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Autorretrato de un idioma


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ha dejado sin moneda alguna, Sancho el bueno (como se le llama ya en I.18) comparte su almuerzo de queso y pan con los romeros. En 1607, Cristóbal Pérez de Herrera, arbitrista de los pobres, había cifrado en medio millón el número de «mendigantes fingidos» en toda España, pero Sancho no desconfía de ellos ni por pobres ni por extranjeros.2 Cuando le reclaman la limosna en efectivo —¡guelte, guelte!— la gestualidad y la pragmática median con naturalidad la comunicación entre los peregrinos y el local.

      Una «voz alta y muy castellana» atraviesa, transparente, la opacidad lingüística del alemán. Quien habla es el morisco Ricote, vecino de Sancho en el lugar de La Mancha, tendero de profesión. Como narra el episodio, vuelve disfrazado a su patria porque el decreto real de 1609 ha expulsado a los moriscos españoles de todos los reinos peninsulares. Tanto Ricote como Sancho se juegan la vida en este encuentro. Pero la familiaridad de los amigos, la intimidad vecinal y de clase, y la solidaridad del paisanaje sostienen las lealtades por encima de los rigurosos bandos de Su Majestad. «La maciza dignidad del personaje»,3 en palabras de Márquez Villanueva, hace del de Ricote uno de los más memorables episodios de la novela cervantina.

      El encuentro da paso a un banquete de pan, nueces, queso, huesos de jamón, cavial (que entra en Europa a través del turco otomano havyar) y mucho vino, lenguaje universal. «Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía [en referencia al famoso romance «Mira Nero de Tarpeya»], antes, por cumplir con el refrán que él muy bien sabía de “cuando a Roma fueres, haz como vieres”, pidió a Ricote la bota y tomó su puntería como los demás». El refranero y el romancero, como depósitos de formas de habla sedimentadas, de saberes comunitarios, emergen también con naturalidad en la prosa del narrador. La genial paradoja de Cervantes consiste en la desnaturalización de las relaciones entre nativo y extranjero, entre huésped y anfitrión: Sancho, que no ha salido de su país y que nunca ha estado en Roma, es quien se adapta con total mansedumbre a las costumbres —verbales o no— de los tudescos.

      El relato cervantino está siempre saturado de diferentes tonalidades lingüísticas: el habla doméstica de las mujeres del pueblo, los variados idiomas literarios de don Quijote, la riqueza de los registros populares de Sancho, la diversidad sociolingüística y dialectal de los vernáculos ibéricos. Un gran número de diálogos se construyen como encarnizadas disputas por el modelo de lengua legítima, pero lo que resulta es una normatividad múltiple, un estándar descentrado y heteroglósico, es decir, cargado de la multiplicidad de voces asociadas a las diferentes prácticas y grupos sociales. Don Quijote casi nunca logra imponer sus impertinentes correcciones sobre el habla de cabreros y labradores, que encuentran fuentes de legitimidad en la rotundidad de los proverbios y el hablar llano.4 El relato árabe de Cide Hamete Benengeli y el muchacho morisco aljamiado que lo traduce en el Alcaná de Toledo (I.9), por otra parte, dan cuenta de la complejidad de la ecología lingüística de la España moderna, que incluso estructura la propia enunciación ficcional de la novela.

      «Español y tudesqui, tuto uno, bon compaño», dice uno de los peregrinos; a lo que Sancho responde, muerto de la risa, «¡Bon compaño, jura Di!» La alegre convivialidad entre alemanes (no sabemos si protestantes o católicos), un morisco manchego y su vecino cristiano viejo es una poderosa estampa de fraternidad popular. El hecho de que el intercambio tenga lugar en italiano macarrónico seguramente tiene que ver con usos lingüísticos que generalizaron los ejércitos europeos de los Austrias, siempre multinacionales y siempre inflexionados de italianismo. La experiencia formativa de los soldados españoles en Italia y la convivencia de ambos con alemanes y flamencos durante la Guerra de los Ochenta Años en los Países Bajos probablemente habían favorecido formas de socialización lingüística que privilegiaban alguna variedad del italiano como lingua franca. Esto también nos pone sobre aviso de cierta historiografía lingüística nacionalista y postimperial que se apresuraba a convertir el español renacentista en una lengua global gracias a un emperador, Carlos V, rápidamente hispanizado.5 En suelo aragonés, en el corazón de la España del Quijote de 1615, la lengua de intercambio entre las gentes del norte y del sur de Europa no es el español, sino el italiano.

      Al retirarse del banquete, la conversación entre Sancho y Ricote condensa buena parte de la historia de los cristianos nuevos de moros españoles, de la legislación sobre su vida y costumbres, que nos ayudará a calibrar la relevancia de este episodio, y de la amputación de 1609, para la historia social y política de las lenguas de España.6 Ricote se confiesa con su vecino «sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana». La rápida precisión cervantina sobre los posibles trompicones lingüísticos de Ricote apunta en dos sentidos: por un lado, el tendero exiliado es perfectamente capaz de manejar un estándar castellano limpio de dialectalismos y arabismos, emancipando así su razonar de la estereotipificación a que había sido sometida el habla de los moriscos en la literatura panfletaria contra ellos. Pero, por otro lado, la posibilidad del tropiezo indica que Ricote en efecto hablaba árabe —a eso se referiría el narrador con su lengua morisca—.

      A la altura de la expulsión, el uso del árabe, oral o escrito, era minoritario entre los moriscos españoles, y mucho más entre los manchegos. Su uso se había regulado en repetidas ocasiones en el siglo anterior, pero fue definitivamente proscrito en 1567, al mismo tiempo que se prohibieron el hábito morisco en hombres y mujeres, el uso de los baños y las zambras, leilas y cantares que amenizaban bodas, bautizos y otras celebraciones públicas. A la durísima legislación de Felipe II sobre cultura y lengua, que contravenía derechos y privilegios pactados con los Reyes Católicos por los musulmanes españoles vencidos, respondió concienzudamente Francisco Núñez Muley, morisco granadino de familia noble, en un famoso memorial enviado a la Audiencia de Granada:

      Pues vamos a la lengua arábiga, que es el mayor inconviniente de todos. ¿Cómo se ha de quitar a las gentes su lengua natural, con que nacieron y se criaron? Los egipcios, surianos, malteses y otras gentes cristianas, en arábigo hablan, leen y escriben, y son cristianos como nosotros… Deprender la lengua castellana todos lo deseamos, mas no es en manos de gentes. ¿Cuántas personas habrá en las villas y lugares fuera desta ciudad y dentro della, que aun su lengua árabe no la aciertan a hablar sino muy diferente unos de otros, formando acentos tan contrarios, que es solo oír hablar un hombre alpujarreño se conoce de qué taa es? Nacieron y criáronse en lugares pequeños, donde jamás se ha hablado el aljamía ni hay quien la entienda, sino el cura o el beneficiado o el sacristán, y estos siempre hablan en arábigo.7

      La argumentación nos parece hoy impecable por la forma en que desnaturaliza la relación entre lengua e identidad religiosa, nacional, etnorracial. La fuerte dialectalización del árabe granadino se utiliza estratégicamente para denegarle la legitimidad del árabe coránico y así, de alguna manera, secularizarlo —estrategia que ya habían usado apologistas moriscos y algunos defensores cristianos—.8 El apellido del morisco cervantino remite, sin duda, al murciano Valle de Ricote, epítome de acomodación resistente de los cristianos nuevos españoles —los del valle estuvieron entre los más reacios al destierro y retornaron tenazmente a su patria de manera ilegal—. La mayoría de los ricotíes habían abandonado la lengua árabe tras las duras campañas cristianizadoras de la década de 1560, pero el valle recibió un contingente significativo de moriscos granadinos que fueron forzosamente desplazados, como señala Márquez Villanueva, tras la represión de la rebelión de las Alpujarras (1568-1570). Los moriscos granadinos, junto con los valencianos, conservaron su lengua durante más tiempo que sus hermanos castellanos y aragoneses. Es muy posible que el vecino de Sancho sea uno de ellos.

      La valoración que hace Ricote (¿Cervantes?) de la solución final de Felipe III ha sido objeto de enconada discusión crítica.9 Ricote registra una gran diversidad de actitudes religiosas en la comunidad morisca antes del destierro, desde aquellos que son «cristianos firmes y verdaderos» a «los que no lo eran», pasando por los que, como el propio Ricote, «todavía [tienen] más de cristiano que de moro». Su hermoso discurso —en modo elegíaco como el de todos los desterrados— sobre el exilio y sus desplazamientos lingüísticos insiste en la pulsión del retorno en todos aquellos «que saben la lengua» española, que son obviamente la mayoría («Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria