quiénes eran.
Esto fue lo que me interesaba para mi proyecto, aquel asunto del Ser Argentino, la voluntad de bucear en las aguas —para seguir con la vida líquida— para encontrar el tesoro perdido del argentino auténtico.
Los primeros revisionistas de la historia argentina, que se definieron por la denuncia y el odio a todo lo que oliera a inglés, ya tenían una respuesta que podía enriquecerse gradualmente. Una combinación de indígena, gaucho, español, cruz y espada, pampa e infinito se sucedían en el dibujo de un argentino bastardeado pero recuperable.
Más interesantes eran los náufragos de la nave nacional, los extraviados. Martínez Estrada, perdido en la pampa; Eduardo Mallea, melancólico en esa bahía del silencio; Scalabrini, en Esmeralda y Corrientes; Jauretche, en Paso de los Libres; incluso Roberto Arlt y sus proyectos textiles y prostibularios en los barrios porteños… ¿Qué es la Argentina? ¿Quiénes somos los argentinos?
Es una pregunta que hace pensar a un adoptado, tanto como subyuga a un nativo.
Daba la casualidad de que, por mi ser judío, debo referirme al anterior ser, el de mi adolescencia, el judío prerrumano a la vez que argentino posadoptado. A esa edad, había asistido a encuentros para jóvenes judíos en los que se hablaba mucho sobre el ser judío con el signo de pregunta: ¿Qué es ser judío? Y el goce radicaba en reunirse cada semana durante vaya a saber cuántos años, otros cinco mil si la historia lo permitiera y el calentamiento global también, para no hablar de este coronavirus que me tiene en cuarentena, para volver a preguntar lo mismo.
Ser judío es inquietarse por serlo. Lo mismo que ser argentino.
Pero lo que no sabía, lo ignoraba totalmente, y eso es lo que modificó todo mi derrotero, es que los rumanos tampoco sabían por qué eran rumanos, y yo, que, en verdad, ya no era rumano, comencé a serlo en la medida en que me enteré de que los rumanos tampoco supieron dar una buena respuesta a la pregunta por su ser.
Si los rumanos no sabían por qué lo eran, yo, que había dejado de serlo, estaba en iguales condiciones que ellos. No éramos rumanos del todo. Con una ventaja: en mi caso, era judío, y ellos no.
Ni siquiera los rumanos eran como lo habían sido durante siglos, cristianos ortodoxos. No en vano cuarenta años de comunismo y de nacionalcomunismo les inculcó la doctrina del ateísmo de Estado.
Caído el Muro y depuesto y fusilado Ceaușescu, el capitalismo globalizado tampoco les abre las puertas del cielo cuando lo que cuenta es el dinero que rige la sociedad del consumo infinito.
Resumamos esta ontología negativa. Por lo visto, me atrae el No Ser. El no ser argentino del todo, el no ser judío del todo ahora podía completarse con este nuevo no ser, el rumano.
En realidad, este trío ontológico tiene entidad, el casi ser. Una tripleta de casi seres inacabados, sietemesinos.
Luego me vine a enterar de que los rumanos encontraron la vía entre 1919 y 1945 para darle una respuesta definitiva al enigma. Para saber qué era ser rumano, había que matar a los judíos. Hoy los rumanos son rumanos gracias a su decisión de hacer desaparecer a los que no lo eran, aunque les llevó más de dos milenios saberlo y llegar a lograrlo. Porque los rumanos decían que lo eran desde los tiempos de los presocráticos.
Durante la entreguerra, esa respuesta identitaria era doble, ya que también respondía a la inquietud judía. Los rumanos se dieron cuenta rápido de quiénes eran los judíos, y fue un encuentro recíproco: los judíos de Rumania también reconocieron de inmediato quiénes eran los rumanos. Estos no sabían por qué eran rumanos, pero sí sabían quiénes eran los judíos, y, por su lado, no todos los judíos sabían quiénes eran ellos mismos, pero sí aprendieron a reconocer a quienes eran rumanos.
Estas fueron las razones por las que dejé de lado, por el momento, la averiguación de antecedentes de mi casi ser argentino, quizá no del todo. Un resto, una señal, quedaron marcados por haber descubierto la existencia de un personaje afín a estos mundos, al menos, a dos de ellos, el judío y el argentino, con la sustitución del tercero, el rumano por el alemán.
Se trata de Félix Weil, un argentino de familia alemana, fundador de la Escuela de Frankfurt, uno de los centros filosóficos más importantes del siglo XX, que puso la piedra fundamental en 1923 de un centro de estudios en el que trabajaron filósofos como Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, entre otros.
En Weil, confluyen hechos fundamentales de la historia argentina. Su padre, Hermann, un inmigrante alemán, socio de una de las empresas cerealeras más importantes del mundo, llegó a la Argentina y convenció al general Roca de que el país tenía un potencial triguero que crearía una riqueza descomunal si dejaban de concentrar las exportaciones en el rubro cárneo.
La nueva política cerealera hará del país el granero del mundo.
Félix fue enviado por su padre a estudiar en un liceo alemán de Frankfurt. Luego continuó con estudios universitarios y se desvió del mandato paterno que lo investía
como el heredero de un enorme emporio triguero; rumbeó para la izquierda.
Alemania, en esos años, era un volcán en el que se desintegraba la República de Weimar, se agitaban los comunistas. Azotada por la hiperinflación, se preparaba para la gran revancha nacionalsocialista.
En ese mundo, Félix Weil se vincula con los marxistas y funda la Escuela. De todos modos, vuelve a Buenos Aires; trabaja en la empresa; es parte de la Comisión de Asesores del Gobierno del general Justo y decide, finalmente, radicarse en los Estados Unidos, en donde seguirá financiando la Escuela hasta quedarse sin fondos y terminar su vida como jubilado de un empleo en la Fuerza Aérea norteamericana.
En la década del cuarenta, da, en los Estados Unidos, una serie de conferencias que terminarán con la publicación de un libro: Argentine riddle, traducido en el año 2010 en nuestro país como El enigma argentino. Para muchos, uno de los análisis fundamentales si se quiere entender la Década Infame.
Félix Weil era judío, argentino y descendiente de alemanes. Pero no seguí su traza ni la de la Década Infame argentina. Me atrapó Rumania y su propia infamia, esta vez, sí, real.
II
Una pasión política:
el antisemitismo
Partamos de una situación de hecho. A los argentinos nada les interesa de Rumania. Agreguemos esto: a los rumanos nada les interesa de la Argentina. Pero si queremos ser más taxativos aún, es más que probable que lo que les suceda a los rumanos no le interese a nadie más que a los propios rumanos, y lo mismo con los argentinos. Nuestra historia y nuestro presente es materia de interés solo propio.
Lo que sucede dentro de nuestras fronteras poca o ninguna incidencia tiene en el mundo. Nunca hubo lazos entre mis dos casi seres, salvo en una época en que personeros de lo que podríamos llamar peronistas de derecha se imaginaron que había un parentesco político con el nacionalcomunismo rumano. Perón y Ceaușescu, un solo corazón corrido desde la izquierda y la derecha al centro, en la famosa tercera posición. ¿Y la Guardia de Hierro? Ese gran invento rumano, con una sucursal en nuestro país (dejaré de lado la misteriosa vida del modisto rumano afrancesado en la Argentina como Jean Cartier, creador del programa de televisión El arte de la elegancia).
Duró poco el escaso entrecruzamiento rumano-argentino. Estas dos entidades, la argentina y la rumana, se ignoran, pero mi propósito es juntarlas y agregarles el sabor judío que permitirá construir un puente entre dos espacios aparentemente inconmensurables.
Hablemos de historia rumana. Partamos de una base conocida, la historia argentina.
Nuestra historia —quiero decir que el pronombre posesivo nuestra se va a desplazar por los tres polos de mi no ser, sin que, en ningún caso, me identifique con nacionalidad alguna—, la argentina, tiene unos doscientos años.
Partamos del primer acto de resistencia a las Invasiones Inglesas en 1806, que mostraron a los nacidos en estas tierras que podían valerse por sí