Tamas se obligó a apartar la mirada de la multitud. Se enorgullecía de ser un hombre que casi no sentía miedo, pero el tamaño de semejante muchedumbre hizo que se sintiera pequeño. Por un momento se preguntó si estaba loco. Nadie podía controlar esa masa que se agitaba. Los rostros de sus compañeros le aseguraron que ellos compartían su asombro; incluso el seco e irritable Ondraus se encontraba sin palabras.
Tamas se acomodó el sombrero para bloquear el sol del mediodía y se pasó una mano por la mejilla. Se dio cuenta de que llevaba dos días sin afeitarse y de que su barba incipiente ya estaba gruesa. No era algo adecuado para un mariscal de campo vestido con uniforme de gala.
El ruido que provenía de la plaza se había convertido en un susurro casi inaudible. Se volvió y sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vio que todos los rostros miraban en su dirección.
—Nunca había visto una multitud tan grande. Un público tan predispuesto —murmuró—. ¿Está todo listo? —le preguntó a Olem.
—Sí, señor.
Tamas recorrió con la mirada los tejados de los edificios aledaños. En aquellos tejados estaban apostados sus magos de la pólvora y sus mejores tiradores, apuntando con fusiles a la multitud. Tamas trató de imaginarse el rostro de la Privilegiada que había hecho trizas a sus magos la noche anterior. Curtida, de más edad, con algo de gris en el cabello. Con arrugas en el rabillo de los ojos y una toga que olía a polvo. Se preguntó si se presentaría allí, en un intento de rescatar al rey. En el Palacio del Horizonte, visible allá arriba, al este, Taniel y los mercenarios iban siguiendo su rastro.
Tamas miró a sus compañeros de balcón y se preguntó qué dirían ellos si supieran que eran carnada para una Privilegiada. Notaba que el tercer ojo de Olem estaba abierto, examinando la multitud.
—Da la señal —le dijo Tamas.
Olem levantó un par de banderas rojas. Las agitó dos veces.
Las puertas de Diente Negro se abrieron con un chirrido estridente que se oyó a más de medio kilómetro a la redonda. El gentío desvió su mirada de Tamas, los cuerpos iban girando en olas enormes a medida que iban fijando su atención en el lado opuesto del Jardín del Rey. Tamas se inclinó hacia delante con el corazón golpeando como un martillo.
De las puertas de Diente Negro empezaron a salir soldados a caballo. Se abrieron paso a través de la multitud. Tamas distinguió la coronilla oscura y brillante de Sabon al frente de la columna, gritando indicaciones. La gente fue obligada a retroceder y se formó una callejuela. Detrás de los caballos venía un sencillo carromato de la prisión.
El pueblo gritó al unísono y se abalanzó hacia delante. Por un momento Tamas tuvo el temor de que Sabon y sus hombres fueran derribados. ¿El rey llegaría siquiera a la guillotina?
Los soldados hicieron que el gentío retrocediera. Fueron avanzando muy lentamente a través de la plaza, forcejeando todo el tiempo con la turba. El carromato del rey se detuvo frente a la plataforma de las guillotinas, justo debajo del balcón de Tamas. Los soldados se espaciaron detrás del carromato para que el camino quedara abierto, como una serpiente gigante a través de las multitudes. Tamas tragó saliva. Entre las dos hileras de soldados avanzaba una fila de más de mil personas con las piernas unidas con cadenas que llegaba hasta Diente Negro. Eran los nobles y sus hijos mayores, y muchas de sus esposas. Sus ropajes arrugados no significaban nada en las fauces de la turba, y por encima de los soldados de Tamas volaron salivazos y comida en mal estado.
—El verdugo se jubilará después de esto —dijo Olem.
El espectáculo hizo que a Tamas se le elevara el ánimo y, al mismo tiempo, le produjo asco. Ese era el punto culminante de décadas de planificaciones. Tembló de entusiasmo y se estremeció dudando de sí mismo. Si había un hecho por el que la historia lo recordaría, sería ese.
Hubo una conmoción en la avenida Reina Floun, a la derecha de Tamas. El corazón se le fue a la garganta.
—Fusil —ordenó. Olem le entregó uno—. Carga de reserva.
Tamas cogió la carga de pólvora de reserva y la rompió con los dedos. Tocó la pólvora negra con la lengua y sintió un chisporroteo instantáneo. Se estremeció y se agarró de la barandilla, mientras el mundo se combaba frente a sus ojos. Cerró los ojos con fuerza, y cuando los abrió, todo se veía perfectamente enfocado. Podía ver cabello por cabello de cada cabeza situada seis pisos por debajo de él, y alcanzaba a ver casi un kilómetro a lo largo de la avenida Reina Floun como si él mismo estuviera allí.
—Dragones —dijo—. Una compañía completa.
Los dragones llevaban los uniformes decorados de los Hielman del rey, y venían montados en poderosos caballos de guerra. Se abrían paso por entre el gentío como si la calle hubiera estado vacía, pisoteando a mujeres y niños sin siquiera mirar atrás. Desenvainaron espadas y desenfundaron pistolas a medida que iban avanzando.
Olem levantó el banderín de una mano sin necesitar que se lo dijeran. Lo giró por encima de su cabeza y después lo colocó en posición horizontal señalando hacia Reina Floun. Tamas distinguió a varios hombres vestidos de negro, meros puntos en la multitud, que comenzaban a moverse en esa dirección. Eran hombres hoscos y corpulentos de la afamada Guardia de la Montaña, mandados llamar para controlar a la gente. Los tiradores ubicados por encima de Reina Floun cambiaron de posición para poder visualizar a los dragones. Tamas le echó una mirada a Olem: Sabon lo había preparado bien para ese momento. Profesional, imperturbable, incluso cuando los Hielman amenazaban el corazón mismo de sus planes.
—Que no disparen hasta que yo dé la señal —dijo Tamas. El banderín de Olem transmitió la orden.
Los dragones aminoraron la velocidad al llegar al Jardín del Rey. Estaba demasiado atestado incluso para sus animales de novecientos kilos. Más cuerpos desaparecieron debajo de sus caballos, pues no había lugar adonde escapar. El público se volvió hacia los dragones.
Los caballos de los Hielman se detuvieron por completo. ¿Adónde podían ir? ¿Debían pasar por encima de las cabezas de todos los presentes? Los Hielman instaron frenéticamente a sus animales para que avanzaran. Detrás de ellos comenzaron a oírse gritos lastimeros, de amigos y familiares que gritaban de furia e intentaban con desesperación ayudar a sus heridos.
El primer Hielman fue arrancado de su montura y desapareció por debajo de la superficie de la muchedumbre. Varias manos se estiraron hacia los otros, que del pánico comenzaron a blandir sus sables. Una pistola se disparó y la multitud respondió al unísono: con un rugido de furia.
Un Hielman duró varios minutos, forzando a su caballo a moverse en círculos, pisoteando con los cascos, mientras blandía su espada para mantener a raya a la turba, hasta que cayó y despareció, como sus camaradas. Tamas oyó que alguien lanzaba una exclamación de incredulidad. Lady Winceslav se desmayó. Una cabeza se alzó por encima de la multitud. Todavía llevaba el sombrero alto y con plumas de los Hielman, pero definitivamente le faltaba el cuerpo. Dejó un reguero de sangre y tejidos al ser pasada de mano en mano. Enseguida se le unieron otras cabezas.
Tamas se obligó a mirar. Todo esto era obra suya. Por Adro. Por el pueblo.
Por Erika.
—Un mal modo de morir, señor —dijo Olem. Dio una calada a su cigarro y continuó mirando la escena al igual que Tamas, cuando incluso Charlemund había desviado la mirada.
—Sí —respondió Tamas.
El rey y la reina fueron guiados hasta la plataforma. Sobre ella había seis guillotinas alineadas y preparadas, con sus operadores esperando en posición de firmes.
Manhouch y su esposa se pusieron de pie frente a la multitud y fueron bombardeados con comida podrida. Tamas se quedó perplejo cuando un trozo de carne ensangrentada abofeteó a la reina en el rostro y le dejó una mancha roja sobre su piel de alabastro y su camisón color crema. Ella se desmayó y cayó sobre el suelo de la plataforma. Manhouch pareció no darse cuenta.
Tamas volvió a mirar