Tomás Abraham

La matanza negada


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      “El genocidio no se define por la cantidad de víctimas, sino por el proyecto de eliminar a una etnia o a un pueblo de la faz de la tierra para que no quede rastro alguno en la memoria de la humanidad. Ni rastro físico ni huella cultural”.

      TOMÁS ABRAHAM

       A ellos.

       Todavía me pregunto: ¿Por qué?

      Ana Baron

      (Sobreviviente del campo de concentración

       de Transnistria, Ucrania, y del campo

       de la muerte de Pichora).

      PRESENTACIÓN

      Venir, salir, llamar son los tres verbos de un relato personal. Segregar, perseguir y matar son los verbos de la historia de mi país natal. Pero no se trata de países ni de política, sino de cultura. El enigma al que me enfrenté no solo concernía al hecho de que mis jóvenes padres sobrevivieran al Holocausto en Rumania o al modo natural y aceptado de que ellos jamás hablaran de su juventud ni de su pasado, que no se presentaran como sobrevivientes o refugiados, sino parte del contingente de los inmigrantes que llegaban a nuestro país, ni tampoco al misterio que rodeaba la identidad de mi abuelo, sino a ese “¿Por qué?” del que se habla en la frase que da inicio a este libro.

      Y hay un porqué; no se trata de un misterio. El asesinato de trescientos cincuenta mil judíos en Rumania tiene su explicación. No hablo de un tipo de explicación teórica en cualquiera de sus modelos y sus reducciones causales o de una argumentación al revés. Con esto quiero decir que el genocidio no se explica por el nazismo porque no es el punto de partida: es su punto de llegada.

      La pregunta del “¿Por qué?” la reconvertí en este libro en otra: ¿Cómo se fabrica un nazi? ¿Cuánta educación y qué cúmulo de inversiones culturales son necesarias para que una población participe activamente o contemple en la pasividad la masacre de todo un pueblo? Imagino que no quedan muchos que se consuelan con la creencia de que el racismo es el resultado de la ignorancia, porque se trata de todo lo contrario. La voluntad racista de matar resulta de un complejo proceso educativo, gradual e insistente, en el que participa gente de mucho talento. Me refiero a escritores, filósofos, antropólogos, periodistas, actores y directores de teatro, académicos, que, con compromiso militante, acompañan a una política de Estado, como la monarquía constitucional rumana, y a grupos paramilitares, como la Guardia de Hierro y la Logia de San Miguel Arcángel, a organizar la caza de judíos.

      Puede llamar la atención que librepensadores pertenecientes a la brillante generación del 27, de la que formaban parte Emil Cioran y Mircea Eliade, entre otros, en pocos años, no más de tres o cuatro, decidieran abandonar su perspectiva cosmopolita y pasar a militar en el nacionalismo étnico que predicaba que la unidad rumana y la reconquista de la identidad nacional solo se lograría con la exterminación de la población judía. Lo lograron a medias: mataron a la mitad de los setecientos mil.

      De Cioran y Eliade, de Ionesco y Benjamin Fondane, de Paul Celan a Norman Manea y Paul Goma, a partir del increíble testimonio de Mihail Sebastian y del diario de Emil Dorian, de Serge Moscovici, y otros, se despliega una batalla cultural en consonancia con la batería de medidas discriminatorias que, poco a poco, naturalizarán un crimen colectivo para que parezca inocente, necesario y patriótico.

      En este libro, confluyen una historia personal, la de mis padres y mi familia, con la descripción y el análisis de una historia de individuos y Estados nacionales que se empecinan en negar.

      PRIMERA PARTE

      I

      Soy judío

      Soy judío. Así comienza este escrito de filosofía. Nacido en Rumania. De este modo, continúa. Adoptado por la Argentina. Así sigue.

      Ser, nacer, adoptar.

      ¿Desde cuándo soy judío? ¿Desde que nací? Sí y no. Lo soy desde la circuncisión; es lógico. Para ser judío, hace falta el ritual y el nombre.

      ¿Desde hace cinco mil setecientos años? Sí y no. Por pertenecer a una historia que me trasciende, puede ser que lo sea, pero es una historia mítica. Se pierde en el abismo. La Biblia es un relato abismal.

      ¿Por una lengua? No. No hablo hebreo ni yiddish. ¿Por la religión? Sí y no. Cumplo con algunas fechas consagratorias (Pesaj, una de la más laicas y en especial política: liberación de la esclavitud), hice bar mitzvá y soy circunciso por voluntad de mis padres, y no mucho más.

      Los rituales de los judíos ortodoxos me parecen lo mismo que los de cualquier cultura exótica, un asunto tribal con ceremonias mágicas y supercherías curiosas. Con dos agregados: por un lado, no me son tan exóticos ni son equivalentes a las mayas o zulúes porque son judíos, como yo. Me son afines y ajenos. Por otro, los considero una variante de los sistemas de crueldad que inventan autoridades teológico-políticas para encerrar al grupo y no dejar que se presente fisura alguna en su interior.

      Sin embargo, y este es el tercer agregado, no puedo saber si una comunidad como la judía, dispersa durante siglos, sin tierra ni nación, con un único sitio alrededor del cual podía congregarse, me refiero al Templo, rodeada por una civilización que la acusaba de matar a su dios, podía haber sobrevivido sin organizar un meticuloso y exhaustivo listado de reglas que reforzaran diariamente un sistema de obediencia e identificación.

      Hoy, claro, estas justificaciones ya no pueden ser las mismas por varios motivos. Uno es la existencia de una nación con su Estado, Israel, y el otro, que la ortodoxia se suma a la proliferación de sectas que, luego de la caída del Muro y por la deflación de las concepciones del mundo universales y emancipatorias de fines del siglo XVIII, me refiero a la proliferación de evangelismos, islamismos y otras ortodoxias, junto con las reivindicaciones de autonomías regionales y secesiones varias, componen este nuevo mundo que ha dado un pisotón a los valores de la Ilustración, con el resultado de una guerra de minorías.

      ¿Creo en Dios? Sí y no. No sé nada de Él, me extraña singularizarlo, mandarlo al cielo y fijarlo, nombrarlo, pero sé que somos una gota en el océano cósmico; así de cursi es mi creencia.

      ¿Por mis costumbres? No. ¿Por mi fisionomía? No creo. Mezcla de eslavo, algo turco, un balcánico vacunado con vaya a saber qué.

      ¿Por mi apellido? Sí. No cualquiera se apellida Abraham.

      Pero mi ser judío es otra cosa, al menos, desde ahora. Lo soy porque vine; soy porque vine. Mi identidad no se define por un estar, sino por un venir. Vine de Timisoara; me vinieron de Timisoara. Y ahora vuelvo.

      En Rumania, de donde me fui, soy judío.

      Ahí nací el 5 de diciembre de 1946. Hacía un año y medio que había terminado la guerra. Por lo que mi concepción se produjo unos diez meses finalizada la Shoah. ¡Qué palabra!