oír lamentos de angustia, y se preguntaba si era su imaginación. La nobleza sabía lo que se le venía encima. Lo sabía desde hacía un siglo.
La puerta emitió un chasquido detrás de él, y se volvió. Un soldado salió al balcón. Su uniforme azul con cuello plateado hacía juego con el de Tamas, con un triángulo de oro de sargento en la solapa; las tiras de servicio prendidas en el pecho indicaban diez años. Parecía entrado en los treinta. Tenía una barba castaño oscuro perfectamente recortada, a pesar de que las normas militares prohibían llevar barba, y llevaba el cabello corto, por encima de las orejas. Tamas le hizo un gesto con la cabeza.
—Olem a vuestras órdenes, señor.
—Gracias, Olem —dijo Tamas—. ¿Estás al tanto de las tareas que necesito que lleves a cabo?
—Guardaespaldas —dijo Olem—, y sirviente, niño de los recados. Cualquier maldita cosa que se le pueda ocurrir al mariscal de campo. Con todo respeto, señor.
—Supongo que eso es lo que ha dicho Sabon.
—Sí, señor.
Tamas reprimió una sonrisa. Este hombre podía llegar a caerle bien. Demasiado suelto de lengua, quizá.
Una delicada columna de humo se elevaba desde detrás de Olem.
—Olem, ¿tienes fuego en la espalda?
—No, señor.
—¿Y ese humo?
—Mi cigarro, señor.
—¿Cigarro?
—Es la última moda. Un tabaco tan bueno como el rapé, señor, y a mitad de precio. Viene desde Fatrasta. Me los fabrico yo mismo.
—Hablas como un vendedor. —Tamas comenzó a sentir cierta irritación.
—Mi primo vende tabaco, señor.
—¿Por qué lo escondes detrás de ti?
Olem se encogió de hombros.
—Vos sois abstemio, señor, y es bien sabido entre los compañeros que tampoco permitís el tabaco.
—Entonces, ¿por qué lo escondes detrás de ti?
—Estoy esperando que os volváis para poder dar una calada, señor.
Al menos era sincero.
—Una vez hice azotar a un sargento por fumar en mi tienda. ¿Por qué piensas que a ti te trataré de modo distinto? —Eso había sucedido hacía veinticinco años, y Tamas había estado a punto de perder su rango a causa de dicho incidente.
—Porque deseáis que yo vigile vuestra espalda, señor —dijo Olem—. Por lógica, no daréis una paliza al hombre que esperáis que os mantenga con vida.
—Ya veo —dijo Tamas. Olem no había sonreído en absoluto. Tamas llegó a la conclusión de que, efectivamente, este hombre le caía bien. A su pesar.
Se observaron mutuamente durante unos momentos. Tamas no podía evitar mirar la columna de humo que se elevaba por detrás de Olem. Entonces le llegó el olor. No era terriblemente desagradable, era menos acre que la mayoría de los cigarros, pero no tan agradable como el tabaco de pipa. Incluso tenía un toque de menta.
—¿Tengo el trabajo, señor? —preguntó Olem.
—¿Es verdad que no necesitas dormir?
Olem se tocó el centro de la frente.
—Tengo el Don, señor. Es de familia. Mi padre era capaz de oler a un mentiroso a un kilómetro. Mi primo puede comer más comida que cien hombres, o nada de nada durante semanas. ¿Mi don? No necesito dormir. Incluso tengo la tercera vista, así que ya sabéis que es real.
Los hombres que tenían un Don eran considerados los menos poderosos entre aquellos que tenían habilidades de hechicería. Usualmente se manifestaba como un talento particular muy fuerte, aunque algunos sí eran muy poderosos. Había mucha gente que decía poseer un Don. Solo aquellos que tenían el tercer ojo, la habilidad de ver hechicería y a aquellos que la blandían, eran realmente Dotados.
—¿Cómo es que nunca te han contratado como guardaespaldas?
—¿Señor?
—Con un talento como ese, podrías encargarte de la seguridad de algún duque en Kez y ganar más dinero que diez soldados juntos. O quizá servir en el extranjero con las Alas de Adom.
—Ah —dijo Olem—. Es que me mareo al navegar.
—¿Eso es todo?
—Los guardaespaldas de los ricos necesitan poder salir a navegar con ellos. Yo soy completamente inútil a bordo de una embarcación.
—¿Entonces vigilarás mi espalda siempre y cuando yo no salga a navegar?
—Básicamente, señor.
Tamas miró al hombre unos momentos más. Olem era un sujeto conocido y apreciado entre las tropas; sabía disparar, boxear, cabalgar, y jugar a las cartas y al billar. Era un tipo común y corriente desde el punto de vista de los soldados.
—Tienes una mancha en tu historial —dijo Tamas—. Una vez le diste un puñetazo en el rostro a un na-barón. Le rompiste la mandíbula. Háblame de eso.
Olem hizo una mueca.
—Oficialmente, señor, lo empujé para que no lo atropellara un carruaje fuera de control. Le salvé la vida. Lo vio la mitad de mi unidad.
—¿Con el puño?
—Sí.
—¿Y extraoficialmente?
—Aquel tipo era un cretino. Le disparó a mi perro porque asustó a su caballo.
—¿Y si yo alguna vez tengo motivos para dispararle a tu perro?
—Os daré un puñetazo en el rostro.
—Me parece justo. El trabajo es tuyo.
—Ah, estupendo. —Olem parecía aliviado. Sacó las manos de detrás de la espalda e inmediatamente se colocó el cigarro en la boca e inhaló con fuerza. Le salió humo por la nariz—. No habría tardado en apagarse.
—Ah. Voy a arrepentirme de esto, ¿verdad?
—En absoluto, señor. Ha llegado alguien.
Tamas alcanzó a divisar movimiento en el interior.
—Ya es la hora. —Avanzó hacia la puerta del balcón y se detuvo. Los perros se despertaron y se le colocaron alrededor de las piernas. Tamas miró a Olem.
—¿Señor?
—También debes abrirme la puerta.
—Claro. Disculpad, señor. Puede que me lleve un tiempo acostumbrarme.
—A mí también —dijo Tamas.
Olem le sostuvo la puerta. Los perros entraron corriendo delante de Tamas con el hocico pegado al suelo. El salón estaba casi en silencio, a pesar del creciente volumen de las voces del Jardín. Con los días que hacía que no dormía, el silencio le pareció relajante.
Estaba en un grandioso despacho, si es que una habitación tan grande podía llevar ese nombre. La mayoría de las viviendas podrían caber en su interior. Había pertenecido al rey, un lugar tranquilo donde poder estudiar o revisar las decisiones tomadas por la Casa de los Nobles. Como todo lo demás que requiriera dos dedos de frente o un mínimo interés por el modo en que se gobernaba el país, esa habitación había estado vacante durante todo el reinado de Manhouch; aunque Tamas sabía de buena fuente que el rey se la había prestado a su amante favorita el año anterior, hasta que sus consejeros se enteraron.
Ricard Tumblar se encontraba frente a la mesa de refrigerios, examinando una pila de pastelillos en busca de los mejores. Era un hombre apuesto, a pesar de su creciente calvicie; tenía el cabello castaño y corto, rasgos marcados, y arrugas