Tomás Abraham

La matanza negada


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El 45, de un joven director húngaro. A sala llena. Trataba de un fenómeno usual de la posguerra. La apropiación de casas vacías de judíos enviados a los campos de exterminio por sus vecinos húngaros. A la aldea vuelven los judíos supuestamente desaparecidos; el pueblerío se espanta; pasa de todo, incendios y saqueos, desastres conyugales y reyertas familiares, acusaciones recíprocas; temen perder sus propiedades obtenidas crimen y complicidades mediante, mientras un viejo y su hijo, sobrevivientes antiguos aldeanos, cruzan el pueblo con un par de ataúdes hacia el cementerio del lugar. Todos los lugareños los miran consternados. Pero padre e hijo no van a recuperar sus casas; siguen de largo.

      En el Campo Santo, el hijo cava una fosa y sepultan una masa de jabones confeccionados por los nazis con la grasa de los judíos gaseados. Padre e hijo vuelven a la estación y se van. Se prende la luz. La gente aplaude y comienza la mesa redonda con el director, el guionista, una antropóloga y yo.

      La antropóloga habló sobre migraciones campesinas, y el director, sobre John Ford, Orson Welles y algo más de historia del cine. El guionista no me acuerdo; creo que de su trabajo con el director. Todos en húngaro, pero, cuando me tocó el turno, hablé en castellano, por lo que las quinientas personas debieron colocarse los auriculares para escucharme, intérprete mediante, y entenderme solo a mí. No dije demasiado. Era un ambiente raro. Pregunté si lo que había que señalar no era lo que la película contaba lisa y llanamente, que, en su país, había pasado eso que contaban. Un genocidio y la complicidad de mucha gente del común. No quise abundar para no herir susceptibilidades. Esos judíos no querían que se les recordara que lo eran y que otros que lo fueron habían sido enviados en vagones a Polonia o arrojados al Danubio por sus connacionales aliados de los nazis.

      El Museo del Holocausto funcionaba como una cinemateca en la que proyectaban cine de autor en un país cuyo primer ministro, Orbán, negaba que los húngaros hubieran participado en nada que tuviera que ver con la Shoah. Era un asunto de alemanes, de quienes los húngaros se declaraban víctimas, como después lo fueron de los rusos.

      ¿Quién era ese argentino… (¿argentino…?, ¿qué es eso?) para negar el sufrimiento del pueblo magiar? Hubo un mínimo ágape, en el que intenté conversar con alguien. Encontré a un señor aparentemente afable y, sin perder demasiado tiempo, le pregunté cuántos judíos había en Hungría. Dijo que pensaba que unos cien mil, pero que, en los censos, solo confesaban serlo no más de diez mil. Notó que todo eso me parecía marciano. Entonces, me dijo que, para los húngaros, la historia estaba centrada en los horrores del stalinismo de la posguerra y que, al frente del partido comunista húngaro, hubo muchos judíos. ¿Y entonces?

      Entonces, la historia de las víctimas judías estaba equilibrada por el odio a los judíos comunistas de parte de las víctimas húngaras que habían padecido la ocupación soviética. El resultado de esta ecuación grotesca era que los húngaros habían sido oprimidos por los judíos después de ser exterminados. Algo así como muertos vivientes que, una vez asesinados por la esvástica, vuelven como espectros con la hoz y el martillo.

      El nazismo estaba demasiado atrás en el tiempo y no era parte del dolor actual, de acuerdo con ese Frankenstein psíquico llamado memoria.

      Eso fue Budapest. Volviendo al simposio, cuando habló mi correligionario argentino, que creo que era de Tandil, y se refirió a ciertos aspectos de la inmigración que contribuyeron a la identidad nacional, mientras hablaba en esforzado inglés —como yo mismo lo hice después—, detrás de mí, en una butaca, un señor no dejaba de hablarle a otro molestándome e impidiendo escuchar con una mínima atención. Me di vuelta y le pedí silencio con cierta severidad y disgusto.

      Terminada la primera jornada, fuimos a almorzar al refectorio, y este hombre se sentó frente a mí. Me miró y, extendiéndome la mano, me dijo: “Victor Neumann, de Timisoara”. Con la mía extendida, le respondí: “Tomás Abraham, de Timisoara”.

      Comienza Rumania. El embajador me hizo un formidable regalo, un viaje a Timisoara un fin de semana. El coche diplomático con un chofer llamado Gabor, nombre húngaro al por mayor. Nos metimos en la impecable autopista con peaje, con visor y fichaje electrónico para todos, mientras cantábamos canciones infantiles húngaras que me entonaban mis abuelos. Botsi botsi tarka (la tortuga botsi), el aza sep aza sep aki nak a sama kek (qué lindo es / qué lindo es / tener ojos azules), que es como “La cumparsita” húngara, y alguna reminiscencia campesina, como la de Debrecenme kena mani puika kakash kena vani (debería ir a la ciudad de Debrecen para comprar unos pavos).

      Llegué a la ciudad en la que nací, cuyos primeros edificios devoré con los ojos. Me quedaría treinta y seis horas en el Hotel Timisoara. Gabor se hospedaba en Arad, ciudad a cincuenta kilómetros al norte.

      Frente al hotel, había un paseo central dividido por canteros, que contorneaban el teatro municipal. Dejé el equipaje, bajé, salí, di dos pasos y lloré. Así, no sé por qué, era la ciudad en la que había nacido, la de mis padres. Supongo que fue por eso, por mi padre muerto hacía poco tiempo y por mi madre inconsciente, pero con los ojos abiertos y mirada neutra por un ACV en su casa de Acassuso; por mí, entonces, sin ellos. Era mi cuerpo que lloraba.

      Estaba solo en Timisoara y me puse en acción. El profesor Neumann, el que había conocido en Budapest, y Ciprian Valcan, otro académico que no hacía más que abrazarme porque estaba frente a un argentino de Timisoara que había estudiado en Francia como él, fueron mis anfitriones. Neumann es historiador, uno de los más renombrados en Rumania, traducido al inglés, al alemán, y estudioso del Banato y de la historia de los judíos de la región.

      Era lo que necesitaba. Yo quería saber por qué mis padres se habían salvado. Y me dio unos datos preciosos, que luego completaría. Mi rumanidad tiene que ver con ese asunto, que mis padres se salvaran, aunque ellos jamás me dijeron que se salvaron. Simplemente, se fueron; nos fuimos.

      Sabía que mi viejo había estado en los campos de trabajo forzado, pero lo contaba con la misma emoción de quien había recibido alguna beca. Una vez escuché una anécdota sin gracia de los dos, mi madre y mi padre, saltando de un tren a las corridas por el campo mientras caían bombas, pero ningún fragmento ni siquiera pálido de aquellos años podía competir con el recuerdo de una banana que mi padre me compró en el puerto de Génova antes de que nos embarcáramos a la Argentina y de cuando me hice caca encima mientras mi tío (fuimos cuatro los de la primera camada migratoria, mis padres, mi tío y yo) me tenía en brazos durante la travesía al puerto de Buenos Aires en el Ugolino Vivaldi.

      Mis padres anularon cualquier dramatismo que tuviera que ver con sus vidas en Rumania. Y pensar que se volvían casi locos con temas menores, como que saliera desabrigado o el no comer todo un guiso o mentir, fundamentalmente eso, mentir.

      El tema es complejo. Mis padres se salvaron; los judíos del Banato también; a los de Transilvania norte los enviaron a los campos de extermino; los de Transilvania sur se salvaron; a los de Bucovina, Besarabia y Transnistria los mataron; los de Valaquia sobrevivieron. Un cincuenta y siete por ciento de los judíos rumanos se salvaron, la mayor cifra de sobrevivientes de Europa Central.

      Pero, adversativos hay muchos, Europa Central nada quiere saber de la Segunda Guerra y, mucho menos, del genocidio. Por el contrario, han convertido lo ocurrido en una gesta heroica de resistencia al comunismo. Hicieron del fascismo vernáculo y del nazismo local una cruzada contra el totalitarismo comunista.

      En el Museo del Horror de la avenida principal de Budapest, se exhiben las cámaras de tortura del régimen comunista. Respecto de la matanza de judíos en los años cuarenta, nada. En la principal sinagoga de la ciudad, un guía me decía que los judíos habían perecido por los rigores de la guerra, en especial, por el hambre y el frío.

      No sé si se llama negacionismo a la voluntad de mentir sobre un pasado catastrófico. Shoah es catástrofe. Pero, hasta el momento, es así, mirar adelante y declararse víctima de Ceaușescu, el dictador nacionalcomunista rumano, que llenaba plazas por todo el país.

      Estoy en Timisoara, conocida en el mundo por ser la chispa que dio inicio al derrocamiento del dictador Ceaușescu. No por mucho más.

      Para un argentino, hablar de Rumania no tiene