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Autorretrato de un idioma


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de la enunciación (consecuencia necesaria del dialogismo) y la expectativa de que se reproduzcan ciertos patrones (derivada del carácter social de la interacción) nos llevan a concluir que el lenguaje es inestable y por lo mismo normativo ab initio.3

      No se debe confundir la normatividad a que aquí aludimos con el prescriptivismo. Este último es una práctica metalingüística que de manera explícita pretende imponer ciertos usos frente a otros; y es solo una de las múltiples formas en que se puede manifestar la normatividad. Porque, cuando hablamos, somos sensibles a regularidades, patrones o normas que naturalizan la aparición de ciertos usos y hacen que otros resulten, de alguna manera, anómalos. Somos sensibles al hecho de que ciertas formas se asocian con ciertas categorías sociales, y nuestros enunciados se orientan en función de nuestra familiaridad, ignorancia, complacencia o discordancia con la vigencia de tales asociaciones en cada acto concreto de interacción verbal. Hablaremos de una manera u otra (eso sí, con mayor o menor grado de intencionalidad) de acuerdo con el deseo de que nuestra voz se vincule o no a ciertas categorías sociales.

      La explicitación de estas asociaciones —surgidas y sostenidas, no lo olvidemos, por medio del metalenguaje y la indicialización— da lugar al establecimiento de regímenes de normatividad. Al invocar este concepto no nos referimos a la existencia e imposición de una norma concreta de referencia (como podría ser en el ámbito hispánico-latinoamericano la de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española); sino que pretendemos conceptualizar al conjunto —heterogéneo e incluso atravesado por contradicciones internas— de asociaciones entre formas lingüísticas y categorías sociales que confieren sentido a las prácticas lingüísticas en una situación, contexto o comunidad dada. Hablamos de «régimen» y no simplemente de «norma» o «normas» porque nuestro abordaje pretende hacer visible la participación de tales normas en la organización política de una comunidad o colectivo humano; tanto en la organización literal de su institucionalidad como en la conformación de las subjetividades políticas toleradas y la exclusión de las intolerables. Ponemos el énfasis en la condición glotopolítica de estos patrones precisamente porque, a través de procedimientos ideologizantes, suelen aparecer no solo normalizados, sino también naturalizados.

      En esto consiste adoptar una perspectiva glotopolítica: en centrar la mirada en objetos y experiencias en los que la inseparabilidad entre el lenguaje y lo político es clave para entender su manifestación y funcionamiento; en desnaturalizar la constitución de las asociaciones entre formas lingüísticas y categorías sociales haciendo visibles las condiciones materiales de su producción, reproducción y cuestionamiento, así como su participación en procesos en los que está en juego el acceso a los recursos y, en definitiva, al poder.4

      La historia

      Es harto probable que quienes se hayan animado a abrir este libro (sean o no lingüistas) tengan una idea relativamente clara de lo que es la historia de una lengua: una suerte de relato que, organizado a lo largo de una serie de hitos geopolíticos, nacionales y culturales, nos cuenta el nacimiento de sus formas lingüísticas características, su evolución posterior sometida a presiones internas y externas y su madurez al ser fijada en el canon escriturario de una alta cultura. ¿Por qué la palabra latina OCULUM se refleja en el español moderno como «ojo»? ¿Y por qué existen «ocular» u «oculista»? Si el español viene del latín y en este no existen palabras equivalentes a «canoa» o «chocolate», ¿cómo es que estas forman parte del idioma moderno? Este es el tipo de pregunta que encontraría respuesta en el modelo clásico de historia de la lengua española.5

      Hay otros modelos para la historificación de las lenguas, por supuesto. Un texto de éxito notable entre el público lector, Gente de Cervantes: Historia humana del idioma español (2001) de Juan Ramón Lodares, anuncia desde el mismo subtítulo su compromiso con hacer una historia que no escinda las formas de la lengua de las vidas de quienes la hablan y la escriben. Lo mismo ocurre con la algo más académica Historia social de las lenguas de España (2005) de Francisco Moreno Fernández, que recorre el valor relativo que las relaciones y conflictos sociales le confirieron al conjunto de idiomas de este país ibérico a lo largo de la historia. Más sutil y más ortodoxamente anclado en la investigación universitaria es Lengua medieval y tradiciones discursivas en la Península Ibérica (2005), editado por Daniel Jacob y Johannes Kabatek, que se centra en la escritura de la historia idiomática a través de las transformaciones de las tradiciones discursivas y géneros textuales. Los volúmenes dedicados a la Historia sociolingüística de México (2010, 2014) dirigidos por Rebeca Barriga Villanueva y Pedro Martín Butragueño cubren un amplio espectro de hechos lingüísticos pertinentes no solo en tanto que lingüísticos, sino en función de su aportación a la historia del país. La Historia mínima de la lengua española (2013) de Luis Fernando Lara resalta el papel de los pueblos en la formación y evolución del español.

      Un elemento que une a estos trabajos histórico-lingüísticos es el importante rol que juega el metalenguaje no solo como el medio a partir del que se realiza la historificación, sino también como su propio objeto. Se escribe la historia del español y de otras lenguas echando mano de las herramientas metalingüísticas que nos proporciona la lingüística, pero además se toma el metalenguaje como objeto que ha de ser historificado, como eje vertebrador del relato en tanto que componente central de la lengua misma. Qué piensa o siente la gente de la lengua, de las variedades y de los géneros discursivos es, en estos estudios, parte más central de la historia que las gramáticas destiladas de los usos por la acción evaporadora de la lingüística formal.

      En la Historia política del español: la creación de una lengua (2013, 2015), José del Valle se sitúa en esta misma línea en tanto que, apoyándose en el trabajo del medievalista Roger Wright, identifica el nacimiento de las lenguas como sucesos metalingüísticos.6 El español nace cuando se lo identifica cultural y políticamente como tal, y evoluciona de la mano de los metalenguajes que van valorando el idioma y sus variedades en situaciones y contextos sociopolíticos concretos. La presencia o ausencia de una forma lingüística, la opción por una u otra variante resulta inseparable de las identidades sociales asociadas a cada alternativa y de los procesos de subjetivación de los que forman parte. En este sentido, la historicidad no es la simple evolución de un objeto a lo largo de un cronograma vacío decorado con un telón de fondo que exhibe los hitos políticos del desarrollo de una comunidad (la mayoría de las veces nacional). Desde nuestro enfoque, el contexto no es un simple telón de fondo. Y la historicidad se figura como la relación dinámica y coconstitutiva entre la interacción verbal y la dimensión sociopolítica de las comunidades humanas. La aproximación glotopolítica a la historia de una lengua aborda el estudio de las condiciones de su emergencia y persistencia como objeto de un metalenguaje examinando su participación en la constitución de subjetividades políticas de toda índole (subjetividades tales como la nacional, colonial, étnica o de género y su posible movilización en procesos tales como la esclavitud, el feudalismo, el capitalismo, la subalternización o la emancipación).

      El autorretrato

      Las ideas fundamentales que organizan esta antología fueron discutidas grupalmente por primera vez en Bogotá en agosto de 2016, en el contexto del Segundo Congreso Latinoamericano de Glotopolítica. En el curso de aquella reunión, José, que acababa de publicar la ya mencionada Historia política del español: La creación de una lengua, invocando las crestomatías de textos que en otro tiempo habían acompañado a la historia canónica de la lengua española, propuso enfrentar la elaboración de un complemento consistente en una recopilación selectiva de fuentes primarias que tematizaran la lengua castellana y fueran susceptibles de ser leídas desde una perspectiva glotopolítica.7

      Si bien es cierto que el impulso inicial surgió de necesidades asociadas a nuestra condición de docentes y a ideas sobre cómo reconceptualizar además de la investigación, la enseñanza de la «historia de la lengua», también lo es que pronto vimos (o creímos ver) un interés social más amplio en la reflexión crítica sobre la lengua y su historia. De ahí que el proyecto, amén de su posible relación complementaria con otros libros anclados en el campo universitario, adquiriera un sentido propio y se impregnara de nuestro deseo de llegar a un público lector mayor. Este