Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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Si queremos tener una mínima apariencia de control sobre la nación durante los próximos años, necesitamos el dinero desesperadamente. Milady, vuestros mercenarios tendrán la tierra; Ricard, tu sindicato tendrá sus subvenciones. Todos recibirán una parte.

      —Quince por ciento para la Iglesia —exigió el archidiocel en voz baja, estudiándose las uñas.

      —Idos al infierno —le espetó Ricard.

      —Yo os enviaré allí —dijo el archidiocel avanzando hacia Ricard. Se metió una mano en la sotana. Ricard retrocedió tan rápido que casi cayó de espaldas.

      —¡Charlemund! —exclamó Tamas.

      El archidiocel se detuvo y se volvió hacia Tamas.

      —La Iglesia recolectará su diezmo normal del quince por ciento. Ese fue el precio de nuestro apoyo.

      —¿El precio? —dijo Tamas—. Pensaba que este golpe de estado estaba autorizado por la Iglesia porque Manhouch estaba permitiendo que su pueblo muriera de hambre. ¿O fue porque Manhouch le cobraba impuestos a la Iglesia para poder pagar su palacio de concubinas? No recuerdo cuál era el motivo. La Iglesia obtendrá el cinco por ciento y quedará satisfecha.

      El archidiocel dio un paso en dirección a Tamas.

      —¿Cómo os atrevéis?

      Tamas también dio un paso. Su mano se acercó a la pequeña espada que llevaba en la cadera.

      —Retadme a duelo —dijo Tamas—. Lo haré interesante y no elegiré pistolas.

      El archidiocel dudó. Una sonrisa burlona se le formó en la comisura de los labios.

      —Si os eliminara, esta nación se hundiría y todo sería anarquía y caos —dijo—. Mi primera obligación es con mi Dios. Mi segunda obligación es con mi país. Hablaré con mis colegas archidioceles y veré qué puedo hacer. —Retiró las manos de su sotana y las extendió en señal de paz.

      Tamas le ofreció a Charlemund una sonrisa falsa.

      —Gracias. —Apoyó la mano sobre el mango de su espada.

      El eunuco habló en voz alta:

      —Si no hay dinero en el tesoro del rey, ¿qué es lo que ha estado gastando Manhouch?

      —El dinero de la Iglesia —gruñó el archidiocel.

      —En parte —lo corrigió Ondraus—. Pidió créditos descomunales a un gran número de bancos esparcidos por los Nueve. La corona le debe al gobierno keseño casi cien millones de kranas.

      Ricard lanzó un silbido por lo bajo.

      Tamas se volvió hacia el tesorero.

      —La corona está a punto de caer dentro de una cesta. Una vez que hayáis comenzado a liquidar los bienes de la nobleza, empezad a pagar a los bancos locales. Si aparece algo de dinero, los próximos serán nuestros aliados.

      —La mayor parte se le debe a Kez —dijo Ondraus encogiéndose de hombros.

      —Bien. Que se pudran.

      Se oyó una risa, y Tamas se volvió. El eunuco seguía junto a la ventana. Se había servido un poco de agua fría y ahora observaba el fondo del vaso.

      —Vuestra venganza personal nos pondrá a todos en el lado equivocado del hacha de un verdugo —dijo el eunuco.

      —No es personal —le replicó Tamas. Pero sabía que no engañaba a nadie. Todos estaban al tanto de lo de su esposa. Todos en los Nueve lo sabían. Eso no evitó que lo negara. —Esa deuda explica por qué Manhouch estaba tan ansioso por entregar Adro a los keseños. —Hizo una pausa —. ¿Alguno de vosotros ha leído los Acuerdos?

      —Iban a restringir los sindicatos —dijo Ricard.

      —Y a proscribir a las Alas de Adom —añadió lady Winceslav.

      —¿Habéis leído las partes de los Acuerdos que no estaban directamente relacionadas con vosotros?

      El vicerrector, sentado hacia el fondo del salón, levantó la mano. Todos los demás esquivaron la mirada de Tamas.

      —Habrían destruido Adro tal y como lo conocemos —dijo Tamas—. Nos habríamos convertido prácticamente en esclavos de Kez. El pueblo está muriéndose de hambre, la nación sufre bajo Manhouch y sufriría más bajo Kez. Es por eso por lo que mandamos a Manhouch a la guillotina. —No porque los keseños le habían hecho lo mismo a su esposa y Manhouch había permitido que sucediera sin protestar.

      —¿Vais a decir algo? —dijo de pronto lady Winceslav.

      —¿A quién? —dijo Tamas.

      —A la multitud. Tenéis que hablar con el pueblo. Su monarca está a punto de ser decapitado. Se quedarán sin un líder. Necesitan saber que tienen alguien que los dirija, alguien con quien puedan atravesar los tiempos que se avecinan.

      Con quien pudieran atravesar la casi inevitable guerra contra Kez, había querido decir.

      —No —dijo Tamas—. Hoy no diré nada. Además, no estoy reemplazando al rey. Vosotros seis haréis eso. Yo estoy aquí para proteger al país y mantener la paz mientras formáis un gobierno que tenga en mente los intereses del pueblo.

      —Sería sensato decir algo —dijo el vicerrector; su marca de nacimiento se movía de forma extraña cuando hablaba—. Para mantener la paz.

      Tamas los observó a todos.

      —El pueblo quiere sangre en este momento, no palabras. Llevan años queriendo sangre. Yo lo he percibido. Vosotros, también. Es por eso por lo que decidimos unirnos para derrocar a Manhouch. Yo les daré sangre. Mucha sangre. Tanta que los enfermará, los ahogará. Después, mis soldados los irán guiando hacia el Distrito Samalí, donde podrán saquear las casas de los nobles, violar a sus hijas y matar a sus hijos menores. Pienso permitir que se ahoguen en su locura. Dentro de dos días suprimiré los disturbios. Se harán proclamaciones. Mis soldados eliminarán con una mano a los que ocasionen disturbios, y con la otra darán comida y ropa a los pobres, y voy a restablecer el orden.

      Los seis miembros de su junta lo miraron en silencio. Lady Winceslav palideció, y Ricard se sumó al eunuco en un análisis del fondo de su vaso. Tamas les permitiría reflexionar sobre eso. Les permitiría considerar hasta dónde llegaría él con tal de proteger su país y ver que prevaleciera la justicia y se restableciera el orden.

      —Sois un hombre peligroso —dijo el archidiocel.

      —Habláis como si pudierais controlar a una turba —dijo el eunuco. Había desdén en su voz.

      —No se puede controlar a las turbas —dijo Tamas—. Pero se las puede soltar. Estoy dispuesto a aceptar las consecuencias. Si habéis de objetar, hacedlo ahora. Pero os digo que este pueblo necesita sangre. —Los demás permanecieron en silencio. Transcurridos unos momentos, Tamas continuó—: Tenemos otras muchas cosas de que hablar.

      Tomó asiento en un rincón y observó más que lo que habló mientras su coconspiradores discutían los detalles de los meses venideros. Debían nombrar gobernadores, reescribir leyes, pagar a trabajadores. Tenían un camino largo y difícil por delante. Tamas llamó a los perros silbando por lo bajo, luego apoyó una mano en la cabeza de cada uno mientras escuchaba.

      De pronto se abrió la puerta al balcón; Tamas levantó la cabeza y se dio cuenta de que había estado dormitando.

      —Señor —dijo Olem—. Ya es la hora.

      Tamas se puso de pie y se sacudió para quitarse el sueño. Fue hasta la puerta y la sostuvo abierta para lady Winceslav.

      —Señora.

      El grupo salió al balcón. Tamas miró hacia el Jardín, y lo que vio lo dejó sin aliento. No llegaba a verse ni un solo adoquín entre la muchedumbre de cuerpos que había allí abajo. La gente estaba de pie hombro con hombro; el murmullo de voces sonaba como olas rompiendo en una playa. El gentío