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Historia crítica de la literatura chilena


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del Virreinato del Perú y el de la formación del Imperio en el cual este se inserta.

      La organización político-administrativa del Imperio hispano se fue gestando, a lo largo del siglo XVI, por efecto de las sucesivas olas de exploración y conquista del territorio y como resultado directo de la organización socio-política indígena que preexiste a la invasión europea de América. Los virreinatos de Nueva España (1535)

      y del Perú (1542) se crean literalmente sobre los cimientos materiales y las estructuras sociales y políticas azteca e inka. Son estas las que dan nacimiento a las llamadas áreas centrales, donde tienen su asiento las más importantes instituciones del gobierno colonial y de las estructuras de la iglesia secular y regular. Las ciudades de México-Tenochtitlan y Lima son cabeza de los reinos americanos, espacio ineludible de mediación entre la metrópolis y los diferentes territorios que dependen jurídicamente de ellos. Son, además, uno de los polos en torno a los cuales se organizan los mercados regionales que se van conformando en torno a la minería argentífera y a los circuitos del comercio marítimo.

      De modo que es en el marco del Virreinato del Perú que debe pensarse el territorio de Chile: el puerto de Valparaíso, y luego Castro, Valdivia y Concepción, serán puntos o hitos en el gran itinerario del comercio del Pacífico, que vincula Acapulco con Panamá y el Callao. Si 20% del oro que se extrae con cierto éxito en los primeros años en la gobernación de Chile circula por estos puertos con destino a la metrópolis, la producción agrícola y ganadera tiene en cambio en Perú su destino de mayor provecho mercantil. En dirección contraria circulan hacia Chile telas finas, objetos labrados en metales preciosos, pinturas, libros impresos, papel, armamento, entre muchos otros.

      En 1553-54 Bartolomé de las Casas (1484-1566) termina de redactar su Apologética Historia Sumaria. En ella el fraile dominico, para entonces asentado en Valladolid, escribe: «la grande y feliz tierra de Chile, que es la postrera provincia o reino del Perú» (RAE, CORDE). Queda así patente la asociación de Chile con el confín del Nuevo Mundo o Finis Terrae. En el polo opuesto al que define las zonas centrales, Chile se integra como zona secundaria o marginal al Imperio. Sin embargo, esta posición no debe llevar a equívoco, en el sentido de concebir un espacio que, por su posición y valor relativo, queda fuera de los intereses de la metrópolis. Por el contrario, por cuestiones que guardan relación con las políticas hacia la población indígena y la necesidad de asegurar el dominio hispano contra las acciones de otras coronas con pretensiones coloniales, se trata de territorios que en tanto bordes, son centrales. Las fronteras interiores y los límites del dominio territorial de la corona hispana –fueran estos de carácter minero, ganadero, militar, marítimo, de indígenas rebeldes, de cimarrones, misionales, o mezcla de alguna de las anteriores– se constituyeron en objeto de políticas específicas. Las instituciones desplegadas en las provincias de Arauco son elocuente expresión de lo anterior. Lo mismo puede decirse de las acciones tendientes a controlar el paso interoceánico que llevó el nombre de Magallanes y aquellas que buscaron limitar el impacto sobre el comercio y el control costero de la guerra intraeuropea, que trajo a corsarios y piratas a recorrer y atacar las costas y los puertos del Pacífico. En este escenario, la ruptura en el control territorial al sur de Concepción resulta fundamental.

      En el proyecto político que había encarnado Pedro de Valdivia, las provincias de Arauco ocupaban un lugar central por tratarse de una zona altamente poblada con presencia de arenas auríferas significativas. Sin embargo, las sublevaciones indígenas y la propia muerte de Valdivia en 1553 en el marco de un levantamiento puso en entredicho esta visión territorial. Según sugieren Jara (1971) y De Ramón (2012),

      ya en 1575 circula la idea de que la colonización en el sur resultaba inviable por la guerra. Estas ideas terminaron por hacerse carne al producirse el extraordinario levantamiento indígena luego de la derrota y muerte del gobernador de Chile Martín García Óñez de Loyola (1549-1598) en los llanos de Curalaba en 1598. Una vez estabilizadas las consecuencias de esta sublevación, perduraron las ciudades de Santiago, La Serena, Mendoza, San Luis, San Juan y Concepción como los anclajes urbanos del programa hispano colonial en Chile.

      Como consecuencia de estos procesos, emerge también la frontera geográfica y política en el Biobío. Esta se formaliza por medio de la consolidación de una línea de fuertes y presidios y la instauración del Real Situado, provisión que en teoría debían aportar cada año las arcas reales para financiar un ejército permanente en Chile (Jara 1971). La línea de la frontera se fija también como correlato de las negociaciones entre autoridades hispanas y autoridades indígenas mapuche por medio de Parlamentos y del breve periodo en que se implementó la llamada guerra defensiva, como se verá más adelante. Esta línea se refuerza además mediante prácticas sociales y económicas que ponen en contacto a las sociedades a ambos lados del Biobío, tales como el comercio fronterizo y la esclavitud indígena, fuera esta de facto o legal.

       2.3. Ciudad en movimiento y la formación de la sociedad colonial en Chile: hueste, sociedades indígenas y encomienda

      Volvamos ahora al aserto con que iniciamos la sección previa: «La llegada de la hueste de Diego de Almagro (1475-1538) al valle de Copayapo en 1536 marca el comienzo del despliegue del dominio hispano en Chile y constituye el primer hito en la conformación de la sociedad colonial en estos territorios». ¿Qué pasa cuando se lee esta frase desde la pregunta por los actores que poblaron esos espacios que se fueron reorganizando y sus relaciones con la escritura?

      En un mundo mayoritariamente analfabeto, escribir fue un imperativo para los inmigrantes: un mandato que se iría formalizando para todos quienes asumieron posiciones de privilegio en la naciente estructura del Estado en América por efecto de la delegación del poder regio (veedores, jueces visitadores, pero también adelantados y gobernadores). Significaba la posibilidad de intervenir en el debate acerca de la naturaleza de las «Indias nuevas» y el lugar de sus habitantes en el ordenamiento del mundo, así como en el reparto de bienes simbólicos y materiales para todos aquellos que denunciaban el mal actuar de otros o dejaban registro de su condición de vasallos merecedores de recompensa. Escribir fue consustancial a los actos de gobierno, y por ello con la fundación de las ciudades y la organización del Imperio los escritos se acumulan y circulan, vinculando los territorios americanos entre sí y estos con los espacios metropolitanos. Al igual que en el resto de la Europa cristiano-occidental, el reinado del impreso –que se amplía y consolida– no desplaza la circulación de manuscritos. Se trata de objetos diferentes, con trayectorias diversas e impactos diferenciados, que organizan de manera intricada e inseparable la experiencia de la lectura y la escritura.

      Se puede reconocer, siguiendo a Góngora y Lockhart, que la hueste de conquista constituye el germen de la sociedad colonial en formación, al contener en ella las matrices de la organización social y la articulación institucional posterior. De ahí que se le considera una ciudad en movimiento: un capitán de conquista, portador del mandato y de la autoridad regia para la extensión del dominio hispano en los nuevos territorios; un grupo cercano a esta figura central, vinculado con él mediante redes de lealtad que se remontan ya sea a sus antecedentes ibéricos o a su experiencia americana, muchas veces llamados a ocupar posiciones claves en los procesos de institucionalización posterior; un grupo más amplio de mal llamados «soldados», que no son soldados de profesión sino inmigrantes de origen rural o urbano, hidalgos, artesanos, algunos incluso letrados, otros de oficio desconocido, que aspiran a convertirse en vecinos de un nuevo asentamiento, accediendo por esta vía a los beneficios materiales y simbólicos de la conquista; algunos esclavos de origen africano y un contingente de indígenas que acompañan a la hueste, procedente de los territorios desde los que se organiza la nueva expedición –un enorme contingente, incluyendo a importantes miembros de la élite cuzqueña, en el caso de Almagro; un contingente mucho menor y de menor relevancia política, en el caso de Valdivia– (Lokhart 1986).

      Los desplazamientos asociados a la hueste de conquista no se dieron de una vez y para siempre y no operaron en una única dirección. No solo porque Almagro abandonó el territorio de Chile, como es bien sabido, y pasó casi un lustro antes de que se iniciara la expedición que encabeza Valdivia, sino porque la secuencia de la invasión y la conquista militar se prolongó en toda América a lo largo