Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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lo supiera. Los Privilegiados odian a los magos de la pólvora, y las camarillas siempre han desalentado que se los estudie.

      —¿Por qué los odian tanto? —Adamat había oído decir que la mayoría de los Privilegiados eran alérgicos a la pólvora.

      —Por miedo —dijo Uskan—. La mayoría de los hechizos de los Privilegiados tienen un alcance de menos de un kilómetro. Los magos de la pólvora pueden disparar al doble de distancia. A las camarillas nunca les ha gustado estar en desventaja. También me han contado que si bien todas las cosas (vivas, muertas o elementales) tienen auras en el Otro Lado, no es el caso de la pólvora, y eso pone nerviosos a los Privilegiados. Ah, aquí estamos. —Uskan se detuvo frente a una estantería. Pasó el dedo por el lomo de varios libros, los extrajo y los fue apilando sobre los brazos de Adamat. El golpeteo de los libros unos sobre otros hizo que se levantara polvo—. Solo falta uno —dijo Uskan—, y sé dónde está. En el despacho del vicerrector.

      —¿Podemos buscarlo?

      —El vicerrector no está; esta mañana a primera hora lo llamaron de Adopest con cierta urgencia. No tengo la llave de su despacho. Tendremos que esperar hasta que regrese.

      Llevaron la pila de libros hasta una de las mesas para comenzar la investigación. Adamat se sentó y abrió el primer libro. Hizo una mueca.

      —¿Uskan?

      —¿Hum? —Uskan echó un vistazo. Se puso de pie de un salto y rodeó la mesa con una velocidad que Adamat jamás había visto en él—. ¿Qué es esto? ¿Quién demonios ha hecho esto? —Las primeras páginas del libro habían sido arrancadas, y muchas de las siguientes tenían tachados fragmentos enteros, como si alguien hubiera metido los dedos en tinta y los hubiera pasado por toda la página. Uskan se pasó el pañuelo por la frente y comenzó a caminar de un lado al otro detrás de Adamat—. Estos libros tienen un valor incalculable. ¿Quién haría algo así?

      Adamat se inclinó hacia delante y miró con cuidado la línea donde se había arrancado el papel. Estudió el libro que tenía en sus manos. Estaba hecho de vitela, más gruesa que el papel actual y cuatro veces más resistente. El borde de la página rasgada estaba levemente ennegrecido.

      —Un Privilegiado —dijo Adamat.

      —¿Por qué lo dices?

      Adamat señaló la página arrancada.

      —¿Se te ocurre alguna otra cosa, además de la hechicería, que pueda provocar tal quemadura sin dañar el resto del libro?

      Uskan siguió caminando de un lado al otro.

      —¡Un Privilegiado! ¡Malditos sean! ¡Deberían saber lo valiosos que son los libros!

      —Creo que lo saben —dijo Adamat—. De lo contrario, este habría quemado todo el libro. Veamos los demás—. Tomó el siguiente libro, y luego el siguiente. De los once tomos que habían bajado del estante, siete tenían pasajes tachados o páginas arrancadas. Para cuando terminaron toda la pila, Uskan echaba humo.

      —¡Espera a que el vicerrector se entere! Irá hasta el Horizonte y les dará una paliza a esos Privilegiados, les...

      —Tamas ha ejecutado a toda la camarilla.

      Uskan se quedó helado. Las fosas nasales se le abrían y cerraban, y sus labios hicieron una mueca de furia.

      —Supongo que no habrá desagravio por esto, entonces.

      Adamat meneó la cabeza.

      —Echemos un vistazo a lo que tenemos. —Pasaron algún tiempo examinando los textos y encontraron ocho lugares distintos donde los párrafos tachados podrían haber sido referencias a la Promesa de Kresimir. Sin embargo, los fragmentos eran indescifrables—. Ese último libro —dijo Adamat—. El libro que está en el despacho del vicerrector…

      —Sí —dijo Uskan distraídamente, rascándose la cabeza—. Al servicio del rey. Detalla los deberes de las camarillas reales en cuanto a la protección de los reyes de los Nueve. Es una obra muy famosa.

      Adamat se alisó el frente de su chaqueta.

      —Veamos si el vicerrector ha dejado la puerta sin llave.

      Uskan devolvió los libros a su sitio y se apresuró a seguir a Adamat al patio de la biblioteca.

      —Siempre la cierra con llave —dijo Uskan—. Esperemos hasta que vuelva. El vicerrector es un hombre bastante reservado.

      —Estoy en una investigación —dijo Adamat mientras entraba al edificio administrativo.

      —Eso no te da el derecho de fisgonear el estudio de quien te dé la gana —replicó Uskan—. Además, la puerta estará cerrada con llave.

      Cuando la manilla de la puerta se agitó pero no giró, Uskan sonrió triunfal.

      —No es problema —dijo Adamat. Se puso en cuclillas y extrajo un pequeño juego de ganzúas que llevaba en una bota. Uskan abrió unos ojos como platos.

      —¿Qué? ¡No! ¡No puedes hacer eso!

      —¿A qué hora me has dicho que volverá el vicerrector?

      —No hasta tarde —dijo Uskan—. Yo… —Se dio cuenta de su error al instante, cuando Adamat comenzó a trabajar con la cerradura. Uskan resolló y se dejó caer contra la pared—. Debería haberte dicho “En cualquier momento” —murmuró.

      —No sabes mentir —dijo Adamat.

      —Es verdad. Y no seré capaz de mentirle al vicerrector cuando me pregunte si alguien ha estado en su despacho.

      —Vamos. No lo sabrá.

      —Claro que sí. ¿Cómo puedes...? La cerradura chasqueó y Adamat empujó la puerta con suavidad. El interior del despacho era más representativo de lo que se esperaría de una persona universitaria. Había libros y papeles por doquier. Platos de comida sin terminar en sillas, mesas e incluso el suelo. Todas las paredes de la habitación estaban cubiertas por estanterías del doble de alto que una persona, y las estanterías se encontraban desbordadas, venciéndose por el peso de tantos libros apilados de cualquier forma—. No muevas nada —dijo Uskan—. Él sabe exactamente dónde ha dejado cada objeto. Sabrá si… —Uskan guardó silencio ante la mirada de Adamat—. En fin, voy a buscar el libro —dijo con hosquedad.

      Adamat se quedó en los límites de aquella jungla de papel y tinta que era el despacho del vicerrector, mientras Uskan buscaba el libro faltante con la gracia natural de un secretario. Levantó papeles, movió platos y libros, pero todo volvió al lugar exacto en el que estaba antes.

      Adamat se puso de puntillas y recorrió la habitación con la mirada.

      —¿Es ese? —preguntó señalando el centro del escritorio.

      Uskan asomó la cabeza desde debajo de la silla del vicerrector.

      —Ah, sí.

      Adamat atravesó la estancia con cautela. Cogió el libro con cuidado y comenzó a pasar las hojas. Uskan fue con él.

      —No hay hojas dañadas —informó Adamat. Examinó las páginas, una tras otra, buscando solo dos palabras que sobresalieran. Las encontró en el epílogo del libro, en la última página.Leyó en voz alta—: “Y protegerán la Promesa de Kresimir con sus vidas, pues si se rompe, los Nueve podrían sucumbir”. —Examinó la página, luego la página siguiente, luego la anterior. No había otras referencias. Hizo una mueca—. Esto no tiene sentido.

      El dedo de Uskan se clavó en el medio del libro, justo en el lomo.

      —¿Qué?

      —Faltan más páginas —dijo Uskan—. Medio epílogo. —La voz le temblaba de ira.

      Adamat miró más en detalle. Era cierto, habían arrancado las hojas del libro. La encuadernación era distinta en este volumen, por lo que era difícil siquiera darse cuenta de que faltaban hojas. Suspiró.

      —¿Dónde