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Autorretrato de un idioma


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sometido a la autoridad de la Iglesia, como advierte González Jiménez, se imagina al rey como «alma» y «cabeza» de un «pueblo» unido que habita y defiende la «tierra» del rey (Texto A). Esa tierra corresponde con una España reunificada (Texto B) en una visión que Rojinsky califica de «protonacionalista». Como tal, el rey recibe su autoridad temporal no de la Iglesia (ahora suprema solo en asuntos espirituales), sino directamente de Dios (Texto B: «por la gracia de Dios»; Texto D: la comparación implícita entre la autoridad de Dios y la del rey). El rey-cabeza es filósofo y tutor del pueblo-cuerpo, al que tiene que enseñar el derecho, la historia y la ciencia (Textos A y B). Para cumplir con esta responsabilidad, el rey determina lo correcto en cada campo (Texto A) y se lo enseña al pueblo por medio de textos escritos. De ahí viene su elogio de la escritura (Texto B), que permite no solo el acceso al saber, sino la posibilidad de fijar los conocimientos autorizados por el rey (Textos D y E) y de comunicárselos a los súbditos. La necesidad de sintetizar y fijar los conocimientos lleva al rey a consultar y hacer traducir numerosos textos escritos en otras lenguas, sobre todo el latín (Texto B) y el árabe (Texto E). Las necesidades didácticas y comunicativas apoyan a su vez el uso del vernáculo y llevan a una gran preocupación por la precisión y la claridad en lo escrito, la cual se constata en el requisito de redactar leyes «cumplidas», «llanas» y «paladinas» (Texto C). Se nota también en la intervención directa de Alfonso en la redacción y corrección de muchas de sus obras (Textos D y E).

      En este entorno y con esta visión, Alfonso lanzó un proyecto de producción textual diseñado a imponer un nuevo orden político basado en el fortalecimiento de la autoridad real, la centralización y la uniformización, que incluía la estandarización de pesas y medidas, monedas, impuestos, leyes e historia. Como elemento clave de este proyecto, el rey fomentó y aprovechó una concepción innovadora de la lengua vernácula como artefacto cultural que podía servir de herramienta del poder y, como lengua hablada por la «cabeza» del «cuerpo», símbolo de la unidad política (aunque no todos los súbditos eran castellanohablantes). Esta lengua también requería una estandarización autorizada por el rey que se manifestó en dos vertientes: la normalización (selección y regularización del uso del castellano en cada vez más ámbitos funcionales) y la normativización (elaboración del léxico y codificación de normas ortográficas, gramaticales y léxicas).

      Aunque Fernando III había empleado el «romance», concebido ya como distinto del latín, Alfonso fue más allá que su padre al nombrar la variedad seleccionada «lenguage castellano» (Texto E), aprovechando y avanzando de esta manera —como indica Wright— la nueva distinción conceptual entre diferentes variedades protonacionales de romance. El nombramiento, la selección y el uso regular del castellano en textos de la cancillería y el scriptorium contribuiría a su legitimación, dándole un nuevo prestigio frente al latín (clásico o eclesiástico) y el árabe, tradicionales lenguas del saber y poder.

      La regularización del uso del castellano había empezado durante el reinado de Fernando III, cuya cancillería había ido haciendo cada vez mayor uso del castellano como respuesta práctica a las apremiantes necesidades militares y administrativas ocasionadas por la rápida expansión territorial. Sin embargo, nada más subir al trono, Alfonso apostó por el uso normal del castellano en todos los documentos cancillerescos dedicados a asuntos interiores.9 Estos transmitían las órdenes y decisiones del rey (y sus oficiales) a todos los súbditos y tierras del rey, dejando escuchar la voz del rey durante su lectura en voz alta. Aunque el uso del castellano ciertamente facilitaba la comunicación con la mayor parte de los súbditos, fomentaba también una nueva e incipiente unidad imaginada en la misma lengua del rey y una nueva separación conceptual entre la lengua de la autoridad real (castellano) y la de la autoridad eclesiástica (latín).

      Más innovadora fue la decisión de usar del castellano en los textos del scriptorium (con la excepción de las Cantigas de Santa María, redactadas en gallego, una variedad hablada dentro de sus reinos y de uso tradicional en la poesía lírica, cuya elección sirvió para marcar el estatus excepcional de las Cantigas). Los textos en castellano presentaban versiones del derecho, la historia y la ciencia autorizadas por el rey y por tanto adecuadas para la enseñanza del pueblo. Los dos primeros tratados legales, el Fuero Real (1254) y el Espéculo (1255), fueron respuestas inmediatas a la fragmentación jurídica existente. Sobre la base del Espéculo, Alfonso ordenó la redacción de Las siete partidas (1272-1275), un magnum opus —digno de un emperador— que combinó un código legal con toda una visión del estado, la sociedad y la cultura. Con el fin de justificar y legitimar sus ambiciones y su visión del mundo, Alfonso patrocinó la preparación de dos grandes obras de historia: la Estoria de España (1270-1274) y la General estoria (1270-1280). La primera es de especial importancia política, ya que en ella se relata el «comienço de los espannoles» (Texto B) y la historia de España como una unidad duradera, sobre la que Castilla ejercerá la hegemonía. El interés de Alfonso por incrementar los conocimientos y beneficiarse de ellos le llevó a patrocinar la traducción y redacción de múltiples obras científicas, como el Libro de la ochava esfera (1256/1276) y los demás textos de los Libros del saber de astrología (1276-1277).

      La normalización del castellano llevó lógicamente a su incipiente normativización. La extensión del castellano a la ciencia y la historia requirió una elaboración del vernáculo, poco o nunca empleado antes para escribir de semejantes temas. La elaboración se hace patente en la invención de numerosos neologismos, los cuales suelen ir acompañados de sinónimos o definiciones explícitas.10 Al mismo tiempo, la selección y el nombramiento del «lenguage castellano» obligaba a una delimitación de sus formas y usos adecuados. Aunque el «castellano» se asociaba con variedades habladas en regiones céntricas entre Burgos y Toledo, no se distinguía nítidamente de otras variedades vecinas y se caracterizaba por una variación interna que iba creciendo durante la repoblación del sur.11 Al mismo tiempo, el deseo de evitar interpretaciones no autorizadas de los textos reales sustentaba una preocupación por el uso preciso de las formas lingüísticas. Estos intereses son los que llevaron, quizás, a la articulación del concepto de «castellano derecho» (Texto E). Se ha debatido mucho el significado de esta frase; algunos investigadores, como observa Fernández-Ordoñez, argumentan que se refiere a la claridad de expresión o la precisión en el uso del léxico elaborado, pero es posible que constituya también el primer reconocimiento de la necesidad política e institucional de imponer orden por medio de la codificación de normas ortográficas, gramaticales y léxicas del castellano. Tal codificación es difícil de realizar en una cultura basada en la escritura manual y habría sido aún más difícil en el scriptorium, compuesto de un grupo cambiante y variado de estudiosos y escribas. Sin embargo, en la cancillería, con un personal reducido y más estable,12 se habría hecho más factible. De hecho, en documentos cancillerescos (que seguían tendencias de la cancillería de Fernando III), encontramos, en concordancia con Sánchez, altos niveles de regularidad e incluso clara evidencia de supresión de variación opcional, como la eliminación de la forma cuemo después de 1269 y la casi total supresión de formas innovadoras como mi padre (en vez de mio padre), muy corrientes en textos locales de Sevilla durante el reinado de Alfonso X.13

      Gran parte del proyecto político imperial y centralizador de Alfonso fracasó durante su propia vida, quedando en suspenso hasta que reyes posteriores pudieron llevar a cabo aspectos claves de ese proyecto. Con todo, en el plano glotopolítico Alfonso tuvo más éxito, ya que continuó sin interrupción su normalización del castellano como lengua de administración real, entendida como lengua del rey-cabeza que debía dominar y unir al pueblo-cuerpo.

      1Fuentes:

      MACDONALD, Robert. (1990): Espéculo: Texto jurídico atribuido al rey de Castilla Don Alfonso X, el Sabio. Madison, Wis.: Hispanic Seminary of Medieval Studies.

      KASTEN, Lloyd, John J. Nitti, and Wilhemina Jonxis-Henkemans (1997): The electronic texts and concordances of the prose works of Alfonso X, El Sabio. Madison: Hispanic Seminary of Medieval Studies.

      FERNÁNDEZ-ORDÓÑEZ, Inés (2004): «Alfonso X el Sabio en la historia del español». En: Rafael Cano Aguilar (ed.), Historia de la lengua española. Barcelona: