Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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fatrasto, un Marcado al servicio de Adro, y sé todo acerca del golpe de estado. Puedo matar a un par de Privilegiados a casi dos kilómetros de un solo tiro y lo he hecho varias veces. Estoy lejos de ser un niño.

      Ondraus inhaló.

      —Ah, sí, Tamas. Así que este es tu famoso hijo.

      Taniel se pasó la lengua por los dientes y miró a su padre. “Sí lo soy, ¿no es verdad? Es bueno que se lo recuerdes, Ondraus. Él suele olvidarlo”.

      —Taniel tiene derecho a estar aquí —dijo Tamas.

      Ondraus observó a Taniel durante un momento. Su irritación fue reemplazada lentamente por una mirada calculadora. Respiró hondo.

      —Quiero que me prometas una cosa —le dijo a Tamas. Su voz había perdido toda emoción. Ahora era toda negocios, y contenía un dejo de peligro mucho más aterrador que su furia anterior—. Los demás estarán tan furiosos como yo, pero si me dejas echarles mano a los registros reales antes de la ejecución, te daré mi apoyo.

      —Qué amable —respondió Tamas secamente—. Tú eres el tesorero del rey. Ya tienes los registros reales.

      —No —dijo Ondraus como si se lo estuviera explicando a un niño—. Soy el tesorero de la ciudad. Yo quiero los registros privados de Manhouch. Ha estado diez años gastando dinero como una puta cara en una joyería, y tengo la intención de hacer un balance de los libros.

      —Acordamos dar sus arcas a los pobres.

      —Después de que haga el balance de los libros.

      Tamas lo consideró durante un momento.

      —Hecho. Tienes hasta la ejecución. Al mediodía.

      —Bien. —Ondraus atravesó la habitación apoyando buena parte de su peso en un bastón. Le hizo un gesto al gigante para que lo siguiera. Ambos pasaron por delante de Taniel y se fueron por el pasillo, con sus pasos haciendo eco en el mármol.

      —Ni siquiera un “con vuestro permiso” —dijo Taniel.

      —Para Ondraus, el mundo no es más que números y aritmética —dijo Tamas haciendo un gesto de desdén. Le hizo una seña a Taniel para que entrara en la habitación y se acercó. Se dieron la mano. Taniel buscó en los ojos de su padre y se preguntó si debería estrecharlo en un abrazo como lo haría con cualquier camarada tras una larga ausencia. Tamas miraba la pared con el ceño fruncido y la mente en otra cosa, y Taniel descartó esa idea.

      —¿Dónde está Vlora? —preguntó Tamas mirando con curiosidad a Ka-poel—. ¿No la visitaste en Jileman al volver?

      —Viene en otro carruaje —dijo Taniel. Trató de mantener la voz neutra. La primera pregunta de Tamas. Por supuesto.

      —Siéntate —dijo Tamas—. Hay mucho de que hablar. Comencemos con esto: ¿quién es ella?

      Ka-poel había dejado el morral y el fusil de Taniel en un rincón y estaba examinando la habitación y las cortinas con algo de interés. Su paso por las ciudades de los Nueve había sido muy apresurado, y Taniel y ella habían pasado de carruaje en carruaje, durmiendo mientras viajaban, para llegar a Adopest.

      —Se llama Ka-poel —dijo Taniel—. Es dynizana, de una tribu del oeste de Fatrasta. Pole —le instruyó—, quítate el sombrero. —Taniel le ofreció una sonrisa de disculpa a su padre—. Todavía le estoy enseñando modales adranos. Tienen costumbres muy distintas de las nuestras.

      —¿El Imperio Dynizano abrió las fronteras? —Tamas parecía escéptico.

      —Muchos nativos de los Yermos de Fatrasta tienen sangre dynizana, pero los estrechos que hay entre Dynize y Fatrasta evitan que sufran el aislacionismo de sus primos.

      —¿Los generales fatrastos muestran preocupación por Dynize?

      —¿Preocupación? La sola idea les provoca acidez. Pero la guerra civil dynizana no da señales de que vaya a terminar. No volverán la mirada hacia fuera durante un tiempo.

      —¿Y los keseños? —preguntó Tamas.

      —Cuando me fui, ya estaban haciendo propuestas de paz.

      —Qué pena. Esperaba que Fatrasta los mantuviera ocupados durante un tiempo más. —Tamas miró a Taniel de arriba abajo—. Veo que aún llevas puesta la vestimenta de la frontera.

      —¿Y cuál es el problema? Me he gastado todo mi dinero para volver a casa. —Taniel agarró la solapa de su pelliza de gamuza—. Estas son las mejores prendas de la frontera. Abrigadas, duraderas. Me alegro de tenerlas, me había olvidado del frío que llega a hacer en Adro.

      —Ya veo. —Tamas se acercó a Ka-poel y la estudió. Ella sostuvo el sombrero con ambas manos y sin temor le mantuvo la mirada. Tenía el cabello rojo fuego y su pálida piel estaba cubierta de pecas cenicientas, una rareza que no se veía en los Nueve. Tenía rasgos pequeños y atractivos. Nada que ver con la imagen de los guerreros enormes y salvajes que la mayor parte de la población de los Nueve se hacía de los dynizanos.

      —Fascinante —dijo Tamas—. ¿Dónde la conociste?

      —Era la exploradora de nuestro regimiento —dijo Taniel—. Nos ayudó a rastrear Privilegiados keseños por los Yermos de Fatrasta. Se convirtió en mi vigía, y le salvé la vida varias veces. Desde entonces, no se ha apartado mi lado.

      —¿Habla adrano?

      —Es muda. Pero lo entiende.

      Tamas se inclinó hacia delante, mirando a Ka-poel a los ojos. Le examinó las mejillas y las orejas, como si fuera un caballo de competición. Taniel se preguntó si Tamas seguiría con los dientes. Casi que deseó que lo hiciera; Ka-poel lo mordería si lo intentara.

      —Es una hechicera —dijo—, una Ojo de Hueso. La versión dynizana de los Privilegiados, aunque su magia es algo diferente, según tengo entendido.

      —Hechiceros salvajes —dijo Tamas—. He oído algo acerca de ellos. Es muy pequeña. ¿Qué edad tiene?

      —Catorce años —dijo Taniel—. Creo. Son gente de contextura pequeña, pero en el campo de batalla son demonios. También son buenos con los fusiles. Ah, eso me recuerda que quería mostrarte una cosa.

      Señaló su arma. Ka-poel desató el fusil del morral y se lo alcanzó. Taniel sonrió y lo sostuvo frente a su padre.

      —¿Es este…? ¿Es este el fusil que usaste para ese tiro? —preguntó Tamas.

      —Claro que sí.

      Tamas tomó el fusil por el cañón, se lo colocó en posición y apuntó.

      —Es muy largo. Buen peso. Ánima estriada y cazoleta cubierta en la llave de chispa. Bellamente construido.

      —Mira el nombre que hay debajo del cañón.

      —Un Hrusch. Muy bonito.

      —No es solo el diseño —dijo Taniel—. Lo fabricó el propio Hrusch. Pasé un mes con él en Fatrasta. Llevaba ya una temporada trabajando en este fusil, y me lo obsequió.

      Los ojos de Tamas se agrandaron.

      —¿Es genuino? Nunca he visto fusiles mejor construidos. Compramos los derechos de la patente hace un año y hemos estado fabricándolos para el ejército, pero hasta ahora solo había visto uno construido por el propio Hrusch.

      Taniel sintió satisfacción por el asombro de su padre. Finalmente, algo nuevo. Algo de lo que Tamas quizá se sentiría orgulloso.

      —Los keseños también trataron de comprar la patente —dijo Taniel.

      —¿En serio? ¿Aun estando en guerra con Fatrasta?

      —Por supuesto. Los fusiles Hrusch les patearon el culo en la frontera. Casi no tienen tiros fallidos, por muy mal tiempo que haga. Pero Hrusch se negó a vendérselos, ni por un cofre de oro y un condado. Y los armeros de Kez no pueden replicar su trabajo.