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Historia crítica de la literatura chilena


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más organizadas, y aquellas más pobres que coincidían con la zona fronteriza. La relación entre tierra y población va configurando las relaciones de poder internas, en torno a lo que Rolando Mellafe y René Salinas (1987) denominaron latifundio y poder rural en Chile. Se fue consolidando el valle central (entre La Serena y Colchagua) como el espacio con el cual se identifica a «Chile», pero también se dio paso a cierta imagen de estabilización de la guerra por configuración de relaciones comerciales o fronterizas45 y de una lectura sobre el fenómeno del mestizaje como sinónimo de sociedad nueva, de fusión entre los otrora grupos en guerra.

      Otra catástrofe, el terremoto de 1751, marca el inicio de la segunda mitad de la centuria. El gobierno de Domingo Ortiz de Rozas (1683-1756) implementa una nueva estrategia respecto al territorio mapuche, estableciendo relaciones fronterizas especialmente comerciales y estabilizando el territorio bajo dominio hispano en los bordes del río Biobío. Los temas de gobernabilidad se desplazan a la gran cuestión de la corrupción política, especialmente en el manejo de las finanzas y la llamada «política de poblaciones», tanto hacia Coquimbo como hacia el Maule, modelo de conquista por asentamientos urbanos, en el que la ciudad representaba un modelo civil y político: la vida en policía.

      Coincidente con este movimiento, podemos identificar lo que Armando de Ramón (2000), en su historia sobre la ciudad de Santiago, denomina como «un proceso de consolidación de la capitalidad» que se iniciaría por 1730, culminando hacia 1850. Santiago se configuró como un centro urbano, concentrando los servicios, ofreciendo expectativas de vida –aunque estas fuesen más ilusorias que reales– y generando una corriente de inmigración que derivó en un aumento de los habitantes de la ciudad entre los años 1750 y 1850. Lo anterior, a juicio del historiador, se observó principalmente «en el desplazamiento de los bordes urbanos, con lo cual estaremos verificando sólo la expansión de los arrabales, es decir la vecindad de los pobres [...] ya entonces era incesante la llegada de gente venida de las regiones rurales» (Santiago de Chile 175).

      Así, en la década de 1780, se hablaba de Santiago como de una ciudad populosa, emergiendo un claro discurso que resuena incluso hasta hoy: debía haber más preocupación por su limpieza y vigilancia; el aumento de la población iba de la mano con la inseguridad, pues «en la misma proporción estaban creciendo los homicidios, robos y otros delitos» (176). Esta opinión, que considera la ciudad cada vez más peligrosa por ser cada vez más populosa, se entroncaba también con el miedo a la plebe, discurso que continuó teniendo sustentadores, sobre todo en el famoso corregidor de Santiago Luis Manuel de Zañartu (1723-1782) (León 1998, Araya 1999, Azúa y Eltit 2012). Bajo su égida, se consolida un plan de obras públicas para Santiago capital que se desarrolló en el transcurso de dieciocho años (entre 1762 y 1780), y que comprendía la conducción del agua de la quebrada de San Ramón para el consumo de los habitantes, los nuevos tajamares del Mapocho, los refugios del camino de Uspallata y el puente de Calicanto.

       4. Tercera parte: la letra ciudad letrada resignificada desde Chile

      En Chile, al igual que en el resto del continente, la escritura alfabética llegó con la hueste de conquista y se asentó en la ciudad. Junto con los conquistadores y la letra viajó un conjunto de prácticas de registro y comunicación provenientes del viejo mundo cristiano occidental, las que se adaptaron a las nuevas circunstancias, desarrollándose de formas y con tiempos diversos.

      Aunque los tipos discursivos son numerosísimos, no son infinitos, ya que responden a maneras de hacer instituidas y aceptadas socialmente. Entre los que predominan en el Chile colonial, podemos mencionar la carta de relación, escrita para informar al rey de las acciones desplegadas en su nombre y pedir a cambio la retribución esperada; la historia y la crónica, para registrar hechos considerados notables, dignos de memoria, presentes o que constituían una cierta genealogía del presente; la descripción de la tierra y sus habitantes conforme a modelos que se irían afinando con el paso de las décadas hasta cristalizar en cuestionarios detallados; así como también prédicas, confesionarios, catecismos, libros parroquiales, contratos, conciertos, testamentos, inventarios, cuentas, mapas, comunicaciones epistolares y, de manera creciente, todos los actos de gobierno. Si ampliamos aún más la mirada, junto con estos escritos podemos incorporar otras modalidades fundamentales mediante las cuales se fijaron y comunicaron significados: la pintura mural y de caballete, la escultura, la vestimenta, los estandartes, las prácticas rituales y performativas asociadas a la toma de posesión, a la imposición del dominio concreto sobre el territorio y sus habitantes, y a la práctica religiosa, entre muchas otras. Estas otras formas de registro o comunicación no deben ser olvidadas, ya que guardan con la letra estrechos vínculos en su producción y, sobre todo, en su circulación y recepción.

      En torno al escrito quedan implicados, en un primer nivel, aquellos que integran el pequeño mundo de los conocedores de la lectura y la escritura. Sin embargo, la literacidad alfabética no es un estatuto unívoco, es decir, no todos quienes manejan la lecto-escritura lo hacen del mismo modo ni con la misma frecuencia, ni dominan tampoco todos los modelos y formatos de su despliegue histórico específico. Por el contrario, esta cercanía, habilidad o destreza se despliega en un amplio abanico de posibilidades. Allí están los letrados formados en las universidades, conocedores además de un corpus de saber normalizado que abarca disciplinas y autores; los escribanos, notarios y amanuenses que dominan –según su pericia y estatus al interior de la institución notarial– dimensiones diversas de los protocolos del registro comercial, testamentario, judicial, administrativo y, completan, copian y pasan en limpio los documentos legales; todos quienes han aprendido las primeras letras en las escuelas parroquiales, y que conservan diversos grados de familiaridad o cotidianidad con el registro escrito, sus autoridades y sus procedimientos; y también quienes únicamente han debido consignar una rúbrica o firma en un documento ocasional; o quienes pueden leer, porque la han memorizado, alguna consigna escrita en el muro de una iglesia. Sobre todo en las primeras décadas, se trata de habilidades adquiridas en las ciudades y pueblos de la península ibérica. Con el correr de los años, esta función se traslada mayoritariamente a las instituciones creadas en América.

      Pero en un segundo nivel, la letra afecta a todos quienes quedan incorporados a la sociedad colonial en construcción. Ciertamente, implica al gobernador en su relación con el virrey y la corona, al gobernador y sus lugartenientes, a los miembros de la Audiencia que tiene jurisdicción sobre el territorio, y a los cabildos y sus diversos integrantes en relación con todos los actos de gobierno. Pero también a quienes dejan consignada ante notario su voluntad o algún acuerdo entre particulares, lo hagan una vez en la vida o recurrentemente en relación con sus actividades comerciales o productivas; a los párrocos que registran bautismos, matrimonios, defunciones, pero también los bienes de la Iglesia; a todos quienes apelan a la justicia y dejan constancia de su súplica, petición o testimonio por medio de la escritura de otros; a quienes escriben cartas o guardan anotaciones sobre su quehacer económico o sus obligaciones fiscales; a quienes poseen, entre sus bienes, unos pocos o muchos libros impresos o registros manuscritos.

       4.1. Actores, espacios de enunciación y prácticas de escritura

      La posibilidad de la escritura está dada, en los siglos coloniales, no solo por el hecho específico de saber escribir o de saber leer en sí mismo –restringido principalmente a hombres en tanto práctica para lo público–, sino por las reglas de dicha escritura y la autorización para hacerlo tanto por mandatos específicos de informar, recopilar, registrar y recoger. Esta autorización tampoco funciona en el marco de una relación voluntaria y libre de comunicación, sino que se autoriza tanto desde instituciones sociales formalizadas en estructuras públicas reconocibles en la forma de cargos o funciones, como de instituciones que articulan las relaciones de poder jerárquicas y desiguales por definición en una sociedad de antiguo régimen: el rey autoriza al vasallo; la Real Audiencia escucha y transcribe la voz del indio, la mujer, el esclavo o el niño; y el confesor el de la mujer devota. El uso libre de la pluma no es una metáfora del uso de la escritura en relación a la articulación de un individuo moderno y una subjetividad de igual tenor, es la operación de reglas y protocolos específicos para decir. No obstante, la posesión de la tecnología de la escritura