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Historia crítica de la literatura chilena


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desaparecieron los últimos protagonistas de la empresa de Pedro de Valdivia, y con ellos, una cierta experiencia vivida (Góngora 1970).

      Pero esta inflexión no debe llevar a pensar en una clausura en el contacto y la circulación de personas entre los territorios de Chile y el resto de la América hispana, y más allá. Por el contrario, podemos reconocer un movimiento de migrantes asociados a los requerimientos de soldados de la Plaza de Arauco, al comercio del Pacífico, al aparato burocrático estatal, a las órdenes religiosas y la estructura de la Iglesia secular, sobre todo a sus altos cargos. Pero, además, resulta muy importante considerar a los inmigrantes forzosos provenientes del continente africano, principalmente esclavos y sus descendientes, esclavos y libres; así como los movimientos de las poblaciones indígenas, cuya condición arraigada a la tierra es un mandato legal, pero no una realidad absoluta.

      Encarnando el imaginario señorial, en lo alto de la pirámide social quedaron los encomenderos y sus descendientes y un grupo intermedio de beneficiarios de mercedes de tierra. Integraron también la élite los mercaderes dedicados al comercio con el Perú. Las actividades agrícola-ganaderas, mineras, la vida urbana y el comercio interior dieron cabida a sectores subordinados a los anteriores, donde negocian su inserción todos aquellos inmigrantes que no habían accedido a los principales beneficios del reparto de la conquista28.

      Como ha sido descrito para el conjunto del continente americano, las diferentes poblaciones indígenas, portadoras de formas diversas de reconocerse, organizarse y relacionarse con sociedades vecinas y con el espacio propio, fueron incorporadas al Imperio hispano como indios. El apelativo y las instituciones que lo perfilan –pueblo de indios, doctrina de indios, tributo, encomienda– crean un sujeto unitario, homogéneo, propio de América, llamado a ocupar un lugar subordinado en el orden mundializado de las relaciones coloniales (Quijano 201). La compleja trama de jerarquías, alianzas y antagonismos sociales de las sociedades indígenas queda reducida, desde el punto de vista de la autoridad colonial, a un esquema simple en el que se distinguen indios del común y caciques, palabra taína impuesta desde el Caribe al conjunto de las autoridades indígenas. Evidentemente, bajo estos esquemas unificadores operan negociaciones y adaptaciones, y el propio aparato colonial debe hacer espacio para la complejidad de las relaciones sociales.

      Al igual que en el resto de la América colonial, la muerte de la población indígena –su brutal disminución durante la primera centuria de dominio hispano– se originó no solo por la guerra y la explotación, sino también por efecto de las epidemias y, en un sentido amplio, por la desestructuración de la vida familiar, comunitaria y las prácticas económicas que provocaron los desplazamientos que impusieron la guerra y el régimen de trabajo colonial. Entre 1540 y 1650, hubo por lo menos 15 años de epidemias mortíferas en que desapareció el 75% de esta población, por lo que el periodo ha sido denominado como el del «desastre demográfico» (Mellafe 1986).

      Ciertas características propias del territorio de la gobernación deben, sin embargo, ser señaladas; características que guardan relación con las dinámicas sociopolíticas y espaciales ya consignadas.

      La guerra como hecho social total y, por lo mismo, como una de las dimensiones de la articulación social marca, evidentemente, el devenir histórico de las relaciones entre sociedades indígenas y sociedad colonial (Jara 1971)29. Esta marca supone instituir modalidades específicas de vinculación económica, religiosa, social y política entre quienes viven a un lado y el otro de la línea de frontera, que afectan también al conjunto del territorio colonial de Chile. La pervivencia de la encomienda en lo que puede denominarse una encomienda «de fronteras» –tanto en Chile central como en Chiloé– y la recreación de formas de esclavitud indígena a lo largo de los siglos XVI y XVII son, entre otros, resultado de estas dinámicas. Estas se expresan, evidentemente, en una escritura referida a Chile que está marcada por las cuestiones de guerra y la esclavitud indígena, dando un cariz particular al debate sobre la guerra justa. Escritos como los del conquistador Valdivia, Gerónimo de Vivar (c. 1500-1553), Alonso de Góngora Marmolejo (1523-1575), Alonso de Ercilla (1533-1594) y Pedro de Oña (1570-1643) no se entienden fuera de este contexto, que configura los relatos que dan cuenta del periodo y que han dado pie a las sucesivas reinterpretaciones sobre el Chile de esos años.

      Como efecto interpretativo de estos impactos, se ha tendido a reproducir la idea de una población indígena concentrada al sur de la frontera del Biobío, identificada por sus contemporáneos hispanos como araucanos, y de la constitución de un Chile tradicional marcado por el mestizaje y el vaciamiento de los pueblos de indios. En un horizonte aún más lejano, quedarían las poblaciones del extremo austral, con las cuales se tiene escaso contacto comercial o misional, mencionándoseles apenas como habitantes atemporales de tierras ignotas y salvajes.

      Nuevas miradas sobre estos problemas permiten reconocer la presencia y continua rearticulación de sujetos indígenas en los diferentes espacios locales y regionales identificados, siendo claves en este periodo las transformaciones que afectan a las sociedades mapuche, la experiencia de grupos como los llamados indios cuzcos y guarpes en Santiago, y de aquellos identificados como chonos al sur de Chiloé, quienes quedan sometidos efectivamente a nuevas reglas del juego, en relación con las cuales se recrean sus identidades en formas que aún deben ser reconocidas y más estudiadas30.

      De modo complementario a los énfasis en la desaparición de lo indígena, la historiografía del Chile colonial ha abundado en la afirmación de la rápida constitución de una sociedad mestiza en lo «biológico», aunque hispana en sus dimensiones sociales y culturales31, caracterizada por su desarraigo y, como tal, resistente al ideal de normalización de la ciudad y el cuerpo político cristiano. La idea de un mestizaje veloz, sobre la que volveremos más adelante, ha opacado el reconocimiento de una sociedad con amplios ámbitos de negociación y transculturación en la que los espacios habitados, los bienes consumidos, el léxico y el habla corriente, permitirían pensar en mecanismos de inscripción social a partir de elementos que provienen, también, de las poblaciones indígenas prehispánicas y coloniales. En este otro cuadro, y siguiendo una línea fructífera de la historiografía reciente, cabe también visibilizar la población afrodescendiente, en un amplio espectro que va desde los mayordomos y el servicio doméstico, a esclavos en minas, haciendas, estancias, y negros libres desempeñándose en diversos oficios y actividades, desde sastres y zapateros hasta amas de leche y curanderas32.

       3. Segunda parte: desde 1655 hasta 1812

       3.1. Para una lectura del siglo XVII en el Reino de Chile: espacios y vida cotidiana

      El siglo XVII en Chile cuenta con pocas investigaciones, aunque las existentes han permitido hacer visible el llamado «siglo oscuro», imagen generada por la historiografía del XIX que posicionó al siglo XVI como el periodo de acción en tanto «conquista» y al XVIII como el de incubación de los elementos de una nueva gesta heroica llamada «independencia». Entre los autores que permiten nuevas miradas se cuentan Marcello Carmagnani (2001) desde las estructuras económicas, Jaime Valenzuela desde la cultura política, Isabel Cruz respecto a aspectos culturales y sociales, las propuestas de Ximena Azúa y Lucía Invernizzi, que desde los estudios literarios abren el mundo de los textos posibles, así como la publicación de valiosa documentación notarial por Julio Retamal, Cedomil Goic y Raïssa Kordic33.

      La segunda mitad del siglo XVII merece ser revisitado pues, como planteamos en este texto, es una centuria en la que se cierran y definen los procesos más significativos de una sociedad marcada por la guerra, una centuria marcada por la legalización de la esclavitud de los indios por la cédula de Felipe III de 26 de mayo de 1608, que para Álvaro Jara (1971) fue tanto una reacción al gran levantamiento de 1598 como una respuesta a las presiones de los grupos hispanos para legitimar las acciones que de facto se habían ejecutado contra los indios, transformándolos en piezas cautivas y mano de obra esclava. La cédula, dice Jara, también fue una medida de fuerza que manifestaba la decisión imperial de quedarse en forma definitiva en estos territorios, pues llegó junto con los oidores de la nueva Real Audiencia de Chile, creada por Real Cédula de 17 de febrero de 160934. Ambos hitos definen una nueva jurisdicción para el llamado