Brian McClellan

Promesa de sangre (versión latinoamericana)


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muerte de mi esposa endureció ambas cualidades con una objetividad que hizo que fueran útiles. Dijo que mi ascenso al rango de mariscal de campo durante la campaña de Gurla fue lo mejor que lo pasó al ejército de Adro en mil años. —Hizo un gesto de desdén con la mano—. Es casi todo basura, pero sí tengo una confesión.

      —¿Señor?

      —Hay momentos en que no tengo sentimiento de clemencia ni de justicia ni de nada, más que de pura ira. Momentos en que siento que vuelvo a tener veinte años y que la solución a todos los problemas son pistolas a veinte pasos. Olem, ese es el sentimiento más peligroso que un comandante puede tener. Es por eso que, si doy la impresión de estar a punto de perder los estribos, quiero que me lo digas. Nada de movimientos nerviosos, nada de toses de cortesía. Solo dímelo y ya. ¿Puedes hacer eso?

      —Sí puedo —dijo Olem.

      —Bien. Entonces, haz pasar a Vlora.

      El mariscal observó a la exprometida de su hijo entrar en la habitación. La turbación que sentía no era poca. Muchos pensaban que Tamas era frío. Y él fomentaba ese concepto. Quizás su hijo había sufrido por eso. Pero Tamas sabía que, debajo de su naturaleza calculadora, tenía mal genio, y por primera vez en su vida sintió deseos de dispararle a una mujer.

      Entrelazó los dedos sobre el escritorio. Fijó la boca en esa ambigua posición entre sonrisa y mueca.

      Vlora era una belleza de cabello oscuro y figura clásica; caderas anchas y pecho pequeño delineado por el ceñido uniforme azul del soldado adrano. Su padre había sido un na-barón que perdió su fortuna especulando con cosas con las que no se debía especular. La última parte de su fortuna fue a parar a una mina de oro de Fatrasta, que se agotó dos meses después de comenzadas las operaciones. Él murió un año después de ese último fracaso, cuando Vlora tenía solo diez años. Sabon la encontró meses más tarde, en un internado donde la habían dejado los pocos parientes que le quedaban; una niña abandonada con un talento único: la habilidad de prender fuego a la pólvora no desde nueve o diez metros, como la mayoría de los Marcados, sino desde una distancia de varios cientos. Tamas la acogió, le proporcionó una educación y le dio una carrera en el ejército. ¿Qué había salido mal?

      —Señor —dijo ella poniéndose en posición de firmes. Tamas se encontró fijando la vista en un punto invisible situado por encima de la cabeza de ella, mientras luchaba por contener la ira—. Maga de la pólvora Vlora reportándose, señor.

      Él se estremeció. Ella lo llamaba “Tamas” desde que tenía catorce años. Nunca nadie había dicho algo respecto de esa descarada familiaridad. La joven lo había tratado como un padre mucho más que Taniel.

      —Siéntate —le ordenó. Ella se sentó—. ¿Sabon te puso al tanto de la situación? —Notó la forma en que ella le estudiaba el rostro, y mantuvo la mirada por encima de su cabeza.

      —Perdimos muchos hombres, señor —respondió—. Muchos amigos.

      —Ha sido un golpe terrible para la camarilla de la pólvora. Necesito magos ahora. Me habría gustado dejarte… —“En la Universidad Jileman”, continuó en su mente. Donde continuaría estudiando y engañando a su hijo. Tamas carraspeó—. Te necesito aquí.

      —Aquí estoy —dijo ella.

      —Bien. Te pondré con el regimiento setenta y cinco, en el límite norte de la ciudad. Allí hay disturbios que reprimir y… —Hizo una pausa al oír que golpeaban suavemente la puerta. Olem abrió la puerta solo un poco. Le pasaron un comunicado y hubo un breve intercambio de susurros entre el guardaespaldas y alguien del otro lado.

      —Tamas —dijo Vlora de pronto—. Quisiera que me asignaras junto a Taniel, si fuera posible.

      Tamas sintió que su cuerpo se tensaba, y puso un freno a su furia.

      —Me dirás “señor”, soldado —le espetó—. Y no, no es posible. La ciudad necesita orden y tú estarás con el regimiento setenta y cinco. —No haría pasar por eso a Taniel. Era frío, no cruel.

      Olem agitó el comunicado en el aire.

      —Señor —dijo.

      —¿Qué sucede?

      —Problemas.

      —¿De qué clase?

      —Los muchachos se toparon con barricadas.

      —¿Y?

      —Son grandes, señor, aunque levantadas a toda prisa. Están muy bien organizadas. No son unos meros saqueadores.

      —¿Dónde?

      —En Centestershire.

      —Eso es a unas diez calles de aquí. ¿Se han puesto en contacto con la barricada?

      —Sí —dijo Olem. No parecía feliz—. Realistas, señor.

      —Tenían que salir de los rincones en algún momento. Condenados hombres del rey, pero sin un rey. ¿Cuántos son?

      —Ni idea. Las barricadas parecen haber sido levantadas durante la noche.

      —¿Qué área dominan?

      —Ya lo he dicho, señor. Centestershire.

      —¿Qué?, ¿todo el centro de la ciudad?

      Olem asintió con la cabeza.

      —Por el condenado abismo. —Se inclinó hacia atrás en la silla. Dejó caer la mirada sobre Vlora. La rabia que sentía por la traición de ella peleaba codo con codo con la estupidez de unos hombres capaces de dar la vida por un monarca muerto. Le temblaban las manos—. ¿Por qué? —Lo dijo contra su voluntad. Se regañó a sí mismo de inmediato. Podía autocontrolarse mejor que eso. Se forzó a mirar a Vlora a los ojos. “¿Por qué traicionaste a mi hijo?”.

      Vio dolor en esos ojos. Y una muchacha solitaria y triste. Eran los ojos de una niña que cometió un error terrible. Eso lo enfureció. Se puso de pie y su silla cayó al suelo detrás de él.

      —¡Señor! —ladró Olem.

      —¿Qué? —le respondió casi gritando.

      —¡No es el momento ni el lugar, señor!

      La mandíbula de Tamas se movió sin emitir sonido. “Fui yo el que le pidió que me frene”.

      De pronto, la puerta de la oficina se abrió con fuerza y Taniel entró a los tropezones, agitado como si hubiera subido corriendo los cinco pisos. Se detuvo en seco, helado al ver a Vlora.

      Ella se puso de pie.

      —Taniel.

      —¿Qué sucede? —preguntó Tamas, forzándose a hablar en tono calmo.

      —El general Westeven está aliado con la Privilegiada.

      —Westeven está de vacaciones en Novi. Me aseguré de ello antes del golpe.

      —Regresó ayer. Vengo de su mansión. Está protegida al menos por veinticinco Hielman. Seguimos el rastro de la Privilegiada hasta allí, pero no hemos podido entrar por la fuerza. Ella se encuentra ahí en calidad de huésped.

      —El general no puede estar en la ciudad. Es posible que estén usando su casa como base de operaciones.

      Taniel entró en la habitación y se detuvo junto a Vlora con la mirada puesta en su padre.

      —Si Westeven está en la ciudad, se moverá rápido. Podría atacar en cualquier momento.

      Tamas se inclinó hacia atrás, asimilando aquella información. El general Westeven, el ya retirado capitán de los Hielman durante tantos años era una leyenda. Era un hombre que imponía respeto tanto en el noble como en el plebeyo, y que había ganado batallas por todo el mundo. Era uno de los pocos militares, extranjeros o locales, a los que Tamas consideraba verdaderamente un par. Y era leal al rey hasta la médula.

      Deslizó sobre el escritorio el estuche con sus pistolas