sabían exactamente de quién era esa casa. El sargento había mencionado a un mariscal de campo. Adro solo tenía un hombre con ese rango: el mariscal de campo Tamas.
—El duque Eldaminse y su familia han sido arrestados por traición —dijo el sargento.
Ganny palideció; parecía estar a punto de desmayarse.
Nila sintió que el estómago se le encogía. Traición. Acusaciones de esa índole podían hacer que se cuestionara la lealtad de todo el personal.
No había escapatoria. Nila había oído contar la historia de un archiduque, el primo del propio Rey de Hierro, que conspiró contra el trono. Su familia y todo su personal terminaron en la guillotina.
—Puedes irte —dijo el sargento—. Estamos aquí solo por el duque y su familia. —Avanzó hacia la palangana frunciendo el ceño—. Te convendría buscar un nuevo trabajo. De hecho, si puedes, deberías dejar la ciudad al menos durante unos días—. Se puso el cigarro en la boca y cogió un par de pantalones del montón de ropa.
—¡Olem!
El sargento giró la cabeza, otro soldado entró en la habitación.
—¿Habéis encontrado al niño? —dijo Olem, y pareció olvidarse de la palangana.
—No, pero ha llegado una orden para vos. Del mariscal de campo.
—¿Para mí? —Olem pareció dudar.
—Debéis presentaros inmediatamente ante el comandante Sabon.
—Muy bien —dijo Olem. Apagó el cigarro sobre la mesa de la cocina—. Vigila a Heathlo. No dejes que los muchachos maltraten a ninguna de las mujeres. Si tienes que dejarlos saquear un poco para mantenerlos ocupados, hazlo.
—Pero nuestras órdenes...
—Los muchachos incumplirán algunas de nuestras órdenes de una u otra manera. Prefiero que incumplan las que no los lleven a la horca.
—Bien.
Olem echó una última mirada por la cocina.
—Coged todos los objetos de valor que tengáis aquí y marchaos —dijo—. El duque tampoco volverá por sus cosas… —Hizo un gesto de saludo hacia Ganny y Nila antes de salir.
“Así que llevaos lo que queráis”. Nila terminó la frase en su mente.
Ganny echó una mirada rápida hacia Nila y salió corriendo hacia el vestíbulo. Un momento después Nila la oyó subir por la escalera de los sirvientes.
Nila extrajo la llave del mayordomo de su escondite, situado encima de la chimenea, y abrió el armario de la plata. Lo que tenía oculto bajo el colchón de su cama no valía ni una fracción de los cubiertos de plata que ahora estaba metiendo en un saco de arpillera.
Esperó hasta que no se oyera a ninguno de los soldados en el vestíbulo y sacó a Jakob de la palangana. Lo ayudó a quitarse la ropa de dormir y le dio unos pantalones sucios y la camisa de uno de los niños de la servidumbre. Eran demasiado grandes, pero servirían.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Jakob.
—Voy a llevaros a un lugar seguro.
—¿Y la señorita Ganny?
—Creo que no volverá—dijo Nila.
—¿Y mis padres?
—No lo sé —dijo Nila—. Creo que querrían que vinierais conmigo. —Recogió un poco de ceniza fría del rincón de la chimenea y la mezcló con agua—. Quedaos quieto —le dijo mientras le untaba el rostro y el cabello con las cenizas. Lo cogió de la mano, y con el saco lleno de objetos de plata robados sobre el hombro, se dirigió a la puerta trasera.
Había dos soldados vigilando el callejón que había detrás de la casa. Nila caminó hacia ellos con la cabeza baja.
—Eh, tú —dijo uno de los hombres—. ¿De quién es este niño?
—Mío —dijo Nila.
El soldado levantó la barbilla de Jakob.
—No parece el hijo de un duque.
—¿No deberíamos retenerlo hasta que encontremos al niño? —dijo el otro.
—El sargento Olem ha dicho que podíamos irnos —dijo Nila.
—Bien —dijo el soldado—. Pues entonces, márchate. Será una noche muy larga.
Capítulo 4
Adamat partió del Horizonte y se dirigió directamente a su casa en un carruaje conducido por uno de los soldados de Tamas. Fue un trayecto largo, acompañado solo por sus preocupaciones y su desconfianza en sí mismo, a medida que el cochero atravesaba las calles de Adro, envueltas en el silencio de la noche. Adamat deseó para sus adentros que pudieran ir más rápido. Pero no sirvió de nada. El cielo del este ya había comenzado a clarear cuando se bajó del carruaje, empujó el viejo portón, atravesó su pequeño jardín y llegó a la puerta principal. Cogió las llaves con torpeza; se le cayeron de las manos. Se detuvo un momento y respiró hondo.
Ya había visto cosas peores, se dijo a sí mismo. No sería peor que los disturbios de Oktersehn. Metió con fuerza la llave en la cerradura y la giró; el metal oxidado chirrió cuando abrió la puerta, medio de un empujón, medio de una patada.
Fue al segundo piso subiendo los peldaños de dos en dos y golpeó cada puerta que iba pasando a medida que avanzaba por el corredor. Llegó a su propio dormitorio y abrió la puerta con fuerza.
—Faye —dijo.
Su esposa levantó la cabeza de la almohada y lo miró a la luz de la lámpara, que ardía con una llama baja. Las sombras bailaron sobre su rostro, oscurecido por un halo de cabello negro y ondulado.
—¿Qué hora es? —preguntó ella.
—Pasadas las cinco —dijo Adamat. Elevó la llama de la lámpara y retiró las mantas—. Levántate. Te vas a la casa de Offendale.
Faye agarró las mantas y se las llevó al pecho.
—¿Qué te sucede? ¿Qué casa de Offendale?
—La que compramos apenas entré en la fuerza. Por si los niños y tú llegabais a estar en peligro.
Faye se incorporó.
—Pensaba que habíamos vendido esa casa. Yo… Adamat. ¿Qué ha pasado? —Un dejo de preocupación resonó en su voz—. ¿Es por lo de la familia Lourent? ¿O un caso nuevo?
La familia Lourent lo había contratado para que investigara el escabroso pasado del pretendiente de su hija menor. Todo el asunto terminó mal cuando Adamat se vio forzado a exponer al joven como un farsante.
—No, no es el caso Lourent. Es algo mucho más grande. —Adamat se volvió al oír unas pisadas suaves en el corredor—. Astrit —dijo en voz baja. Su hija pequeña llevaba un perro de peluche deshilachado bajo el brazo. Tenía puesto el camisón y un par de viejas pantuflas de Faye que le quedaban demasiado grandes. En la penumbra parecía una versión diminuta de su madre. Inclinó la cabeza con curiosidad—. Ve por tu abrigo de viaje, querida. Te vas de paseo —le dijo Adamat.
—¿Tengo que ponerme un vestido? —preguntó ella.
Adamat forzó una sonrisa.
—No, amor, solo el abrigo de viaje encima del camisón. Te irás muy pronto. No olvides los zapatos.
Ella le sonrió y se fue trotando por el vestíbulo, con el viejo perro de peluche colgando de una mano. Sus hermanos mayores la miraron con extrañeza a medida que fueron saliendo de las habitaciones.
—Josep —le dijo Adamat a su hijo mayor—. Encárgate de que tus hermanos y hermanas estén listos para partir. Rápido. Que hagan una maleta para algunas semanas.
El muchacho era un joven serio,