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Autorretrato de un idioma


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nuestro lexicógrafo tenía 59 años asumió Felipe III, en 1598. Es este el periodo en que Covarrubias empezó a redactar su obra. En el que es conocido como el primer reinado de un Austria menor, tenemos la máxima expansión territorial y a un rey «más interesado en las artes, en especial la pintura y el teatro, y en la cacería».7 Asimismo, se impuso, a diferencia de los dos reinados anteriores, un periodo de paz conocido como la Pax hispánica. En este ambiente se desencadena una especial crisis secular que Covarrubias no verá en su cenit, al fallecer en 1613. En efecto, entre 1606 y 1650 se reducen las remesas que llegan desde América hasta en un 60%, a causa de la creciente autosuficiencia de la economía americana, la crisis de la marina española (que ya venía arrastrándose del reinado anterior), el costo de mantenimiento de las flotas, el contrabando y el desarrollo de la piratería, propiciados por Francia, Holanda e Inglaterra. Sin embargo, es este el periodo en donde por primera vez se concentran las obras relacionadas con la lengua española. Justamente, a pesar de la crisis política y económica, la vida literaria tomó un peso sin ribetes; desde las reflexiones centradas en la lengua propiamente tal, tenemos a Mateo Alemán quien publicó en México su Ortografía en 1608 y allende el Atlántico, Juan de Hidalgo (seudónimo de Cristóbal de Chaves) su Romance de germanía (1609) y Gonzalo Correas su Vocabulario de refranes (1627) y su Arte grande de la lengua española castellana (1626). No está solo Covarrubias en esto, entonces, pues formaba parte de un nutrido y destacado grupo de intelectuales que están pensando en la lengua española.

      Sin embargo, los espacios para desarrollar el saber no eran los idóneos en tiempos de Felipe III. En efecto, el espacio intelectual poco podía dar de sí para estudiantes y pensadores, con una Contrarreforma que seguía viento en popa. Justamente, en una Europa en donde empieza la ciencia experimental, España pierde contacto con el exterior: en las universidades se imponía el aristotelismo, en conjunción con la concepción católica del mundo. Hay algo que se destaca, en efecto, al comenzar a leer las líneas que Covarrubias dedicó al lector de su Tesoro: «Entre otras muchas cosas con que el hombre, animal racional, se diferencia de los demás que carecen de razón, es ser sociable, calidad propia suya». Justamente, el discurso se enmarca con una reflexión aristotélica, reacción, creemos, esperable dentro de ese contexto de inestabilidad social, algo que bien lo describe Hauser, en donde el hombre manierista, «factor pequeño e insignificante en el nuevo mundo desencantado» adquiere un sentimiento de confianza en sí mismo y «La conciencia de comprender el Universo, grande, inmenso, implacablemente dominador, de poder calcular sus leyes y con ello haber vencido a la naturaleza, se convirtió en fuente de un ilimitado orgullo hasta entonces desconocido».8 Esta conciencia, empero, parte con el conocimiento de sí mismo, tal como afirma Maravall, en ello de que es necesario «Conocerse para hacerse dueño de sí, lo que lleva a dominar el mundo en torno».9 El humanismo, que llama a conocer y trabajar mejor a los clásicos, así como la necesidad de conocimiento de la realidad llevan, por ejemplo, a una interesante producción lexicográfica, sobre todo de tecnolectos y léxico especializado, tanto en el XVI como en el XVII.

      En este contexto, Covarrubias contaba, ya, con una autoridad que hablaba por sí misma. Seco principia su emblemático ensayo, destinado al toledano, entregándonos una clave no menor: Covarrubias, según la escala de generaciones establecida por Julián Marías, forma parte de la ilustre generación de Cervantes, el Greco, San Juan de la Cruz, el Pinciano y Mateo Alemán, entre otros. Así como Cervantes, Covarrubias era un escritor otoñal, pues escribió su obra hacia el final de su vida; «ya después de su tiempo»,10 dice Seco. Pedro de Valencia, cronista de Felipe III, quien censa el Tesoro, concluía respecto a este y a la autoridad de Covarrubias: «Por lo cual, y por la autoridad y erudición de la persona del autor, tan conocida y estimada en todas partes». En efecto, la mayoría de los etimólogos desde el renacimiento, eran considerados hombres sabios, que dominaban lenguas indoeuropeas y semíticas, entre otras y podían dar cuenta de la realidad mejor que nadie.

      En este punto, debemos insistir en algo de lo que ya se ha venido hablando muchísimo desde los espacios metalexicográficos: el primer diccionario monolingüe en nuestra lengua no se redactó con el propósito de ser el primer diccionario monolingüe, sino que vino a ser el primer diccionario etimológico en lengua española. Es innegable, en toda esta producción y, centrándonos, ya, en el Tesoro de Covarrubias, las secuelas del Humanismo en este quehacer. En rigor, el gran referente que tiene Covarrubias fue San Isidoro de Sevilla, quien acopió en veinte libros sus Etymologiae. Si bien muchas de sus etimologías fueron desacreditadas, Covarrubias aplaudía la reedición que de estas hizo Felipe II, como bien declara en la dedicatoria que hace al rey, en uno de sus paratextos:

      Filipo Segundo padre de v.m. hizo gran diligencia para que las obras del glorioso San Isidoro Doctor de las Españas se corrigiesen y enmendasen por diversos originales, y de nuevo se imprimiesen con mucha curiosidad, porque gozásemos de su singular y santa dotrina y particularmente de sus etimologías latinas.

      Esta tradición en el quehacer etimológico, sin embargo, no se reduce al vínculo único San Isidoro y Covarrubias. Justamente, Carriazo y Mancho Duque comentan que en el contexto del XV en adelante, «una vertiente especulativa de carácter teórico-filológico, empeñada en la búsqueda de las raíces primigenias de las lenguas»,11 es la que dará vida a una serie de diccionarios de corte etimológico. Por ejemplo, en 1565, Alejo de Venegas agregó como apéndice a su Agonía del tránsito de la muerte, una Declaración de algunos vocablos. Le sigue unas Etimologías españolas, atribuidas al Brocense (c. 1570); la Recopilación de algunos nombres arábigos de Diego de Guadix (1593); el Vocabulario etimológico de Bartolomé Valverde (1600); el Origen y etimología de todos los vocablos originales de la lengua castellana de Francisco del Rosal (1601) y Del origen y principio de la lengua castellana de Bernardo de Alderete (1606), la obra de más renombre de su época. Como sea, no podemos dejar de lado otro de los eslabones que dan cuenta del interés etimológico con el vínculo isidoriano. En efecto, en el tercer cuarto del siglo XIII, Alfonso X y su Escuela de traductores satisficieron una demanda enciclopédica, la que «consistió en aprender a salpicar sus escritos de observaciones acerca del verdadero significado y origen de ciertas palabras y nombres clave».12 ¿Qué destacamos de aquí por sobre todo? Sin duda alguna, la empresa nacionalista de un imperio que quería mostrar que su grandeza venía de antaño, de esa Hispania visigótica y de la grandeza, aún en los yerros, de un sabio como San Isidoro y su monumental obra. Asimismo, ese conocimiento cabal de una realidad, con las herramientas que se tengan a mano, es una empresa regia, religiosa y cortesana. Por otro lado, Lara ve en el Tesoro, sobre todo, un diccionario enciclopédico, algo que nos pueden confirmar los estudios que se han hecho de su microestructura.13 De allí que nuestro toledano haya titulado su obra Tesoro, por la abundancia de temáticas y artículos: «y por conformarme con los que han hecho diccionarios copiosos y llamándolos Tesoros, me atrevo a usar desde término, por título de mi obra», como afirma en el prólogo al lector que precede nuestro comentario. En síntesis, la búsqueda del verdadero significado de las lenguas hegemónicas, por lo tanto, es lo que hace que se redacten diccionarios monolingües por, digámoslo de alguna manera, un accidente.

      Covarrubias, más que dar con la noción cratilista del lenguaje (es decir, más que un origen arbitrario del significado de las palabras, un origen natural, tal como lo vemos expuesto en el diálogo platónico Crátilo; algo de lo que luego se acogió, de cristiana forma), tomaba la idea, como bien se lee en su paratexto, de que la lengua fue infundida por Dios al hombre, en este caso, a Adán. Después del diluvio, la única lengua que quedó habría sido el hebreo, tesis que había sobrevivido bastante tiempo, como reflexiona Sáenz-Badillos: «Nada extraño por tanto que ese punto de vista llegara también a los hombres del Renacimiento, y de una u otra forma, hasta el mismo siglo XVIII».14 Se le suma a Covarrubias, además, la tesis isidoriana —la que, a su vez, sigue a Flavio Josefo— del origen de las lenguas en la Península, después del Diluvio, con la llegada del mítico Tubal, nieto de Noé: «La primera, la de Túbal y después desta otras muchas», tesis que tenía, a la fecha, muchísimos adeptos. En este punto insistimos en la tensión entre aristotelismo (el hombre como animal racional) y espiritualidad (ese animal posee el don del lenguaje gracias