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Autorretrato de un idioma


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pudiere, siguiendo la orden que se ha tenido en las demás lenguas, y por conformarme con los que han hecho diccionarios copiosos y llamándolos Tesoros, me atrevo a usar desde término, por título de mi obra, pero los que andan a buscar tesoros encantados, suelen decir fabulosamente que hallada la entrada de la cueva do sospechan estar, les salen al encuentro, para hacerlos volver atrás, amenazándolos un fiero jayán, con una desaforada maza, un dragón que echa llamas de fuego por ojos y boca, un león rabioso, que con sus uñas y dientes hace ademán de despedazarlos, pero venciendo con su buen ánimo y con sus conjuros, todas estas fantasmas llegan a la puerta del aposento, donde hallan la mora encantada en su trono sentada en una real fila y cercada de grandes joyas y mucha riqueza, la cual si tiene por bien de les dejar sacar su tesoro, van con recelo y miedo de que en saliendo afuera, se les ha de convertir en carbones. Yo he buscado con toda diligencia este Tesoro de la lengua castellana, y lidiado con diferentes fieras, que para mí y para los que saben poco, tales se pueden llamar las lenguas vulgares, la francesa y la toscana, sin la que llaman castellana antigua, compuesta por una mezcla de las que introdujeron las naciones, que al principio vinieron a poblar a España. La primera, la de Túbal y después desta otras muchas, de algunas de las cuales hace mención Plinio, li. 3 c.1. conviene a saber los hebreos, los persas, los fenices, los celtas, los penos, los cartaginenses y queriendo publicar este tesoro, y sacarle a luz, temo que las lenguas de los maldicientes y mal contentadizos me le han de volver en carbones, pero estos mismos en manos de los sabios y bien intencionados con el soplo de sus ingenios y rectos juicios, han de encender en ellos un amoroso fuego y convertirlos en radiantes carbuncos y hermosos rubíes, según lo que a otro propósito dijo el poeta Angeriano: Quid tun? carbones quoque nigri /Sed flamma tacti, unde rosa verna, rubent.

      La diversidad de los orígenes me ha forzado a no poder dejar igual la lectura desta obra, en forma que todos gozasen enteramente della, por haber de acudir a sus fuentes, y usar de sus propios caracteres, en la lengua griega y la hebrea, pero yo los declaro lo mejor que puedo y me ciño a no poner más que el tema, cada uno tomará lo que pudiere, según su capacidad. Al romancista le queda mucho de que pueda gozar, creyendo lo demás, in side parentu, y el que supiere latín descubrirá más campo; y los que tuvieren alguna noticia de la lengua griega o hebrea, juzgará desta obra con más fundamento: en la lengua arábiga casi todos somos iguales, fuera de algunos pocos que la saben; y así hemos de dar crédito a los peritos en ella. Yo he consultado a Diego de Urrea, intérprete del Rey nuestro señor, y visto algunos escritos del padre Guadix, de ambos me he aprovechado, y de algunos otros que cito en diversos lugares. Heme válido de la lengua hebrea, para confirmar lo que los susodichos me interpretan de la arábiga. Y presupuesto que los más vocablos castellanos son corrompidos de la lengua latina, hace de advertir que muy de ordinario se mudan las letras, trocándose unas por otras. Y las más ordinarias son las nueve consonantes, que llaman mutas, divididas en tres clases, tenues, medias y aspiradas. También se mudan las demás y unas vocales en otras y todo esto está advertido por algunos autores modernos que han reducido nuestra lengua a método, haciendo arte de Gramática Española. No se debe nadie escandalizar de que las dicciones de este mi libro se escriban como suenan, sin guardar la propia ortografía, pues esto se enmienda luego inmediatamente en el mismo discurso. Pongo por ejemplo, Philipo, no se ha de buscar en la letra ph sino en la f. Gerónimo en la G. y no en la H. Tema en la T. y no en la th, et sic de caeteris. Por satisfacer a todos, siendo deudores a los sabios y a los que no lo son, en el discurso de algunas etimologías, no solo se traen las legítimas y verdaderas, pero a veces las vulgares introducidas por los idiotas. Los vocablos que no se hallaren en la letra z, búsquense en la ç y muchas de la f. en la H. Y, al contrario, como fidalgo, hidalgo. La letra V. se divide en la vocal y en la consonante, lo demás se advierte en cada dicción. Yo pido con toda humildad y reconocimiento de mi propio saber, que todo aquello en que yo errare, se me enmiende con caridad y se me advierta para otra impresión.

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      En 1611 aparece en Madrid el Tesoro de la lengua castellana o española, trabajo de Sebastián de Covarrubias y Orozco, quien se presenta como «Capellán de su Majestad, Mastrescuela y Canónigo de la Santa Iglesia de Cuenca y Consultor del Santo Oficio de la Inquisición». La obra va dirigida a Felipe III, se tasó en 1730 maravedíes y se imprimieron mil ejemplares. Covarrubias está hacia el final de su vida, puesto que dos años después de aparecer su Tesoro fallece, septuagenario, en Cuenca. Su diccionario corona el final de una vida dedicada al estudio. Es un escritor tardío, podría decirse, de quien se conservan solo dos obras: su Tesoro y Emblemas morales, publicado un año antes, en 1610. Él mismo afirma, en su carta a Navarro de Arroita, presente en los paratextos de su Tesoro, que no tiene «ni edad ni salud para andar caminos». Es interesante, por lo demás, el tiempo en el que vivió Covarrubias: nació en los últimos veinte años de reinado de Carlos I; fue testigo, a su vez, de todo el esplendor de Felipe II y fue espectador de los primeros años de reinado de Felipe III. Tenemos, por lo tanto, a un intelectual que creció con los vientos renacentistas a su favor, maduró con la tensión manierista y su ocaso, el que coincide con su producción escritural, se correspondió con el barroquismo imperante. Todo ello, creemos, se puede, a su vez, ver reflejado en su Tesoro.

      En pleno poderío de Carlos I, en el crítico momento previo al Concilio de Trento, Arnold Hauser describió el Toledo natal de Covarrubias como «la tercera capital de España de entonces y centro de la vida eclesiástica»,2 después de Madrid y Sevilla. Justamente: Covarrubias nació en 1539, en un ambiente empapado de contrarreforma y en un reino en donde la concentración de gastos se volcó siempre allende las fronteras peninsulares. En este contexto, empero, por los procedimientos administrativos específicos de esa monarquía compuesta de los Habsburgo,3 así como por las redes territoriales y los espacios sociales, se generó la mayor parte del discurso renacentista sobre la lengua. Este discurso fue posible gracias al apoyo fundamental de la industria de la imprenta y se materializó en la producción, en palabras de Martínez, de «textos vernáculos sobre la lengua española».4 Este panorama no se había visto antes e hizo aflorar una serie de estudios variopintos relacionados, sobre todo, con el léxico. Es un momento de marcada renovación de las tradiciones discursivas y del asentamiento del español como lengua imperial, aspecto que se acrecentará con los años y se concretará con la máxima expansión del Imperio, en tiempos de Felipe III. Esto lo constatamos en los paratextos del Tesoro, cuando el censor Pedro de Valencia, cronista del rey, afirmaba: «y por ser conveniente que de la propiedad, pureza, y elegancia de una lengua se escriba en el tiempo que ella más florece, me parece se debe dar licencia y privilegio que se pide para imprimirlo».

      Sebastián de Covarrubias tenía 17 años cuando asumió Felipe II, en 1556. De esa fuerza centrífuga con la que Carlos I quiso reforzar un imperio y en donde abusó de las arcas españolas para malconseguirlo, Felipe II representa esa fuerza centrípeta en donde la monarquía universal se convierte en monarquía hispánica y católica. De esta forma, Madrid y El Escorial se instalan como las sedes permanentes del imperio y el castellano como la lengua de Felipe II.5 Para Hauser, Felipe II «era un príncipe progresista que quería introducir los logros del absolutismo, el sistema del Estado centralizado y un racional orden en la administración financiera».6 Sin embargo, empieza con su reinado la decadencia del Imperio, sobre todo por su inmensa extensión. En efecto, el Imperio dio lugar a la formación de cuerpos y prácticas de gobierno locales, autárquicos, algo esperable por la lejanía de la capital y con un rey encerrado en su palacio. La Contrarreforma, a su vez, hacía estragos, partiendo por el propio rey, católico furioso e intransigente. El modus operandi del rey con el que Covarrubias se hizo adulto es el de la censura al pensamiento: se confiscaron y quemaron libros contrarios o críticos al credo católico, se controlaban los libros que iban a imprimirse y se extremaron las medidas de control de los libros extranjeros que se importaban. Asimismo, se prohibió la lectura de la Biblia y se minimizó el estudio del árabe y hebreo, entre otras medidas. Aunque se declaró la bancarrota al menos tres veces durante el reinado de Felipe II, la riqueza procedente de América alcanzó valores históricos y al término de las guerras italianas en 1559, la Casa de Austria se transformó en la primera potencia mundial. A su vez, a diferencia de Carlos I, quien aprendió la lengua española de adulto,