Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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controlaba el único sindicato de trabajadores de Adopest y, entre toda la junta de coconspiradores de Tamas, él era único capaz de proporcionar una compañía agradable durante más tiempo que unos pocos minutos. Hrusch y Pitlaugh lo olfatearon hasta que les dio un pastelillo a cada uno. Los perros cogieron sus premios y se fueron al diván de la ventana.

      Tamas suspiró. Odiaba que la gente les diera comida. Iban a pasar una semana sin cagar bien.

      —Sírvete lo que quieras —dijo Tamas.

      Ricard le sonrió abiertamente.

      —Gracias, lo haré. —Se metió un pastelillo en la boca y habló mientras masticaba—. Lo has hecho, viejo. No podía creerlo, pero lo has hecho.

      —Todavía no —dijo Tamas—. Deben llevarse a cabo las ejecuciones y la ciudad debe ordenarse; habrá disturbios y realistas, y todavía tengo que lidiar con Kez.

      —Y debes gobernar una nación.

      —Por suerte para mí, eso se lo dejaré a la junta.

      Ricard puso los ojos en blanco.

      —Realmente tienes suerte. Aborrezco trabajar con los otros. Necesitamos tu mano equilibradora para evitar que nos pasemos el tiempo atacándonos mutuamente.

      —Estoy de acuerdo —dijo Ondraus.

      El tesorero entró en la habitación a paso lento, con el bastón en una mano y un libro de registros debajo del otro brazo. Cruzó el salón y arrojó el libro sobre el escritorio del rey, luego se dejó caer en la silla que estaba detrás del escritorio. Tamas se abstuvo de protestar.

      Tamas habría jurado que se había levantado polvo del libro. Se acercó. Se trataba de un tomo antiquísimo, con letras bordadas con hilo de oro en la cubierta; una palabra en deliví antiguo. Algo relacionado con el dinero, supuso. Ondraus abrió el libro. Las páginas en sí parecían estar casi negras. Al mirar más en detalle, Tamas vio que se trataba de una escritura diminuta: letras y números en casilleros, tan pegados que se necesitaba una lupa para ver las propias cifras.

      —El tesoro del rey está vacío —anunció Ondraus. Extrajo una lupa de su bolsillo, la colocó sobre la página y miró a través de ella mientras leía detenidamente algunas cifras al azar.

      Ricard inhaló bruscamente, y se atragantó con un pastel.

      Tamas miró al tesorero.

      —¿Cómo es posible?

      —No había visto este libro desde que murió el Rey de Hierro —dijo Ondraus haciendo un gesto en dirección al tomo—. En él se ha anotado cada transacción hecha en nombre de la corona durante los últimos cien años, hasta el último krana. Estuvo en manos de los contadores personales de Manhouch desde que asumió el trono. Llevaban un registro estricto; eso es lo mejor que puedo decir de ellos. Según esto, no hay un solo krana en el tesoro del rey.

      Tamas cerró los puños para evitar que le temblaran las manos. ¿Cómo pagaría a sus soldados? ¿Cómo alimentaría a los pobres? ¿Cómo financiaría las fuerzas policiales? Tamas necesitaba cientos de millones; había tenido la esperanza de que al menos hubiera algunas decenas.

      —Impuestos —dijo Ondraus, cerrando el libro con fuerza—. Lo primero que tendremos que hacer será subir los impuestos.

      —No —dijo Tamas—. Sabéis que esa no es una opción. Si reemplazamos a Manhouch con impuestos aun más elevados y un control más estricto, en menos de un año las cabezas que caerán en una cesta serán las nuestras.

      —¿Por qué tenemos que subir los impuestos? —El archidiocel Charlemund entró majestuosamente en el salón, con su larga sotana púrpura arrastrándose detrás. Era un hombre alto, fuerte y atlético, que a su mediana edad no había perdido la fuerza de su juventud como les sucedía a la mayoría de los hombres. Tenía un rostro rectangular, unos atractivos ojos castaños y las mejillas perfectamente afeitadas. Vestía de seda y finas pieles, y se cubría la cabeza con un sombrero dorado redondo. En los dedos llevaba anillos con suficiente oro y piedras preciosas para comprar una docena de mansiones. Pero eso no era algo fuera de lo común para un archidiocel de la Iglesia Kresim.

      —Veo que habéis traído todo el vestuario —dijo Ricard.

      Tamas inclinó la cabeza.

      —Charlemund —dijo.

      El archidiocel aspiró un poco de aire.

      —Soy un hombre de la Cuerda —dijo—, tengo un título que podéis usar, aunque me pesa tener que infligirlo.

      —¡Eminencia! —Ricard hizo el gesto de quitarse un sombrero e hizo una reverencia exagerada.

      —No pretendo que un hombre como vos lo entienda —le dijo el archidiocel a Ricard—. Os retaría, pero sois demasiado cobarde para batiros en duelo.

      —Tengo hombres que harían eso por mí —dijo Ricard. Hubo un resquicio de temor en su mirada. El archidiocel había sido el mejor espadachín de los Nueve antes de su nombramiento como hombre de la Cuerda, y aún solía retar a hombres a duelo de vez en cuando y, aunque fuera un sacerdote, destriparlos sin piedad.

      —Bienes —le dijo Tamas al tesorero—. Ahora que todos los nobles y sus herederos están a punto de probar el filo de la guillotina, somos dueños de media Adro. Ondraus, supongo que esto os dará un gran placer: liquidad los bienes. Poco a poco, pero con suficiente rapidez para financiar los proyectos de los que hemos hablado. Vended fuera del país si hace falta, pero conseguidnos algo de dinero, maldita sea.

      —Teníamos planes para esos bienes —dijo el archidiocel.

      —Sí, y...

      —¿Qué es lo que haremos con los bienes?

      Tamas suspiró. En ese momento entró en el salón lady Winceslav, con un vestido largo que podría haber competido sin problemas con la sotana del archidiocel para ver cuál había empleado la mayor cantidad de tela y joyas en su manufactura. Era una mujer de unos cincuenta años, de pómulos salientes y cintura delgada; llevaba pendientes de diamantes. Era la dueña de las Alas de Adom, la fuerza de mercenarios más prestigiosa del mundo, y era nativa adrana. Durante los últimos meses, sus fuerzas habían sido retiradas silenciosamente de sus puestos en el extranjero y reenviadas a Adro en preparación para el golpe de estado, y Tamas sabía que las necesitaría con desesperación en los tiempos venideros.

      Detrás de ella venía un hombre calvo y corpulento vestido con una túnica de una pieza: el eunuco del Propietario. Por último entró Prime Lektor, el vicerrector de la Universidad de Adopest. Era tan viejo como el tesorero, pero pesaba unos sesenta kilos más. Caminó tambaleándose hasta una silla.

      Los seis coconspiradores de Tamas habían llegado: cinco hombres y una mujer que lo habían ayudado a planear la caída de Manhouch y que ahora iban a determinar el futuro de Adro.

      —Por el abismo, Tamas —dijo el vicerrector limpiándose el sudor de la frente. Una marca de nacimiento púrpura le subía por un lado del rostro y le tocaba los labios y un ojo. Llevaba barba, pero donde tenía la marca no le crecía cabello. Ese detalle confería al viejo erudito la particular apariencia de un bárbaro—. ¿Teníais que elegir la planta alta? Os arrepentiréis dentro de algunos años, cuando se os empiecen a cansar los huesos.

      —Milady —dijo Tamas, saludando con la cabeza en dirección a lady Winceslav, luego hacia el vicerrector y al eunuco—. Prime. Eunuco. Gracias por venir.

      El eunuco se deslizó hacia el rincón y miró por una ventana. Se movía como una anguila y olía a especias del sur, pero el Propietario, la figura más fuerte del elemento criminal de Adopest, nunca participaba en estas reuniones personalmente, enviaba a su teniente sin nombre en su lugar.

      —No tuvimos alternativa —dijo el eunuco. Tenía una voz suave, como la de un niño hablando en la iglesia—. Habéis adelantado los planes.

      —Hay más —dijo Charlemund. Su voz tronaba innecesariamente—. Está tratando de reclamar