo a Tamas.
—Averiguad por qué estos magos usaron su último aliento para decir esas palabras —dijo Tamas—. Quizás ello guarde relación con esa banda callejera. Quizá no. De cualquier manera, encontrad una respuesta. No me gustan los acertijos de los muertos. —Se puso de pie deprisa, moviéndose como un hombre veinte años