Brian McClellan

Promesa de sangre (versión latinoamericana)


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ellas. Los mercenarios tendrán que comenzar a ganarse su paga. Prepárame una base de comando cerca de Centestershire. Le llevaremos la lucha a él. Vlora —hizo una pausa para analizar un instante su decisión—. Ve con Sabon. Te quiero en mi personal.

      —¡Taniel!

      Taniel se detuvo en el descanso y miró escaleras arriba, tratando de decidir si esperar o no. Conocía esa voz. Y no quería oír nada de lo que tuviera para decir. Tocó un cuerpo con el pie. Era de uno de los Hielman que él había destripado con su bayoneta. El soldado pestañó. Seguía vivo. Le clavó una mirada de ira a Taniel. Apretó los dientes sin emitir ningún sonido, pero debía estar sufriendo un dolor terrible. Taniel se debatió entre llamar a un médico y finiquitarlo. La herida era mortal. Se puso en cuclillas junto a él.

      —No pasarás de esta semana —le dijo.

      —Traidor —susurró el Hielman.

      —¿Quieres vivir un día más o dos, así puedes responder a los interrogadores de Tamas? ¿O prefieres terminar todo ahora?

      El soldado permaneció en silencio, pero sus ojos revelaron su sufrimiento.

      Taniel se quitó el cinturón, lo dobló y le ofreció el extremo al soldado.

      —Muerde esto.

      El Hielman mordió.

      Todo terminó en cuestión de segundos. Taniel limpió su cuchillo en los pantalones del soldado y le quitó su cinturón de los dientes. Se puso de pie y volvió a colocarse el cinturón. ¿Por qué hacía lo que hacía? Debería estar en la universidad, persiguiendo chicas. Trató de recordar la última vez que había perseguido a una muchacha. En su primera noche en Fatrasta, antes de que comenzara la guerra, había conocido a una chica en un bar cerca del muelle. Coquetearon durante toda la noche. Si hubiera estado un poco más borracho, habría dormido con ella, pero mantuvo la compostura y recordó a Vlora. Se preguntó si la chica seguiría allí. Tenía un boceto de ella en su cuaderno.

      El Hielman yacía a sus pies, en paz a pesar del horrible tajo que tenía en el estómago y la línea carmesí que ahora le goteaba de la garganta. Ka-poel estaba un poco más lejos, silenciosa como siempre. Observaba al Hielman como fascinada.

      —Tenemos que irnos —le dijo a Ka-poel.

      —Taniel, espera.

      Vlora bajó deprisa las escaleras. Se tropezó, se tomó de la barandilla y se dejó caer sobre un escalón a mitad de camino. Mantuvo una mano sobre la herida del muslo.

      Se miraron durante unos momentos. Ella fue la primera en apartar la mirada, la fijó en el cadáver que yacía a los pies de Taniel.

      —¿Cómo estás?

      —Vivo —dijo él.

      Pasaron algunos momentos más de silencio. Taniel oía a su padre, gritando órdenes escaleras arriba. El mariscal no estaba ni mínimamente turbado por el repentino ataque. Un guerrero hasta la médula.

      Pasaron algunos soldados a su lado, dos subían, uno bajaba. Hubo una conmoción abajo, en el salón principal, mientras los soldados de Tamas detenían a los prisioneros heridos.

      —Perdóname —dijo Vlora.

      Le cayeron lágrimas por el rostro. Taniel luchó contra el impulso de correr a su lado, revisarle la herida y reconfortarla. Percibía su dolor, tanto el emocional como el físico, pero era algo que no podía alcanzarlo a él en su trance de pólvora. Se negaba a permitir que eso sucediera. Se enganchó el pulgar en el cinturón y apretó la mandíbula.

      —Vamos —le dijo a Ka-poel.

      Adamat apretó los dientes con frustración. Habían pasado siete días desde el golpe de estado. Siete días desde que visitó a Uskan y solo obtuvo más preguntas. ¿Quién había estado quemando libros de historia sobre religión y hechicería? ¿Quién se había llevado los otros libros? ¿Y qué abismos era la Promesa de Kresimir?

      Hizo detener su carruaje de alquiler en el Barrio de los Pasteleros el tiempo suficiente para recoger un pastel de carne, luego prosiguió más allá de la avenida Hrusch, donde el insulso olor a aceite, madera, horno y pólvora flotaba entre las armerías y las fundiciones. Allí había más ruido del habitual, y más gente. En los escalones de cada tienda había un niño con una pila de papeles, anotando pedidos e informando de números, mientras algunos caballeros finamente ataviados se codeaban con los más humildes soldados de infantería. Un vendedor ambulante de pie en una esquina voceaba que el nuevo rifle Hrusch podía proteger cualquier hogar. Los armeros estaban vendiendo rifles tan rápido como podían fabricarlos.

      Adamat hojeó el periódico del día. Decía que Taniel “Dos Tiros” estaba en la ciudad, y que había regresado como un héroe de la guerra por la independencia de Fatrasta. Ahora estaba persiguiendo a una Privilegiada prófuga. Algunos decían que se trataba de una sobreviviente de la camarilla real. Otros, que era una espía de Kez que vigilaba a la camarilla de la pólvora de Tamas. De cualquier manera, ya habían sido arrasadas decenas de viviendas, y un centenar de personas habían muerto o resultado heridas. Adamat esperaba que la Privilegiada fuera capturada o que dejara la ciudad antes de que corriera más sangre. Ya habría suficiente de eso en el inminente enfrentamiento entre Westeven y Tamas.

      Los realistas habían construido barricadas alrededor de Centestershire, por casi todo el centro de Adopest. Habían lanzado un ataque preventivo contra las fuerzas de Tamas, pero habían sido rechazados. Ahora parecía que la gente contenía la respiración. El general Westeven, de casi ochenta años, había reunido a los realistas de la ciudad, los había juntado en un lugar y había hecho levantar suficientes barricadas para detener a un condenado ejército. Todo en una noche, o eso parecía. El mariscal de campo había respondido trayendo a la ciudad dos legiones completas de la compañía de mercenarios denominada las Alas de Adom y había rodeado Centestershire con cañones de campaña y artillería. Todavía no se había disparado una sola bala. Ambos hombres tenían suficiente experiencia para no desear que el centro de Adopest se convirtiera en un campo de batalla.

      Era una pesadilla, pensó Adamat. Dos de los comandantes más celebrados de los Nueve enfrentándose cara a cara en una ciudad de un millón de habitantes. Nadie podía salir bien parado de eso.

      Pero la vida continuaba. La gente seguía necesitando trabajar, comer. Aquellos que no estaban involucrados directamente con el conflicto no se le acercaban. Tamas había hecho un gran trabajo manteniendo la paz en el resto de la ciudad.

      Para complicar las cosas, los Archivos Públicos, el lugar donde más probabilidades tenía Adamat de encontrar copias de los libros dañados de la universidad, quedaban detrás de las barricadas realistas. Era un lugar donde él no estaba preparado para ir solo.

      El carruaje se detuvo frente a un edificio de tres plantas ubicado en una calle lateral en el extremo más lejano de Alto Talian, los barrios marginales de Adopest. Sobre esa calle el edificio tenía solo una entrada, con una puerta doble de un descolorido verde oliva. Una mitad estaba cerrada, bloqueada desde dentro, con la pintura descascarándose y la mampostería deshaciéndose alrededor de la jamba de la puerta. La otra mitad estaba abierta, y había un hombre de baja estatura apoyado en ella.

      Adamat tomó su sombrero y su bastón y los sostuvo con una mano, con la otra extrajo el pañuelo del bolsillo y lo usó para cubrirse la boca al salir del carruaje. Le pagó al cochero y se acercó a la puerta, oyendo distraídamente el traqueteo de los cascos del caballo a medida que el carruaje se alejaba.

      —En el nombre de Kresimir, ¿dónde abismos encontraste una manzana en esta época del año, Jeram? —dijo Adamat. Se limpió la nariz y guardó su pañuelo en el bolsillo.

      El portero le ofreció una sonrisa llena de dientes torcidos.

      —Buenas tardes, señor. Hace un mes o dos que no lo veía. —Le dio un mordisco a la manzana—. Mi primo, que vive al sur del Barrio de los Pasteleros, consigue fruta fresca todo el año.

      —Dicen que si las negociaciones no van bien quizás entremos en guerra con Kez —comentó