Tomás Abraham

La matanza negada


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turcos, griegos, rusos, búlgaros, polacos, ucranianos y judíos, de los que ni nosotros éramos iguales porque podíamos ser judíos y combinarnos con todas las nacionalidades antes mencionadas, grecojudío, sajón-judío, etc.

      En el noroeste, los judíos hablaban yiddish. Lo hacían en Moldavia, Besarabia, Bucovina. En Transilvania, hablaban alemán y húngaro; algunos, yiddish. En Bucarest, es decir, en Valaquia, los judíos hablaban rumano, y, en el Banato, húngaro y alemán.

      Entre el húngaro y el alemán, la puja duró décadas para imponerse en las regiones en las que compartían a la población del Imperio. Austríacos y húngaros se celaban mutuamente y competían en la cantidad de establecimientos educativos y en el número y la tirada de periódicos.

      La lengua materna de mi padre y de los Abraham era el alemán. Quizás los parientes de Hida hablaran algo de yiddish; no puedo saberlo. La familia de mi madre tenía por lengua primordial el húngaro. Estaban cerca de la frontera con Serbia, y el húngaro que hablaban tenía un acento eslavo.

      Cuando, en el año 1919, por el Tratado de Trianón, la población rumana se duplica y su territorio se agiganta, las minorías incorporadas llegan a conformar un treinta por ciento de la población total.

      Y fue la hecatombe: los rumanos se sintieron invadidos y amenazados. En lugar de celebrar esta unión como un obsequio que las grandes potencias les daban como pago por haber estado del buen lado de la contienda, comenzaron a sacarle punta al lápiz y afilar el cuchillo.

      Mi apellido materno, Spitzer, quiere decir ‘sacapuntas’.

      Mis connacionales se dispusieron a escribir de izquierda a derecha fascinados por Lenin, Mussolini y Hitler, y mostraron que el talento a disposición del crimen era una posibilidad que nos daban el arte y la filosofía.

      Los judíos nunca superaron el cuatro por ciento de la población total, pero, en zonas fronterizas con la URSS, estaban concentrados en algunas ciudades y se hacían notar. Más aún porque se les daba por vestir esos atuendos a la moda de los jasídicos polacos de los mil setecientos, con los sombreros de visón que parecen neumáticos peludos, los trajes negros, las barbas y las patillas trenzadas, y sus mujeres embutidas en lana con la cabeza cubierta.

      Cuando, el 13 de octubre de aquel 1716, el Ejército austríaco derrota a los turcos, había en Timisoara ciento cuarenta y cuatro judíos. Las condiciones de capitulación les permitieron quedarse en la ciudad, junto con cuatrocientos sesenta y seis serbios, treinta y cinco armenios y un número indefinido de rumanos, griegos y gitanos. También autorizaron a residir a algunos turcos mientras la masa otomana abandonaba la ciudad en mil carretas con sus familias y pertenencias.

      La nueva administración militar llega a un acuerdo de seis años con los hermanos Abraham y los autoriza a fabricar cerveza y palinka, un licor frutado que puede llegar a

      setenta grados de alcohol, tan apreciado en la zona como la caña quemada en nuestras pulperías.

      No sé quiénes eran estos Abraham. Si no sé cómo era mi abuelo, menos puedo colegir la identidad de los del mil setecientos, pero no sorprende el oficio; era una actividad tradicional. A los judíos a los que no se les permitían decenas o centenas de actividades les permitían dedicarse al comercio de las espirituosas.

      Para Victor Neumann, entre 1716 y 1850, el experimento multicultural fue un signo de convergencia y no de divergencia. Los textos de Moisés Mendelssohn, de Heinrich Heine, circulaban entre los nuevos judíos ilustrados de Europa Central. Comenzaba la llamada integración, lo que también se denominó asimilacionismo. Los judíos querían ser uno más, como cualquiera. Un ciudadano más. La política imperial tenía gran confianza en que su hegemonía no iba a ser cuestionada por las minorías nacionales. Creía que había erigido un modelo que todos querían imitar. Hablar alemán; imitar los protocolos de la corte; admirar y adorar al emperador.

      La Revolución francesa, el código de Napoléon, había dejado sus marcas. Un ideal igualitario se difundía en el mundo. La Ilustración berlinesa impactó entre los académicos suabos y sajones. La mayoría de los niños judíos iban a escuelas públicas, que eran gratuitas.

      Eran épocas de Lumières y de Aufklärung. La reforma religiosa comenzada en Hamburgo continuaba en Praga, Buda, Szeged, Arad y Timisoara. Había congregaciones en

      las que se podía ingresar al templo sin kipá; las ceremonias podían llevarse a cabo en húngaro.

      Pero no se aplicaban medidas concretas de verdadera emancipación. Una ordenanza de 1787 obligaba a los judíos a adoptar apellidos alemanes. Estos debían ser comprados. Los más costosos eran los derivados de flores (Rose, Blumen), de metales nobles (Gold, Silber), de valores, como el honor (Ehre), la belleza (Shön), dulce (Süs). Más económicos eran los nombres referidos a oficios o de origen geográfico, como Kaufmann (comerciante), Drucker (tipógrafo), Hafner (ceramista), y los nombres de animales o de connotación peyorativa eran gratuitos, como Pfeffer (pimienta), Schwantz (rabo).

      Hasta 1867, los judíos debieron pagar un impuesto a la tolerancia.

      Había una tensión entre restauradores y reformadores. Entre los judíos, existía una puja entre quienes querían la integración y los que pugnaban por mantener la tradición.

      Muchas veces, ni siquiera la separación era tajante. En las mismas personas, convivían estos anhelos contradictorios. La integración también era idiomática. Los judíos se hungarizaban. En las escuelas judías, se enseñaba en húngaro o en alemán. Esto sucedía, fundamentalmente, en el sur de Transilvania y en el Banato. En ciudades como Timisoara, Arad y Lugoj, el setenta por ciento de las escuelas judías impartía la enseñanza en húngaro.

      Esta era de tolerancia permitió que la vida para los judíos fuera más dulce. Un Gobierno imperial por encima de todas las nacionalidades era una barrera que frenaba odios ancestrales. Mientras la masa se subordinara a la monarquía dual, la austrohúngara, los serbios, los eslovacos, los croatas, los eslovenos, los sajones, los suabos, los judíos podían desarrollar su vida y sus actividades. No por eso se mezclaban; los matrimonios mixtos debían ser una excepción, pero la convivencia era posible.

      Esta convergencia, como se la denomina, parece dejar de lado una realidad que, cuando se manifestó, lo hizo con una potencia igual a la de su represión y olvido. Se trata del campesinado rumano, que constituía la mayor parte de la población, que vivía en situaciones de extrema necesidad, cuando no en la miseria, a merced de un sistema de latifundio con reminiscencias feudales. La nobleza húngara de Transilvania, los llamados boyardos, propietarios de tierras o comercios importantes, tenía en sus manos el poder económico. Y lo conservaba con violencia. Las revueltas campesinas eran reprimidas con crueldad. La tasa de analfabetismo se multiplicaba geométricamente entre los rumanos en comparación con la minoría húngara. La masa rumana casi no tenía representación en los consejos y las dietas municipales y regionales.

      La paz imperial y la circulación de las ideas ilustradas parecían sobrevolar una realidad que consideraban natural. Quienes habían apreciado los progresos de los tiempos en que la derrota del Imperio otomano y la asunción de los Habsburgo hicieron posible el primer ingreso de vastas regiones, como la del Banato y la de Transilvania, a la modernidad no consideraban su otra cara arcaica sobre la que, de alguna manera, se sostenía.

      Creer que el racismo y el antisemitismo fueron el resultado de las ideas de Johann G. Herder y de las teorías elaboradas por el romanticismo alemán, que, junto con las tesis filosóficas generadas en los establecimientos académicos de Prusia, opusieron una reacción antiilustrada al cosmopolitismo de las Luces, con el llamado de la tierra, la importancia identitaria de la lengua, la recuperación del folklore, el culto al volk, al pueblo, toda la imaginería del suelo y la sangre, es darle al futuro racismo un formato ideológico con efectos políticos de un basamento demasiado sofisticado.

      Es indudable que la difusión de ideas y el peso de filósofos, de literatos, de hombres y de mujeres de la cultura pueden liderar corrientes de opinión que van más allá de los salones literarios y de la distribución de periódicos. Influyen en hombres de la política; modelan conductas