con la cabeza y llevó a sus hermanos de vuelta a las habitaciones.
“Buen muchacho”. Adamat se volvió hacia Faye, que ahora estaba sentada en la cama. Ella se pasó una mano por el cabello y se desenredó algunos nudos.
—Más vale que tengas una buena explicación —dijo—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Están en peligro los niños?, ¿o tú? ¿Tiene que ver con algún nuevo trabajo que has aceptado? Te dije que dejaras de fisgonear a las esposas de los nobles y de meterte en los asuntos de los demás.
Adamat cerró los ojos.
—Soy un investigador, querida. Meterme en los asuntos de los demás es mi trabajo. Habrá disturbios. Quiero que los niños y tú os hayáis ido de la ciudad antes de una hora. Es solo una precaución, por supuesto.
—¿Por qué habrá disturbios?
Condenada mujer. Lo que no daría él por una esposa obediente.
—Ha habido un golpe de estado. Manhouch irá a la guillotina al mediodía.
Adamat tuvo la breve satisfacción de ver su expresión de sorpresa. En un instante, su mujer se puso de pie y se dirigió al armario. Él la observó por un momento. Tenía el cuerpo más angular que antes; los codos puntiagudos y la piel arrugada en lugar de las curvas suaves y las carnosidades sutiles y adorables. Los años que habían pasado desde que él se retiró de la fuerza no habían sido gentiles con ella, y ya no era tan hermosa como en su juventud. Adamat se imaginó a sí mismo. Él no era quién para juzgar. Era más bien bajo, estaba quedándose calvo y su rostro redondo se había vuelto enjuto a lo largo de los años, y su barba y bigote habían perdido volumen. Ya no era tan joven como antes. Aun así... se mordió el labio inferior al mirar a Faye pensando en ciertas acciones que tendrían que esperar algún tiempo.
Faye se volvió, y vio que él la miraba.
—Tú vendrás con nosotros, ¿no? —dijo.
—No.
Ella hizo una pausa.
—¿Por qué no?
Debería mentir. Decirle que tenía compromisos previos.
—Me he… involucrado.
—Ay, no. Adamat, ¿qué demonios has hecho?
Él reprimió una sonrisa. Amaba oírla maldecir.
—No de esa manera. No. La llamada de hoy. El mariscal Tamas tiene un trabajo para mí.
Ella frunció el ceño.
—Solo él tendría el valor de derrocar a un rey. Bueno, deja de sonreír, pide un carruaje y ayuda a los niños a calzarse. —Le hizo un gesto con la mano para que se moviera—. ¡Vamos!
Veinte minutos después, Adamat observaba a su familia subir a un par de carruajes. Pagó a los cocheros y se quedó un momento con su esposa.
—Si llegara a parecer que los disturbios se acercan, no dudes en llevar a los niños a Deliv. Iré a buscaros cuando las cosas se hayan calmado.
El rostro de Faye, usualmente severo y en firme desaprobación, de pronto se suavizó. Volvió a ser joven a los ojos de Adamat, una niña preocupada esperando que su amante apareciera andando por los caminos a medianoche. Se inclinó hacia delante y lo besó con ternura en los labios.
—¿Qué les digo a los niños?
—No les mientas —dijo Adamat—, ya son lo suficientemente mayores.
—Se preocuparán. Sobre todo, Astrit.
—Por supuesto —dijo Adamat.
Faye se sorbió la nariz.
—No he estado en Offendale desde que fuimos de vacaciones después de nacer Astrit. ¿La casa de allí está en buen estado?
—Será pequeña —dijo Adamat—. Acogedora. Pero segura. ¿Recuerdas las contraseñas? La oficina de correos está en el pueblo de al lado. Le enviaré una carta a Saddie para pedirle que te lleve el correo.
—¿Es todo eso necesario? —preguntó Faye—. Pensaba que solo serían disturbios.
—Tamas es un hombre peligroso —dijo Adamat—. Yo no… —Hizo una pausa—. Es solo una precaución. Dame el gusto.
—Por supuesto —dijo Faye—. Cuídate.
Adamat le devolvió el beso, luego se inclinó en la ventana del carruaje y le dio un beso a cada uno de sus nueve hijos, y dos para cada uno de los mellizos. Se detuvo frente a Astrit y se puso de rodillas en el suelo del carruaje para mirarla a los ojos.
—Vais a estar fuera un par de semanas. La ciudad se volverá un poco peligrosa.
—¿Por qué no vienes tú? —preguntó ella.
—Tengo que ayudar a que vuelva a ser más segura. —Pensó en la Promesa Rota de Kresimir. Esas palabras lo hicieron estremecerse.
—¿Tienes frío? —preguntó Astrit.
Él le pasó un dedo por la mejilla.
—Sí —le dijo—. Hace fresco. Mejor me meto en casa, antes de que me resfríe. ¡Que tengáis un buen viaje!
Cerró la portezuela del carruaje y se quedó de pie en la calle, viéndolos alejarse hasta que doblaron una esquina. Había muchas razones por las que iba a echar de menos a Faye. Cuando se trataba de sus investigaciones, ella era más que una esposa para él. Era una compañera. Tenía una gran red de amigos y conocidos, y sabía cómo sonsacarles los chismorreos y obtener información que ni siquiera él podría conseguir.
Emprendió el regreso hacia la casa, pero se detuvo un momento al ver algo de movimiento en una puerta de la acera de enfrente. Un joven con una levita larga y rígida salió de entre las sombras y se fue caminando en dirección opuesta a la de los carruajes. Echó una mirada hacia Adamat y redobló la velocidad.
Adamat lo observó fijamente, para asegurarse de que aquel desconocido sintiera su mirada. Uno de los matones de Palagyi, sin duda. Volvería a tener noticias suyas pronto. Volvió a la casa, cerró la puerta con llave después de entrar y fue de inmediato al estudio. Buscó por los cajones de su escritorio hasta que encontró una resma de papel de carta.
Cuando terminó la última carta, el sol finalmente había llegado a la ventana de su estudio, asomando por encima de las casas y las montañas distantes. La mano le dolía de tanto escribir, y la vela ya estaba casi consumida. Bostezó y dejó que su mente vagara por un momento, y entonces le llegó a los oídos un débil chirrido de metal contra metal.
Metió todas las cartas en uno de los cajones del escritorio y lo cerró con llave. Cogió su bastón y lo giró hasta que emitió un chasquido, luego caminó por la casa, tratando de ubicar el sonido. Llegó a una puerta trasera, vieja y pequeña, que daba a un enrejado cubierto de malas hierbas en el pequeño claro que hacía las veces de jardín entre su casa y la de atrás. Al jardín se podía llegar desde la casa en sí o desde un pequeño pasadizo que discurría entre las dos casas, donde había una verja cerrada con llave.
Adamat abrió la puerta de un tirón, bastón en mano. Tres hombres se lo quedaron mirando. Dos de ellos llevaban las chaquetas gastadas y las sencillas gorras de los trabajadores callejeros. El primero tenía las rodillas y las mangas manchadas de negro, probablemente por palear carbón en un horno; el segundo, el de las ganzúas, llevaba prendas demasiado grandes para él, la típica costumbre de un ladrón callejero que buscaba ocultar varios objetos en su persona. El tercer hombre llevaba ropa elegante, un abrigo gris encima de un chaleco de un negro inmaculado, y sus zapatos estaban tan lustrados que uno podría mirarse los dientes reflejados en ellos.
El ladrón se encontraba de rodillas frente a la puerta.
—Estáis haciendo tanto ruido que directamente podríais haber llamado a la puerta principal —dijo Adamat. Suspiró, bajó el bastón y le habló al mejor vestido de los tres—. ¿Qué quieres, Palagyi?
Palagyi