Группа авторов

Historia crítica de la literatura chilena


Скачать книгу

la ciudad donde se ubicaron, la huella de las bibliotecas sigue siendo un enigma. Las colecciones pictóricas han tenido una actualización reciente de la mano de proyectos de restauración que han permitido conocer este patrimonio enclaustrado en museos nacionales53. Sin embargo, el conocimiento de las bibliotecas es un desafío pendiente totalmente necesario para reconstruir el campo de la circulación del libro y la constitución de una comunidad lectora. El caso del convento de dominicas de Santa Rosa de Santiago representa la riqueza de esa posibilidad, pues es material fundamental para situar la escritura del segundo escrito de monja rescatado para el caso chileno: sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo54. Los libros circulaban fuera del convento, como lo muestra la presencia de un ejemplar de las dominicas en la Universidad de Chile, las inscripciones que los propios textos portan: devuélvase este libro a tal convento, o las recomendaciones de lecturas que las propias monjas hacían a sus conocidos o los confesores a ellas.

      El estudio de las bibliotecas coloniales es un amplio campo a recorrer para el caso de Chile, que permitirá ampliar el escaso repertorio de bibliografía publicada sobre el tema y que todavía tiene en el texto pionero de Isabel Cruz (1989) su único antecedente para las bibliotecas personales. Sabemos también que en el proceso de independencia, el gesto de donar libros de las bibliotecas privadas religiosas y laicas a los nuevos espacios públicos como el Instituto Nacional (1813), la Biblioteca Nacional (1813) y la Universidad de Chile (1842), fue central para configurar la república de las letras en torno a la constitución de una bibliografía y unas bibliotecas que también acogieron los restos de las instituciones religiosas tales como la Real Universidad de San Felipe y el Colegio de San Carlos (Araya, Biotti y Prado 2013).

       4.2. Cultura escrita, imprenta y públicos: el tránsito de lo colonial a lo republicano 55

      Si para los siglos anteriores los documentos manuscritos son los registros privilegiados para la reconstrucción historiográfica abordada bajo criterios contemporáneos –es decir, desde la década de 1950 en adelante–, esto no quiere decir que se haya dejado de interpretar los procesos de la segunda mitad del siglo XVIII en relación con la llamada Ilustración y la circulación de las ideas en nuevos formatos de escritura impresa. De hecho, se trata de un tema de investigación actual que se estudia desde las premisas de la nueva historia cultural, en particular del libro y la lectura. Hay que decir, en primer lugar, que el libro impreso no copaba las posibilidades de configuración de un campo de la cultura escrita, tal como lo ha demostrado Ariadna Biotti en una exhaustiva revisión de inventarios (que van de 1688 a 1888) que nos muestran una amplia variedad de papeles, autores y formatos de libros en colecciones de personajes de cultura letrada en diferentes escalas (2015). No obstante, la presencia del impreso y de la imprenta como herramienta para la producción local de «ideas» es un factor que tensionó la relación de dependencia con España, en tanto efectivamente abre paso a una escena de debates –restringidos o no– con convicción respecto al uso de la razón en público, lo que permitía explicitar de un modo nuevo la opinión que se podía tener respecto del poder, de los sujetos bajo ese poder y de los llamados a hacerse del poder.

      En Chile, la imprenta propiamente tal no apareció sino hasta 1812, pero en cuanto se dispuso de ella, fue utilizada en forma práctica, rápida y eficaz para reaccionar a la inesperada situación desencadenada en 1808. Ejemplo de lo expuesto se encuentra en los llamados primeros impresos chilenos, en los cuales encontramos tanto una apelación abstracta al pueblo, como una generalizada opinión negativa respecto del llamado «bajo pueblo». Mientras unos planteaban abiertamente que concebían la sociedad desigual como natural, otros le hablaban a un público sin rostro pues necesitaban a la población para combatir. Leonardo León ha sostenido, para el caso chileno, que la actitud «antipopular de la elite» es elemento significativo en las guerras de independencia: «no se puede ignorar que el trasfondo del proceso histórico que tuvo lugar durante ese período fue teñido por el terror que inspiraban a los patricios la inmensa masa de hombres y mujeres de piel cobriza que desde el anonimato hacían sentir su presencia en la escena nacional» («Reclutas…» 251).

      A diferencia de los centros virreinales americanos, en el «Reino de Chile» (nombre usado tanto en impresos patriotas como realistas) la aparición de los impresos sin permisos previos fue una «explosión» ante la casi total ausencia de impresos locales en el siglo precedente56. En dicha centuria ya existía la convicción respecto a que los papeles periódicos permitían «fijar la opinión». En 1810, cuando en Chile ya se sabía de la deposición del último representante del rey –Bernardo García Carrasco–, uno de los líderes patriotas, Bernardo O’Higgins, escribía a sus amigos ingleses para conseguir una imprenta y un tipógrafo «advirtiendo que no era fácil conducir la opinión, y que la palabra por muy enfervorizada y constante no era capaz de reducir la terquedad de tantos» (Villar 11). Juan Egaña, destacado intelectual de la llamada Patria Nueva, le pidió al presidente de la Primera Junta de Gobierno, don Mateo de Toro y Zambrano, que «convendría en las críticas circunstancias del día costear una imprenta, aunque sea del fondo más sagrado, para uniformar a la opinión pública a los principios del Gobierno» (11). A fines de 1811, bajo el gobierno de José Miguel Carrera, llegó la primera imprenta manejada por tipógrafos norteamericanos.

      Nuestro primer periódico –La Aurora de Chile, que inició sus actividades el 13 de febrero de 1812– fue el único de «opinión» del periodo; opinión que en realidad era la de su fundador, Camilo Henríquez. La audacia de sus planteamientos causó temores entre sus propios partidarios, los que trataron de controlar la publicación creando un reglamento de imprenta libre en agosto de 1812. Henríquez por supuesto lo ignoró y replicó publicando un discurso de Milton –de su propia traducción– sobre la libertad de prensa (Villar 14). Mantuvo esta postura hasta el último número de La Aurora, de 1º de abril de 1813. A los cinco días, también bajo su dirección, apareció El Monitor Araucano, al cual se le impuso ser el órgano difusor del gobierno: resoluciones, estado del erario y noticias de importancia.

      La libertad de imprenta fue un paso de suma importancia para la constitución de un espacio público político, porque supuso no solo el comienzo de la abierta crítica a la monarquía y los valores de una «sociedad tradicional», sino que también–como señala Renán Silva– modificó radicalmente la:

      esfera de la comunicación, tal como la había conocido la sociedad colonial […] es decir que no se trataba ya de informar para que se cumpliera (la orden del soberano) sino de someter a debate racional para tratar de conseguir el apoyo de las mayorías y asegurar la representación legítima de la sociedad, tal como se postula en el modelo liberal de sociedades democráticas, con todo lo que ese modelo pueda tener de ‘representación imaginaria de la sociedad’ (46).

      En el «modelo chileno» se hizo tempranamente una asociación entre la imprenta y la «fijación» de la opinión pública: se concebía más para uniformar que para generar debates. Incluso la imprenta como máquina, simbólicamente, ocupó el lugar de las prácticas mismas, como si su sola presencia las instalara, al menos así lo expresa el propio Henríquez:

      Está ya en nuestro poder, el grande, el precioso instrumento de la ilustración universal, la Imprenta. Los sanos principios del conocimiento de nuestros eternos derechos, las verdades sólidas, y útiles van a difundirse entre las clases del Estado. Todos sus Pueblos van a consolarse con la frecuente noticia de las providencias paternales, y de las miras liberales, y Patrióticas de un Gobierno benéfico, pródigo, infatigable, y regenerador. La pureza y la justicia de sus intenciones, la invariable firmeza de su generosa resolución llegará, sin desfigurarse por la calumnia hasta las extremidades de la tierra. Empezará a desaparecer, nuestra nulidad política: se irá sintiendo nuestra existencia civil, y las maravillas de nuestra regeneración. La voz de la razón, y de la verdad se oirán entre nosotros después del triste, é insufrible silencio de siglos (Aurora de Chile 1812).

      Ahora bien, respecto a los impresos volantes, en general se ha señalado que cumplieron la misma función que los papeles periódicos, esto es, un lenguaje «para el debate, para la discusión pública, producidos en función de proyectos políticos […]

      y que buscaban afectar y movilizar,