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Historia crítica de la literatura chilena


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la sociedad colonial en formación a importantes territorios de este espacio abstracto. La Guerra de Arauco y el establecimiento de la frontera en el Biobío, las enormes distancias y las dificultades que el Pacífico sur imponía a la navegación, las prácticas que se fueron instituyendo para el cruce de la cordillera de los Andes, y la falta de incentivos para el poblamiento austral en relación con las dinámicas de la conquista americana23, terminaron por dejar en la trastienda del Chile colonial reconocible desde el centro político-administrativo fundado en Santiago los espacios al norte de la ciudad hispana de La Serena, considerada la puerta de Chile; los extensos territorios al sur de la línea de fuertes y presidios que se construyeron en torno al Biobío, con excepción de los asentamientos de Valdivia y Chiloé; y la extensa franja transandina que se proyectaba hacia el sur, desde los asentamientos de Mendoza y San Luis, en Cuyo, territorios prácticamente invisibles para muchos.

      A este recorte particular se le ha dado el nombre de «Chile tradicional», apelativo que puede encontrarse tanto en la llamada historia social como en la historiografía de corte conservador24. Se identifica el Chile tradicional con una unidad espacial y social que habría gozado de cierta estabilidad en el tiempo, y que permitiría reconocer rasgos compartidos. Tensionando estas propuestas, importaría reconocer que el Chile tradicional es un proceso más que un resultado; un objeto de negociaciones y modulaciones en función de los interlocutores que interpelan o se reconocen en este territorio.

      En continuidad con las prácticas de la cristiandad occidental que cruzan el Atlántico y ordenan el espacio colonial hispanoamericano, el territorio de Chile se fundó, organizó y reconoció a partir de sus asentamientos urbanos. La ciudad era mucho más que la urbs (un trazado, un conjunto de edificaciones civiles, religiosas y de particulares). La ciudad era también, y por sobre todo, la civitas, que expresaba y debía reproducir unos principios articuladores de lo social y político (Kagan 2000). Vivir en policía y cristiandad, de acuerdo a la expresión del periodo, apelaba al mismo tiempo a un discurso que declaraba el carácter universal del cristianismo, y como tal, de la pertenencia común de todos los hombres y mujeres a un mismo rebaño, mientras reconocía diferentes naturalezas o calidades que fijaban jerarquías y decidían el universo de lo posible para cada cual. Tal como ocurre con otras dimensiones de la organización social y política, la ciudad es –a la vez– actualización de viejos principios y producción de nuevas formas de experiencia, acorde con el contexto, colonial y capitalista, en el que se va desarrollando (Bauer 2002).

      Para cuando la hueste de Pedro de Valdivia llegó al valle del Mapocho, estas ideas habían tenido tiempo para formalizarse por medio de una serie de prácticas que se ejecutaron tal como se habían ejecutado antes en otros territorios: la toma de posesión en nombre de la Corona hispana; la lectura del Requerimiento a las autoridades indígenas, que declaraba y establecía por efecto de ese acto unilateral su condición de vasallos de Castilla, o la esclavitud para los rebeldes; y la fundación de la ciudad. A comienzos de 1541, se repitió este acto al oeste del cerro Huelén, hoy Santa Lucía, con el nombramiento de vecinos, la asignación de solares, la constitución del Cabildo y la traza de la planta de la ciudad que se ubica sobre el emplazamiento del principal asentamiento inka del valle (De Ramón 17).

      Si este primer escenario supuso prácticas de negociación y dominio militar sobre las poblaciones indígenas –lo que redundó en inestabilidad, resistencia y levantamientos–, la consolidación de la gobernación fue también fruto de otras negociaciones: unas que se desarrollaron entre los propios miembros de la hueste, otras que involucraron a las autoridades del Perú, devenido virreinato desde 1544 y otras aún ante el Rey y el Consejo de Indias.

      A esta primera fundación, siguieron las de Valparaíso, La Serena, Concepción, las llamadas ciudades de arriba –La Imperial, Valdivia, Villarrica, Los Confines, luego Cañete y Osorno–, Castro y también Tucumán, Mendoza, San Juan y San Luis. No una sino diversas lógicas interrelacionadas movilizaban este despliegue fundacional. Entre ellas, destacamos el impulso hispano por tomar posesión de territorios que habían negociado con la corona portuguesa y el deseo de adelantados, gobernadores y otras autoridades americanas por materializar unas jurisdicciones que solo tenían existencia en el papel. A este grupo lo movilizaba el mandato regio y las prácticas instituidas para la identificación y explotación de metales preciosos y la organización de la población indígena americana en torno al trabajo, el tributo y el imperativo evangelizador. Igualmente importante era la red de obligaciones y derechos que ligaba a la Corona y a sus vasallos ibéricos en América y la expectativa de los integrantes de la hueste de obtener beneficios simbólicos y materiales derivados de su actuar en nombre del rey en estos territorios (ser declarado vecino, recibir un solar urbano, acceder a una encomienda o, más adelante en el tiempo, una merced de tierra). La articulación de bienes y personas tenía como horizonte general el envío de riquezas del llamado Nuevo Mundo a la metrópolis, lo que suponía que los asentamientos debían asimismo asegurar esta comunicación. En la intersección de estas fuerzas, la ciudad funciona como dispositivo, al ser expresión y vehículo del orden que debe regir el tejido social de la América colonial25.

      Con principios similares a los que sustentaban la ciudad, el Imperio hispano instauró los llamados pueblos de indios. Estas unidades socio-territoriales debían regular la vida de las poblaciones indígenas, articulando la organización espacial –en particular, la identificación de los límites de sus tierras para permitir la adjudicación de las llamadas tierras vacantes a los inmigrantes cristianos– con las políticas e instituciones evangelizadoras (doctrinas) y aquellas que regulaban el trabajo y el tributo (principalmente, la encomienda). Se trata de una institución hispana que adapta las prácticas indígenas preexistentes para cumplir con nuevos propósitos.

      Se ha insistido en la pobreza de las ciudades de la gobernación de Chile durante todo este periodo, en sus precarias condiciones materiales y, sobre todo, en el carácter eminentemente rural de la sociedad en formación26. Al mismo tiempo, se ha llamado la atención acerca del vaciamiento de los pueblos de indios cuya población es trasladada a haciendas y minas; o en su defecto, su nula constitución, al estar la población indígena dispersa en el espacio constreñido que el propio sistema colonial les reconoce como propio. Sin desconocer estos rasgos, conviene recordar que fue desde las ciudades que se organizó y dio sentido a la experiencia colonial de Chile: en ellas se asentaron las instituciones que organizarían la vida social y económica, y se validaron, reprodujeron y negociaron las jerarquías y posiciones entre grupos y personas. Lo mismo puede decirse de los pueblos de indios, espacios de articulación social, de organización política, de defensa de los recursos considerados como propios y los integrantes de dichas comunidades.

      Por otra parte, importa destacar el hecho de que a lo largo del siglo XVI y de la primera mitad del siglo XVII, el territorio que se reconoce como gobernación de Chile fue, en realidad, un espacio que corresponde a diferentes territorios vividos según el punto de vista adoptado. En efecto, si la dimensión jurisdiccional apela a los límites establecidos por sucesivas cédulas reales, los procesos efectivos de dominio colonial permiten pensar en el territorio desde otras posiciones. La sociedad colonial en formación, sus prácticas de circulación y asentamiento, no se desplegaron de manera homogénea en el tiempo ni en el espacio. Al norte quedaba el Despoblado de Atacama, nombre de por sí elocuente de la visión que se impuso sobre dichos territorios27. Al este, la gran cordillera nevada, y por medio de unos pocos pasos cordilleranos, la provincia de Cuyo. Al sur, las provincias de Arauco, y más al sur aún, amplios espacios con los que la gobernación mantuvo contactos esporádicos por medio de unos pocos asentamientos hispanos que pretendían asegurar la continuidad del dominio en el litoral Pacífico (Eyzaguirre 1978).

      Además, este territorio es expresión de subsistemas, y está integrado, a su vez, a otras redes. Más que un espacio unitario de circulación de bienes y personas, se han identificado tres mercados regionales, que a juicio de Marcelo Carmagnani tendrían características particulares: el de La Serena, el de Santiago, y el de Concepción, los que mantienen flujos específicos con el resto del continente y con la metrópolis (Carmagnani 2001).

       2.2. La construcción del Imperio, los virreinatos y la frontera

      El