Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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de Nopeth también tiene una copia.

      —No voy a pasarme buena parte de un mes metido en un carruaje para quizás encontrar un libro en la Universidad de Nopeth —dijo Adamat. Cerró el libro con fuerza y lo devolvió al escritorio del vicerrector—. Tendré que mirar en los Archivos Públicos.

      —Los disturbios —reparó Uskan mientras él se dirigía hacia la puerta. Adamat se detuvo—. Los Archivos estarán cerrados. Contienen registros de impuestos, historias familiares, e incluso cajas de seguridad. Tienen guardias, Adamat.

      Eso solo era un problema si lo atrapaban.

      —Gracias por tu ayuda —dijo Adamat—. Avísame si encuentras algo más.

      Taniel miró a la turba que avanzaba sistemáticamente a lo largo de la calle y se preguntó si le daría muchos problemas. La ciudad era un caos; carretas volcadas, edificios incendiados, cadáveres abandonados en la calle a merced de saqueadores y cosas peores. El humo que flotaba como una cortina sobre la ciudad daba toda la sensación de que no se dispersaría nunca.

      Taniel hojeó al azar su cuaderno de bocetos. Las páginas se abrieron en un retrato de Vlora. Se detuvo un momento, luego cogió el cuaderno por el lomo y arrancó la página. La estrujó y la arrojó a la calle. Miró el desgarro del cuaderno e instantáneamente se arrepintió de haberlo dañado. No tenía dinero para comprar otro. Había vendido todos sus objetos de valor para comprar un anillo de diamantes en Fatrasta. El condenado anillo de diamantes que había dejado clavado a un petimetre en Jileman. Aún recordaba la sangre brotando del hombro de aquel sujeto, las gotas color carmesí cayendo del anillo que le había deslizado por la espada antes de clavársela. Tendría que haberse quedado con el anillo. Podría haberlo empeñado. Se obligó a tragar el nudo que tenía en la garganta. Se arrepentía de no haberle dicho algo a Vlora allí mismo, lo que fuera, mientras ella se sostenía las sábanas contra el pecho en la puerta de aquella habitación.

      Miró la hora en el reloj de una torre cercana. Faltaban cuatro horas para que los soldados de su padre comenzaran a restablecer el orden. Cualquier persona que se encontrara en las calles pasada la medianoche tendría que enfrentarse a los hombres del mariscal de campo. No sería algo sencillo para los soldados. En ese momento, había mucha gente desesperada en Adopest.

      —¿Qué piensas de estos mercenarios? —preguntó Taniel. Se inclinó y cogió el boceto arrugado de Vlora, lo alisó contra su pierna y lo guardó dentro del cuaderno.

      Ka-poel se encogió de hombros. Miró la turba que se acercaba. Los lideraba un hombre corpulento, un granjero vestido con un mono viejo y gastado y armado con una porra improvisada. Probablemente se había mudado a la ciudad para trabajar en una fábrica pero no había podido unirse al sindicato.

      Vio a Taniel y a Ka-poel de pie en la puerta de un comercio cerrado y se volvió hacia ellos levantando la porra. Más víctimas a su disposición.

      Taniel pasó el dedo por el ribete de su casaca de cuero y tocó la culata de la pistola que llevaba en la cadera.

      —No te conviene tener problemas aquí, amigo —dijo. Ka-poel apretó sus pequeños puños con fuerza.

      Los ojos del granjero se posaron sobre el broche de plata con forma de barril de pólvora que Taniel llevaba en el pecho. Se detuvo a mitad de camino y le dijo algo al hombre que venía detrás de él. De pronto se volvieron y se alejaron. Los demás los siguieron, echando miradas siniestras en dirección a Taniel, pero poco dispuestos a vérselas con un mago de la pólvora.

      Taniel lanzó un suspiro de alivio.

      —Esos dos matones a sueldo ya deberían haber vuelto.

      Julene, la mercenaria Privilegiada, y Gothen, el quiebramagos, habían salido a seguir el rastro de la otra Privilegiada hacía casi una hora. Estaba cerca, dijeron, y saldrían en su búsqueda; luego regresarían por Taniel y Ka-poel. Taniel comenzaba a pensar que los habían abandonado.

      Ka-poel se señaló el pecho con el pulgar y luego se puso la mano por encima de los ojos y movió la cabeza como si buscara algo.

      Taniel asintió con la cabeza.

      —Sí, ya sé que tú puedes encontrarla —dijo—, pero dejaré que esos mercenarios hagan el trabajo preliminar. Es para lo único que servirán, de todos m...

      La cabeza de Taniel golpeó contra la pared del comercio que tenía detrás, y le retumbaron los oídos a causa de la repentina explosión. Ka-poel chocó contra él, y Taniel la atrapó antes de que llegara a caerse. La ayudó a ponerse de pie y sacudió la cabeza para que los oídos dejaran de zumbarle.

      En cierta ocasión se encontraba a un kilómetro de un depósito de municiones cuando de pronto la pólvora se prendió fuego. La explosión de ahora fue igual que aquella, pero Taniel, con sus sentidos de Marcado, percibió que no se trataba de pólvora, sino de hechicería.

      Una columna de fuego se elevó en el aire a menos de dos calles de donde estaban ellos. Desapareció tan pronto como había aparecido, y Taniel oyó gritos. Miró a Ka-poel; tenía los ojos muy abiertos, pero parecía estar ilesa.

      —Vamos —le dijo, y salió a la carrera.

      Pasó corriendo delante de la gente de la turba, desparramada sobre el empedrado como los juguetes de un niño derribados a puñetazos, y dobló la esquina para dirigirse hacia la explosión. Rebotó contra alguien y cayó al suelo. Se puso de pie de inmediato, echando apenas un vistazo a la persona con quien había chocado.

      Había avanzado dos pasos cuando comprendió lo que había visto: una mujer mayor de cabello gris, con camisa y chaqueta lisa color marrón, y guantes de Privilegiado.

      Taniel se volvió desenfundando la pistola.

      —¡Alto! —gritó.

      Ka-poel dobló la esquina a toda velocidad, justo hacia su línea de tiro. Él bajó la pistola y corrió hacia ella. Por encima del pequeño hombro de Ka-poel, vio que la Privilegiada se volvía. Los dedos le bailaron, y Taniel sintió el calor de una llama cuando la Privilegiada tocó el Otro Lado. Taniel agarró a Ka-poel y se arrojó con ella al suelo. Una bola de fuego del tamaño de un puño le pasó junto al rostro, lo suficientemente caliente para rizarle el cabello. Levantó la pistola y apuntó, sintiendo la calma del trance de pólvora mientras se concentraba en apuntar, en la pólvora y en su blanco. Apretó el gatillo.

      La bala habría acertado en el corazón de la Privilegiada si justo en ese momento esta no se hubiera tropezado. En cambio, la alcanzó en el hombro. Ella se crispó por el impacto y le gruñó.

      Taniel miró a su alrededor. Necesitaba un lugar donde ponerse a cubierto y recargar. A unos quince metros había un viejo almacén de ladrillos. Serviría.

      —Hora de irnos —le dijo a Ka-poel. La puso de pie de un tirón y corrió hacia el almacén.

      Con el rabillo del ojo vio que los dedos de la mujer danzaban. Ver a un Privilegiado tocar el Otro Lado era algo maravilloso, si ese Privilegiado no estaba intentando matarte. Con su dominio de los elementos, un Privilegiado habilidoso podía lanzar una bola de fuego o invocar rayos.

      Taniel notó que el suelo temblaba. Se pusieron a cubierto detrás del depósito, pero el edificio retumbó. Sintió que el grito se le escapaba de la garganta previendo los poderes que atravesarían la estructura y los destruirían.

      El edificio crujió, se movió, pero no explotó. De pronto aparecieron grietas en las paredes, de las que comenzó a salir humo. En el aire se oyó un sonoro bump. A continuación reinó el silencio. Estaban vivos. Algo había interrumpido el hechizo que la Privilegiada había estado a punto de arrojarles.

      Taniel miró de reojo a Ka-poel. Exhaló, y sintió que el aire salía tembloroso.

      —¿Has sido tú? —La mirada de Ka-poel le resultó indescifrable. Ella señaló—. Tras ella. Cierto. Vamos.

      Taniel corrió hacia la calle cambiando su pistola ya usada por una cargada. Se detuvo