van hoy las peleas?
Jeram extrajo un papel gastado del ala de su sombrero raído y lo analizó para interpretar las marcas más recientes.
—SouSmith hizo tres peleas seguidas, Formichael ganó dos veces hoy. Ambos parecen estar agotados, pero al capataz le gustan los platos fuertes y dice que pelearán entre ellos dentro de una hora.
—¿Suman cinco peleas entre los dos? —Adamat resopló—. Será horrible, apenas podrán mantenerse en pie.
—Sí, es lo que dicen las mesas, y todavía no hay muchas apuestas. Todos los que están apostando prefieren a Formichael.
—SouSmith pega duro.
Jeram lo miró con malicia.
—Si es que llega a atizar algún golpe. Formichael está más descansado, es más joven y pesa la mitad que SouSmith.
—Bah —exclamó Adamat—, ustedes los jóvenes siempre creen que a los viejos ya no les queda nada.
Jeram se rio.
—Muy bien, ¿qué será entonces, jefe? —Extrajo un papel doblado de un bolsillo trasero, cubierto de manchas y de líneas borradas hacía mucho tiempo. Lo apoyó contra el marco de la puerta y preparó un carbonillo para escribir.
—¿Cuánto paga?
Jeram se rascó la mejilla, y le quedó una marca negra.
—Le daré nueve a uno.
Adamat levantó las cejas.
—Apuesto veinticinco a SouSmith.
—Números arriesgados —gruñó Jeram. Anotó la apuesta, dobló el papel y volvió a guardarlo en el bolsillo. Adamat sabía que el papel era solo un adorno. Jeram tenía una memoria casi tan buena como la suya, y sin poseer ningún Don: nunca olvidaba un rostro, nunca olvidaba un número y nunca había pagado una apuesta de manera incorrecta, aunque muchas veces lo habían acusado de hacerlo. Eso no sucedía a menudo en la actualidad, al menos desde que el Propietario se hizo cargo de ese antro de boxeo. No le hacía gracia que se acusara a sus corredores de apuestas.
En el interior, la única luz provenía de unas ventanas ubicadas en lo alto, debajo de los aleros. Adamat pasó por una serie de cortinas que acallaban los sonidos y ocultaban el interior de cualquier mirada indiscreta. Todo el edificio era una gran habitación, cuyas paredes internas se habían tirado abajo hacía mucho tiempo, con algunos puestos y habitaciones acordonadas para dar a los luchadores algo de privacidad mientras se recuperaban de las peleas. En el medio estaba el sitio que daba el nombre al edificio: la Arena, un foso redondo de nueve metros de diámetro, situado tres metros por debajo el nivel del suelo.
Alrededor del foso había unas gradas con asientos colocados al azar, que llegaban hasta ambas paredes del edificio, y casi hasta el techo. Adamat avanzó inclinado por debajo de los últimos asientos, cruzó hasta el otro lado y se abrió paso a codazos entre la multitud de espectadores. Las gradas estaban llenas, los asientos ocupados por hombres sentados hombro con hombro. Había espacio suficiente para varios cientos de caballeros con sus bastones y sombreros, trabajadores callejeros con ropas deshilachadas e incluso un par de agentes de policía de la ciudad, con sus capas negras y sus sombreros de copa difíciles de pasar por alto entre la multitud.
Había terminado una pelea hacía quizás unos diez minutos, y los trabajadores de la Arena arrojaban aserrín para secar la sangre, en preparación para el siguiente combate. Reinaba un murmullo suave, los hombres hablaban entre ellos, descansando la voz para vitorear la violencia que iba a comenzar. Adamat inhaló el olor a sudor y mugre, y el aroma de la rabia. Exhaló despacio, estremeciéndose. El boxeo a puño limpio era un deporte brutal, salvaje. Sonrió para sí. “Qué divertido”. Volvió a inhalar, y detectó un olor a cerdo. Hacía no mucho tiempo la Arena había sido un chiquero, ¿y antes de eso? Una serie de locales comerciales, tal vez, cuando Alto Talian todavía se consideraba la zona más novedosa, rica y de moda de la ciudad.
Un par de hombres sin camisa salieron de los puestos ubicados al fondo y entraron en la Arena el uno al lado del otro, sin ceremonias. Los trabajadores salieron y los luchadores se miraron de frente. El hombre de la izquierda era más pequeño, más delgado, tenía los músculos fibrosos y definidos como los de un caballo de guerra. Su cabello rizado color café le caía sobre el rostro de tanto en tanto, y él se lo apartaba soplando cada vez que eso sucedía. Formichael. El luchador favorito del Propietario; o al menos lo era la última vez que Adamat asistió a las peleas. Era un trabajador de almacenes, joven y bien parecido, y se decía que el Propietario lo estaba preparando para que fuera algo más que un simple matón.
El hombre de la derecha parecía tener el doble de tamaño que Formichael. Su cabello era un poco gris a los lados y lucía una barba mal afeitada. Sus ojos hundidos parecían los de un cerdo, y examinaban a Formichael con la intensidad singular de un asesino. Tenía unos brazos tan grandes que parecía capaz de ganar en una lucha cuerpo a cuerpo contra un oso de montaña. Con marcas en los nudillos, en los lugares con los que había roto mandíbulas ajenas (y donde habían sido rotos por ellas), y su rostro estaba cubierto con las cicatrices fruncidas de la sutura mal hecha. Le sonrió a Formichael con sus dientes rotos.
A pesar de la ventaja de SouSmith en tamaño y experiencia, era evidente que estaba cansado. La barbilla le colgaba a causa de una larga jornada de victorias obtenidas a duras penas, los rabillos de los ojos dejaban ver su agotamiento y los hombros se le encorvaban, aunque de manera casi imperceptible. Más aun, hacía tiempo que la experiencia ya no le rendía. SouSmith estaba envejeciendo, y el pecho y el estómago se le habían ensanchado por el exceso de bebida.
El capataz bajó al segundo escalón del foso y habló con los luchadores. Después de un momento retrocedió. Levantó la mano y luego la dejó caer saltando hacia atrás.
Trescientos hombres gritaron mientras los dos luchadores intercambiaban golpes. Los puños golpeaban con un chasquido sordo amortiguado por la oleada de voces.
—¡Mátalo!
—¡Hazlo sangrar!
—¡En las tripas! ¡Golpéalo en las tripas!
La voz de Adamat quedó tapada por la cacofonía de gritos. Él ni siquiera sabía qué era lo que estaba diciendo, pero su corazón vertió en sus gritos toda la frustración que tenía con Palagyi y su rabia por el hecho de que su esposa e hijos estuvieran lejos. Se inclinó hacia delante agitando los puños como parodiando a los dos luchadores, gritando con todas sus fuerzas con el resto de la muchedumbre.
Formichael asestó un gancho violento en las costillas su contrincante. SouSmith tropezó hacia un lado, y el joven avanzó y volvió a golpear en el mismo lugar, quizás una vieja costilla rota, con los puños brillando en la penumbra. SouSmith se tambaleó tembloroso hacia un lateral y quedó apoyado contra los tablones de madera que lo separaban de la gente. Algunos dedos de los espectadores se asomaron por entre los maderos, unas uñas le escarbaron la cabeza desnuda, algunos salivazos le salpicaron la mejilla. Adamat lo miraba, la cabeza del luchador estaba justo fuera de su alcance.
—¡Continúa! —le gritó—. ¡No dejes que te arrincone! —Hubo un crujido sonoro, y SouSmith cayó sobre una rodilla, con una mano en alto para protegerse de los golpes del otro. La voz de Adamat pasó a ser un susurro—. Levántate, desgraciado —gruñó entre dientes.
Formichael golpeó las manos y los brazos de SouSmith, una y otra vez hasta que el otro estuvo de rodillas, sufriendo por el embate. Formichael tenía el rostro encendido por la promesa de la victoria, y poco a poco fue aminorando los puñetazos, hasta que solo fueron golpecitos, y luego se detuvo. Se quedó de pie, jadeante, observando al hombre que tenía a sus pies. SouSmith no levantó la mirada.
“Bah”, pensó Adamat, “ya finiquítalo”.
Pero no había nada de eso en los planes de Formichael. Con una sonrisa ancha, se inclinó y tomó uno de los brazos de SouSmith, lo levantó y le dio un único puñetazo brutal. SouSmith volvió a caer de rodillas, con todo el cuerpo temblando. El joven pensaba alargar la lucha,